Sin menoscabo de sus virtudes artísticas, la película Allá en el rancho grande, dirigida por
Fernando de Fuentes en 1936, adquiere
en perspectiva sus principales significaciones al subordinar lo estrictamente
fílmico a la esfera comercial e industrial.
Se trata de la primera pieza que, aprovechando en general la sucesión de
aprendizajes que el cine mexicano venía asimilando desde sus albores, y
específicamente los decisivos aportes incorporados por la presencia de Sergei
Eisenstein en nuestro país, pudo armonizar un producto original rentable para
el mercado nacional e internacional. De ahí, su mérito fundamental —si como tal
puede tomársele— consiste en haber convertido la impostación turística en
voluntaria entonación y en fórmula transmisible. Elevarla a partir de tales
atributos a totalizador fiel de la balanza histórica y crítica frente a la
cinematografía nacional, no puede tomarse en modo alguno como un juicio
imparcial e inocente.
La herencia
eisensteiniana ya había previamente exhibido fecundas huellas entre nosotros,
en una proporción de la cual Allá en el
rancho grande (dados sus específicos énfasis discursivos y mercadológicos)
terminaría quedando más bien distante. El
prisionero 13 (1933), El compadre
Mendoza (1933) y ¡Vámonos con Pancho
Villa! (1935), del propio Fernando de Fuentes, constituyen mucho más que
eficientes ejercicios de imitación estilística, y consiguen ampliar la
exploración de las consonancias de fondo entre el cine del maestro letón y las
mejores intuiciones del entonces aún vigoroso muralismo pictórico.
La gesta eisensteniana
en México ha sido, y será necesariamente todavía, narrada infinidad de veces:
una estancia de poco más de un año para filmar una película (¡Que viva México!) que al final nunca se
concluye, pero que se convierte de manera inobjetable en decisivo referente
para la tradición fílmica de un país. Acaso lo fecundo de dicho contacto haya
obedecido justo a la peculiar intensidad que solamente lo inacabado y lo
efímero parecieran a menudo capacitados para propiciar. Al término de aquellos
abigarrados meses, donde la medida de los hallazgos quedaría remitida a una
norma de persistentes desencuentros, ni el cine nacional ni el realizador letón
volverían a ser los mismos.
Una significativa
parte de las intenciones, logros y riesgos del inacabado proyecto mexicano de
Eisenstein, admite enfocarse en función de sus convergencias con el movimiento
muralista. No se trata sólo del hecho anecdótico de que cuatro de los seis
episodios de la película que pretendía rodar estuvieran dedicados a
fundamentales representantes de la corriente (David Alfaro Siqueiros, Jean Charlot,
Diego Rivera, José Clemente Orozco). Hasta donde permite atisbar el material
filmado, dicha dedicatoria iba bastante más allá de una mera declaración de
circunstancias o una mera ponderación amistosa, y se proponía ensayar una
efectiva traducción a la pantalla del universo pictórico de dichos artistas.
La reivindicación
política y poética del hombre común como motor y medida de la Historia es una
tentativa de filiación netamente romántica, que en su primera etapa encuentra
complemento y contradicción plenos en la imagen del poeta como individualidad
excepcional, destinada a servir de guía para sus semejantes (en la esperanza de
que estos un día, merced a una revolución espiritual sin precedentes, lleguen
efectivamente a serlo).
Acaso la asunción
del poeta como emblemático exiliado de una sociedad indiferente a la Verdad y
la Belleza durante el Simbolismo, se halle consagrada menos a entronizarlo
paria por antonomasia, que a testimoniar su doliente y retadora solidaridad en
medio de un mundo donde las nuevas relaciones de poder han decretado (norma no
escrita y a partir de entonces mal disimulada con estridencia) el estatus de
paria para casi todos. Ante las destruidas barricadas y los millares de
fusilados de la Comuna de París vencida, Marx y Rimbaud afinan a coro las
armonías de una épica inédita, no exenta de los riesgos y espejismos
consustanciales a toda afirmación celebratoria.
Relata Vicente
Quirarte:
El 4 de septiembre de 1870 tiene lugar la proclamación de la República Francesa. Cinco días más tarde Marx publica en Londres su "Segundo llamamiento del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra franco-prusiana", donde denuncia los juegos sucios entre telones, al tiempo que defiende la supremacía de la Internacional y la organización de la clase obrera. El mismo año, Gustave Doré, quien volvía a París después de una estancia en Londres que le sirvió para hacer sus litografías de la ciudad esplendorosa y miserable, graba una alegoría a la que llama La Marsellesa: Una mujer con gorro frigio encabeza el desfile de los nuevos sans culottes: son los obreros marginados que llenarán las novelas de Zolá y Balzac, de Pérez Galdós y Dickens; los unwashed de Londres hacinados en barracas y rindiendo culto a la Diosa Industria, en cierto modo la hija malnacida de la Diosa Razón.[1]
Puede decirse
que, si como nunca antes (ni después) en la historia de la sociedad moderna, el
trabajo se vio reconocido a cabalidad como motor del mundo, obedeció a que por
vez primera vimos reconocer sin cortapisas a la gente más anónima, humilde y
cotidiana, como legítima guarda y portadora de toda su potencia constitutiva.
No se trata de ese pueril arrebato sentimental, a partir del cual tiende a
decretarse a los desposeídos como seres perennemente virtuosos por la sola
gracia de sus carencias. Se trata de puntualizar las hondas responsabilidades y
prerrogativas de cada trabajador —por común y discreta que pueda antojarse su
específica tarea— a partir de la
convicción de que sólo el trabajo dimensionado por una perspectiva pública
otorga al ser humano su plena dignidad. Los desposeídos interesan en la medida
que se les ha escatimado todo derecho participativo en la construcción del
mundo social y del espíritu histórico; lo que late debajo, a la vez como
revolucionario planteamiento político y como fulgurante intuición poética, es
la urgencia de una sociedad donde (lejos de concebirse como oportunidad, dádiva
o caridad) el trabajo quede establecido como garantía ciudadana plena.
Una de las
principales aspiraciones compartidas por Eisenstein y el muralismo mexicano,
consiste en convertir al hombre y la mujer comunes y corrientes en centrales
detonadores e inequívocos protagonistas de la epopeya histórica. Al
hacerlo, a menudo suponen cumplir una
función más testimonial que inventiva, obviando el hecho de que toda
representación artística es —por definición— artificio mediado a través de una
perspectiva y una percepción particulares; pero obviando sobre todo las
específicas implicaciones del artificio épico, así como la fina frontera que
separa a la exaltación lúcida de la impostación grandilocuente.
Ahora bien, si la
épica presupone de modo indispensable el canto de un destino excepcional y
ejemplar, la tentativa de consagrarla al anónimo e invisible sustrato de la
normalidad cotidiana entraña una contradicción y una paradoja. Dejando aparte
el hecho de que al cantar las hazañas de específicos destinos de excepción, lo
que hacen siempre los pueblos es cantar totalizadoramente su propia acción y
conciencia colectivas, ¿en verdad resulta concebible una epopeya exenta de
paradigmáticos heroísmos individuales?
Diego Rivera
aseveraba que los muralistas habían conseguido abolir el singularizado
protagonismo de los héroes, para incorporarlos como parte integral de las masas
populares, o en todo caso para puntualizar su mérito particular como
culminación de un impulso histórico masivo:
…por primera vez en la historia del arte de la pintura monumental, el muralismo mexicano cesó de emplear como héroes centrales a los dioses, reyes, jefes de estado, generales heroicos, etc. Por primera vez en la historia del arte, la pintura mural mexicana hizo héroe del arte monumental a la masa, es decir al hombre del campo, de las fábricas, ciudades, al pueblo. Cuando entre éste aparece el héroe, es como parte de él y su resultado es claro y directo. También por primera vez es el ensayo de plastificar en una sola composición homogénea la trayectoria en el tiempo de todo un pueblo.[2]
Y no cabe duda
que, en muchos de sus más afortunados pasajes, el muralismo logra cristalizar
en efecto la improbable armonía integradora entre multitud e individuo: sea que
la monumental estatura de los héroes se sustente cúspide de la laboriosa
aplicación del pueblo llano; sea que dicha laboriosidad se deje trasminar por
el estatuario enaltecimiento de los próceres, reivindicando digno de
contemplación ejemplar hasta el más elemental de los actos cotidianos. Pero lo
cierto es que, proyectadas mayoritariamente las obras y sus respectivos matices
(incluida la sombría lucidez de José Clemente Orozco) hacia la entonación
grandiosa consustancial a lo épico, el sometimiento tutelar a los grandes
nombres propios no sólo no se ve abolido ni atenuado, sino antes bien se
refuerza, y cuando la tendencia se institucionaliza escuela sus mejores
intuiciones tienden a inmovilizarse: la monocorde reiteración grandiosa de un
pueblo todo virtud conduce sin remedio al monolito banal.
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Un momento de la filmación. |
Por cuanto
respecta al ámbito cinematográfico, la entonación épica y monumental que las
películas de Emilio Indio Fernández
elevarían a dominante parámetro de referencia a la hora de valorar el legado de
Eisenstein en México, tiende con frecuencia a minimizar o de plano hacer
olvidar obras y realizadores que optaron por privilegiar de dicha herencia
matices distintos a la plasticidad estatuaria y la dramatización grandiosa.
Cuando, en 1970, Reed México insurgente convierte la
crónica revolucionaria en ejercicio de recuperación de un tiempo de perpetua
espera, protagonizado por personajes sin enfáticos relieves caracterizadores
(bajo la mirada de su director, Paul Leduc, incluso los episodios de excepción
dramática que otros hubieran llevado a convencionales clímax se resuelven
dilatada pausa), no se limita a echar mano de la textura documental para
conseguir determinadas inflexiones estéticas y críticas. Sino que también se
incorpora a una tradición fílmica acaso marginal —cuando no abiertamente
acallada— pero que ya con anterioridad se había mostrado plenamente capaz de
armonizar el anonimato cotidiano como fundamental venero e indispensable
resguardo para toda tentativa de epopeya con perspectiva de validez perdurable.
Ni El prisionero 13, ni El compadre Mendoza ni ¡Vámonos con Pancho Villa! de Fernando
de Fuentes admiten tipificarse en tanto celebración afirmativa de una
revolución triunfante. Pero el entendimiento trágico y la ironía crítica que
toman prestada de la Novela de la Revolución no condescienden tampoco (como sí
sucederá con Allá en el rancho grande)
a la simpleza del panfleto reaccionario. Se ha insistido repetidamente en el
papel de la institucionalidad gubernamental a la hora de invisibilizar o
abiertamente desaparecer por vía de la censura estas cintas junto a otras
muchas del mismo linaje, en razón de su franca disonancia frente a las
entonaciones triunfalistas y dulcificadoras del discurso oficial (La sombra del caudillo de Julio Bracho,
1960, sigue siendo en tal sentido un ejemplo emblemático); pero no así en la
responsabilidad de las casas productoras encargadas de estrechar hasta la
asfixia toda tentativa fílmica que se planteara horizontes más amplios que los
del entretenimiento y el lucro. Las tres obras maestras de Fernando de Fuentes
no sólo sufrieron de ostracismo por ser consideradas políticamente incorrectas,
sino también por no mostrarse servilmente atractivas desde un punto de vista
comercial.
La influencia de
Eisenstein en esas tres cintas resulta inequívoca. Sin embargo, además de una
manifiesta recarga de tintes sombríos, hay también en ellas una condolida y
pudorosa ternura que las obras del maestro letón rara vez llegan a consentirse
(en Eisenstein, incluso la ternura es entendida como una forma de exaltación).
Su temprano tratamiento de la lucha revolucionaria iniciada en 1910 se
distancia de la grandilocuencia que a la postre terminaría por asociarse en
automático con el tema; lo cual en ocasiones ha propiciado diagnosticarlas
tácitamente como ejemplos de un todavía insuficiente manejo técnico y narrativo
del lenguaje cinematográfico, mismo que hubiera sido responsable de impedirles
llevar hasta sus últimas consecuencias la intención épica. Pero hay que
desmarcarnos de esa inercia, empecinada en estigmatizar todo devenir como una
escala jerárquica donde el pasado ha de entenderse siempre en tanto versión
aproximativa e imperfecta de los sobreentendidos del presente. Entonces nos
percataremos de que si tales piezas “no logran” el tono de gesta que se
volvería prototípico durante años posteriores, no es debido a una carencia de
recursos, sino a una consciente elección. No atinan el tono épico porque no
estaban buscándolo. Sus prendas de epopeya las articulan en intencionado tono
menor, desde el tratamiento horizontal de personajes que, si no de la misma
estatura, sí enfatizan estar modelados todos por los mismos materiales, de tal
suerte que a menudo bastaría un sutil ajuste a la lente de la cámara para que
lo que aparece como fondo se convirtiera en hilo conductor de primer plano, y
viceversa.
Una de las
convicciones eisensteinianas que Fernando de Fuentes retoma con mayor nitidez,
corresponde sí a la identificación de la masa popular como potencia generadora
del impulso histórico. Pero en vez de la frontal convicción afirmativa que
pasaría a imponerse en la mayoría de las manifestaciones artísticas derivadas
de la revolución soviética (y que sólo muy pocos, como Eisenstein, conseguirían
hurtar del maniqueísmo populista), incorpora el sello distintivo aportado por
la Novela de la Revolución: la duda. A la par trágica intuición y crítico
escepticismo, las cintas de De Fuentes previas a Allá en el rancho grande no descreen a priori del movimiento revolucionario,
pero atinan a formularlo en implacable tono de pregunta. El halo de sombra que
preside el desarrollo de sus tramas, convirtiendo cada episodio en parte de una
reiterada, ascendente y condolida admonición, no inhabilita (sino antes bien purifica
de fáciles retóricas) una franca solidaridad y un franco orgullo ante las
amenazadas prendas de virtud que, pese a todo, logran alzarse aquí y allá a
colectiva contracorriente.
En Allá en el rancho grande, Fernando de
Fuentes volverá a echar mano de la maestría para el estudio de caracteres y
rostros que había desplegado en sus trabajos previos. La fisonomía y los
atavíos populares entre personajes secundarios y comparsas que a cada momento
parecieran tentar a la mirada para que mejor se concentre en ellos, constituyen
un elemento medular para la puesta en escena. Pero mientras en El prisionero 13, El compadre Mendoza y ¡Vámonos con Pancho Villa! tales
estudios cobran valor por sí mismos, en el caso de Allá en el rancho grande resulta patente que han devenido
complemento decorativo, llano aderezo “para dar color”. Una suerte de marco
pintoresco cuya función consiste en vivificar el protagonismo de los prototipos
estelares y depurar una fotogenia presidida por ellos de principio a fin,
asumiéndolos menos como la norma promedio de su entorno que como su excepción
ejemplar.
Ni el intachable
patrón tentado por el poder y mal (don
Felipe, René Cardona), ni el heroico caporal inesperadamente asomado a la
fatalidad (José Francisco, Tito
Guízar), ni la virtuosa hermanastra predestinada al martirio (Cruz, Esther Fernández) admitirían
mimetizarse en momento alguno con su anónima y pintoresca comparsa de segundo
plano.
Imposible separar
forma y contenido. Las connotaciones ideológicas acatadas por Fernando de
Fuentes durante la realización de Allá en
el rancho grande repercuten de manera inevitable en sus valores
cinematográficos, estéticos e históricos. De Fuentes (quien en El prisionero 13, El compadre Mendoza y ¡Vámonos con Pancho Villa! no redujo
jamás su percepción creadora ni su capacidad expresiva a instrumento de
propaganda para doctrina ideológica alguna) sometió todas sus herramientas y su
óptica a las pretensiones comerciales que animarían no sólo la confección de Allá en el rancho grande en específico,
sino la convicción a partir de entonces dominante en la industria fílmica
mexicana de que una película debe asumirse por encima de todo como producto
comercial. (Una perversión de fondo respecto al sentido ulterior del séptimo
arte, anima el siempre renovado esfuerzo por disimular que la obediencia servil
a los lineamientos mercantiles de la sociedad de consumo es ya en sí misma una
forma —quizá la más virulenta— de ideología).
Para esclarecer
la relación entre alcance artístico y enunciación ideológica, conviene
remitirse al caso de ¡Vámonos con Pancho
Villa! ¿Existía una manifiesta intencionalidad antivillista en su director
o entre aquellos que proporcionaron los recursos para la realización de la
película? En retrospectiva, así parecería sugerirlo el final alternativo
hallado en 1973 por la Filmoteca de la UNAM, y cuya existencia se desconocía
hasta entonces: Pancho Villa (Domingo Soler), fugitivo con una pequeña partida
de hombres tras la hora de sus definitivas derrotas en las batallas del Bajío,
se topa con Tiburcio (Antonio R. Frausto), uno de sus antiguos Dorados, y le
pide que se vaya con él; Tiburcio le manifiesta la obligación que tiene de
quedarse a cuidar de su mujer y su hija; Villa entra a su casa y, tras permitir
que le sirvan de comer (mientras sus hombres hambrientos aguardan fuera) las
mata; Tiburcio ya no tiene obligaciones que lo retengan.
Se ha señalado
que Fernando de Fuentes renunció a ese final por presión de la censura. Sin
desestimar la obvia verosimilitud y la alta probabilidad de la hipótesis, más
significativa parece la reflexión de Emilio García Riera, en el sentido de que
—con censura o sin ella— el director tendría que haberlo omitido obedeciendo a
razones estrictamente cinematográficas. (En términos políticos, conviene
recordar que, aun cuando ocupara la silla presidencial Lázaro Cárdenas
—asociado en el imaginario popular a las tendencias más radicales del
movimiento revolucionario— en 1935 la visceral denostación contra Villa, así
rayara en la calumnia, no era algo capaz de quitarle el sueño a una oficialidad
que sólo amagaría instrumentar la franca reivindicación del jefe de la División
del Norte hasta entrados los años 60).
La referencia a
un caudillo concreto corresponde en la cinta a necesidades de coherencia
argumental, pero las contradicciones que focaliza entre idealismo
revolucionario y barbarie bélica desde el primer momento tienden a proyectarse
para aludir, con manifiesta amplitud, a todos los bandos y facciones. Rematarla
con el desenlace antes descrito implicaba sacrificar esa poderosa capacidad de
sugerencia, y circunscribirla a una estridencia tremendista con muy acotados
énfasis circunstanciales.
Uno de los momentos
culminantes, tanto de la cinematografía nacional en general como de la
meditación crítica sobre la Revolución Mexicana en particular, lo constituye
justamente el modo en que ¡Vámonos con
Pancho Villa! remata en su habitual versión: Tiburcio, único sobreviviente
del pequeño grupo de paisanos incorporados a las filas villistas bajo el mote
de los “Leones de San Pablo”, tras verse obligado a asesinar y quemar sin
sepultura el cuerpo de su último, indefenso compañero, y marginado del
contingente que avanza hacia la triunfal toma de Zacatecas, abandona la Bola
(llevándose no obstante consigo su rifle y sus cananas), y paso a paso se aleja
solitario en perspectiva nocturna, entre los mismos rieles que junto al resto
de la tropa lo trajeran a Torreón, hasta que las sombras se lo tragan.
A despecho de
cuantos se han sentido impelidos a dictaminar con entusiasta automatismo el
final alternativo de la cinta como “el auténtico”, lo cierto es que su añadido
hubiera condicionado irreparablemente la apreciación de todas las secuencias
previas; rematada por él, la cinta quedaría reducida sin remedio posible a
llano libelo antivillista, y sus hallazgos circunscritos a esa lineal intención
discursiva.
No es imposible
(lo prueban siquiera en parte el muralismo y la filmografía eisensteiniana, de
los que Fernando de Fuentes abreva) abrazar un abierto partidismo y conseguir
que la obra lo incorpore y trascienda a través de sus más amplias resonancias.
Pero significativa porción del poder que El
prisionero 13, El compadre Mendoza
y ¡Vámonos con Pancho Villa! siguen
conservando, obedece justamente al hecho de que no es posible remitirlas al
enfoque de esta o aquella facción revolucionaria, y se resisten a ser
etiquetadas como carrancistas, obregonistas o cardenistas.
Allá en el rancho grande, por el contrario, con todos sus hallazgos
fílmicos y de caracterización popular (mejor dicho, con todos los hallazgos
fílmicos y de caracterización popular de que supo hacer usufructo para
proyectarlos a una dimensión de rédito comercial hasta entonces inédita) puede
remitirse por completo a la explícita moraleja ideológica que la preside, y
colocarse sin incertidumbre ni contrapunto alguno al servicio de su mensaje
aleccionador; es decir, la idealizada apología a destiempo de la hacienda porfirista,
con su calculada alusión al presente y a los años por venir. El mensaje resulta
tan claro y unidimensional como toda proclama excusada de discernimiento: junto
a los hacendados malos hubo y hay también hacendados buenos, por lo que no sólo
resultaría precipitado condenar íntegro aquel orden, sino que antes bien se
establecería como deseable reparar hasta qué punto sirviente y patrón pueden
asumirse todavía como hermanos a carta cabal, mirando en la misma dirección, y
poniéndose cada cual desde su particular rol la misma camiseta en futuras y
depuradas versiones del mismo diseño resucitado.
Al término de Metrópolis (1927) de Fritz Lang, la
forzada conclusión de armonía restablecida entre patrón y obrero de ninguna
manera provoca que la cinta en su conjunto quede al servicio de dicho corolario
discursivo. Allá en el rancho grande
cabe íntegra en el suyo.
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Cartel promocional de la película. |
[1] [1] Quirarte, Vicente. Marx, Rimbaud y la Comuna: El Faro de la
Bastilla. En Iztapalapa, Vol 1,
Número. 19, pp. 61-66. 1990.
[2] [2] (En) Cardoza y
Aragón, Luis. Antología. Lecturas
Mexicanas. SEP. México, 1986.