sábado, 20 de junio de 2020

La bicicleta.


Aprendí a andar en bicicleta durante unas vacaciones, por las polvorientas calles del pueblo donde moraba y mora todavía la hermana menor de mi mamá. Uno de los escasos episodios de mi vida propicios para la sensación de heroica hazaña motriz y deportiva, y para los orgullos de la proeza física consumada. Durante cosa de tres días recorrí el pueblo aquel en pedaleante frenesí, enrojecido el rostro, cubierto de tierra desde la cabeza hasta los pies. Sobrevive por ahí una fotografía que certifica la efeméride: playera a rayas, pantalón de mezclilla, ocre tonalidad debida menos al paso del tiempo que al omnipotente terregal, poso tras el manubrio chupando una paleta de caramelo, con expresión de piloto consumado, veterano de todos los misterios que supone andar en ruta, en carretera, en el camino; Jack Kerouac On the Road, versión película de Juliancito Bravo. Estoy a dos o tres meses de cumplir diez años de edad.
Tal vez resulte exagerado aseverar que la bicicleta me quedaba chica; mejor sería decir que me quedaba apenas justa. La menor insinuación de pérdida de equilibrio permitía la inmediata intervención de mis pies, y ese pequeño pero decisivo detalle de seguridad había facilitado enormemente mi veloz aprendizaje. Creo que durante aquellos tres días no me sentí ni una sola vez en riesgo de caer. Hubo, sí, alguna caída aislada (nadie aprende a andar en bicicleta sin caerse), pero amable, apacible, indolora, amortiguada tanto por la protectora proximidad del suelo como por el mullido soporte que, en comparación con el asfalto, brinda el polvo.
La bicicleta pertenecía a la mayor de las hijas de mi tía, para entonces de siete u ocho años. Me gustaba esa bicicleta. A tal punto que me habría encantado llevármela conmigo a casa, y me supo a galleta triste entender que era imposible, aun cuando su dueña no estuviera en condiciones de utilizarla debido a que le quedaba todavía enorme. Sin embargo, mis padres, hechos a fin de cuentas desde entonces al hábito bonachón de sentirse felices y orgullosos de mí bajo el menor pretexto, propusieron comprarme una bicicleta para mi cumpleaños, ya sólo a unas cuantas quincenas de distancia.
Sólo que para mi siguiente cumpleaños yo tenía ya en mente una fiesta y un uniforme completo del Atlante, de modo que hubo que mediar. Tuve fiesta con pastel y piñata; mi papá y yo asistimos al estadio Azteca con uno de sus hermanos y con mis primos favoritos, para cumplimentar la iniciática experiencia de ver colmado su graderío, mientras sobre la cancha se enfrentaban el Cruz Azul de Jara Zaguier y el Wendy Mendizábal contra el América de Vinicio Bravo y Miguel Ángel Gamboa; mi mamá me llevó al Mercado de Portales para comprarme unos tenis con tachones de plástico y un short azul marino, y le adhirió con la plancha un escudo del Atlante a una playera roja que ya tenía. La bicicleta tuvo que aguardar hasta el año siguiente.
Al año siguiente estaba yo en quinto de primaria, y mis padres anticipaban con juicioso entendimiento la inestable, anfibia transfiguración que en materia de estatura comenzaría a experimentar mi cuerpo en breve. Fui en compañía de mi mamá a sacar a mi papá de su trabajo antes de la hora de salida; ocupaba él solo una oficina espaciosa y semivacía en el último piso de un viejo edificio de la calle de Ayuntamiento, desde cuyas ventanas alcanzaba a verse, cosa de una cuadra más adelante, el rótulo de la XEW.
Tres condiciones debía reunir, de acuerdo con mi muy subjetivo y personal criterio, la bicicleta que iban a comprarme: tener canastilla, tener timbre, y tener el mismo tamaño de la que apadrinara entre nubarrones de tierra mi aprendizaje preliminar. Una sola de ellas pude ver cumplirse: la canastilla. El timbre era un accesorio aparte, a los ojos de la autoridad materna tan excesivo en su costo como peligroso por las potenciales perspectivas de uso que pudiéramos darle dentro del pequeño departamento donde morábamos mis tres hermanas (ruidosas de suyo desde siempre) y yo. Y en cuanto al tamaño, ellos tenían en mente un modelo que pudiera seguir utilizando varios años más adelante, ingresado ya en la secundaria.
Con el asiento ajustado en su nivel más bajo, mis pies en punta apenas conseguían entrar en contacto con el piso, brindándome un apoyo de lo más inestable. Ni hablar de que con la bicicleta en marcha pudiera yo echar mano de ellos para frenar o equilibrarme.
Decía antes que cuando aprendí a andar en bicicleta por el pueblo de mi tía no experimenté en momento alguno la sensación de que fuera a caerme. Aquella tarde de los últimos días de primavera en que celebré mis once años cumplidos, a bordo de la flamante bicicleta que mis padres acababan de comprarme, la única sensación que me hallaba en condiciones de experimentar era la de que iba a caerme. Aterrado por el bello pero hostil armatoste lo mismo que frente al más hermoso pero salvaje de los potros, pregunté con candidez cómo íbamos a regresar a nuestro hogar, ubicado varios kilómetros rumbo al sur de la ciudad. La respuesta resultaba obvia, natural, previsible, por mucho que yo me hubiera aferrado a hipótesis capaces de diferir para más adelante (un par de años, digamos) la doma de mi amenazante montura. Volveríamos a casa caminando, conmigo trepado en la bicicleta.
Teníamos por placentera costumbre realizar largas caminatas familiares, obligatorias por lo demás  en la Ciudad de México para todo clan de clase media baja cuando saca la cuenta del monto a erogar cada vez que sus (pongamos por ejemplo este caso) seis integrantes abordan un vehículo del transporte público que amerita trasbordo. Así que, sin que cupiera calificarla de hábito recurrente, la opción de remontar caminando Eje Central desde Victoria o Artículo 123 hasta una cuadra antes del Eje 6 Sur tampoco resultaba descabellada o inverosímil.
Elucubré un par de salidas de emergencia para el trance. Acometer la dilatada marcha a pie, llevando la bicicleta del manubrio; ceder a mi papá el privilegio de que fuera él quien la estrenara para aligerar así la travesía. Inútilmente. Por supuesto, durante las primeras calles, todavía demasiado próximas al Centro Histórico y siempre harto concurridas, no quedó más remedio que caminar, remolcando la bicicleta. Pero apenas las aceras comenzaron a lucir algo despejadas, digamos pasando la fuente de Salto del Agua, tuve que encaramarme hasta el asiento para estrenarla yo mismo. De nada me valieron ni protestas ni súplicas (“está muy alta, mejor después, es mi cumpleaños”). Yo ya sabía andar en bicicleta, llevaba meses jactándome de ello, y ambos me habían visto pedalear sin problema con sus propios ojos. Además, aunque estirados mis pies sólo alcanzaran a establecer precario contacto con el suelo, la verdad es que alcanzaban los pedales con plena comodidad. Detenerme era asunto de los frenos y no de los pies, pero yo no estaba para semejantes sutilezas de la maestría ciclista. Tenía miedo, tenía miedo, tenía miedo.
Ante el manifiesto pavor que yo mostraba por la posibilidad de caerme, y para atajar la creciente cólera de mi mamá (a quien mis recurrentes cobardías de pubertad y adolescencia siempre enervaron, pese a su incondicional devoción), mi papá ofreció ir sosteniendo todo el tiempo la bicicleta, aferrándola del borde posterior del asiento.
A lo largo de las primeras cuadras, casi podría decirse que iba cargándonos a ambos, vehículo y jinete. Obcecado por la sensación de inminente caída y por la histérica vigilancia de que él no fuera a soltarme, apenas si atinaba yo a pedalear de vez en vez. Poco a poco, no obstante, vi diluir mi desconfianza. Mi papá sostenía el asiento, corregía el menor desequilibrio, giraba instrucciones, prodigaba palabras de aliento, hacía avanzar las ruedas. Así que, en un momento dado, el hecho de sentir su protectora presencia a mis espaldas me permitió concentrarme en disfrutar la recuperación de las sabidurías y de los prodigiosos sentires que conjuga ir en bicicleta. Algo entre bailar, correr, nadar y volar, como todo el mundo sabe.
Una cuadra, y ya no tuve necesidad de voltear una sola vez. Otra cuadra, y me sentí en condiciones de acrecentar la velocidad, obligando a mi papá ya no a caminar, sino a trotar. Otra cuadra, y me sentí en condiciones de acrecentar aún más la velocidad, obligando a mi papá ya no a trotar, sino a correr. Otra cuadra, y tuve nítida la sensación de que conducía sin que nadie me sostuviera. Para cuando cruzamos Viaducto, mi confianza era ya absoluta. Pedaleaba sin escrúpulo ni consideración hacia mi protector y escolta, confiado porque al aproximarse cada nueva esquina y aminorar yo la velocidad, lo sentía claramente detrás de mí, ayudándome a equilibrar la bicicleta hasta detenerme. Aguardábamos a que mi mamá nos alcanzara para cruzar juntos la calle (“no vayas tan rápido, mira cómo traes a tu papá” me reprochaba), y vuelta a empezar.
Google Maps me informa que la distancia total que recorrimos a lo largo de Eje Central aquella tarde, es de 5.8 kilómetros. Pasado Viaducto, nos restaban aun para llegar a casa algo más de dos kilómetros y medio. Lo cual dicho así puede sonar a poco. Pero ver en el mapa la cantidad de cuadras efectivas que aquello representa, pensar que varias de ellas son esas típicas cuadras defeñas con apariencia de no tener fin, y representarme la imagen de un hombre que las recorrió completas a velocidad progresiva tras su hijo en bicicleta, para evitar que sintiera que iba a caerse, sin sombra de metáfora ni de retórica me estruja el corazón dentro del pecho. De ternura, gratitud y ganas de reírme hasta las lágrimas por los filones cómicos de la estampa.
Habíamos consumido ya la mayor parte de aquellos 5.8 kilómetros. Faltaba sólo una cuadra para llegar a la calle del edificio donde vivíamos. Mi completa confianza, mi recobrada pericia, me consentían a semejante altura lujos media hora antes inconcebibles; entre los cuales el principal era permitirme mirar a lo lejos y en torno mío, sin obligación ya de llevar por fuerza clavada la vista en la banqueta y al frente. Como resulta comprensible, ante la proximidad de mi calle aumentaba la urgencia de que me vieran mis hermanas, para lucirme ante ellas. Aceleré, quizá alcanzando una velocidad no mayor que la de anteriores cuadras, pero sí para entonces ya excesiva para quien había venido corriendo todo el rato tras de mí. La garantía certificada de seguridad, ahora que asumía con confiada certidumbre que mi papá no iba a soltarme, era escuchar sus pasos a mi vera, acompasados según la aceleración que al pedalear fuera imprimiéndole yo a la bicicleta.
En ese penúltimo tramo de nuestro ya culminante recorrido, me pareció que el repiqueteo de los pasos de mi papá avanzando a la carrera sonaba de pronto a una incongruente distancia como para que alcanzara a mantener asido el borde posterior del asiento. Giré apenas la cabeza, y con el rabillo del ojo advertí por encima del hombro lo que en ese momento ocurría, lo que sin yo percatarme había venido ocurriendo desde quién sabe cuántas manzanas atrás. Mi papá venía corriendo, siempre muy cerca de mí, pero sin sujetar la bicicleta. La conciencia de que avanzaba abandonado a mis propios medios fue fatal. Perdí el control, el manubrio pareció torcerse como por decisión propia hacia la derecha, y fui directo a estrellarme contra una alta pila de ladrillos, agrupados frente a una obra en construcción.
Lo que me arrancó más lágrimas y lamentos no fueron ni el golpe ni el amor propio herido, sino la nula disposición de mis padres a sentir remordimiento y disculparse. Ambos se limitaban a repetirme que llevaba ya largo rato controlando la bicicleta solo, avanzando solo, equilibrándome solo, frenando solo. Mi papá se había limitado a ayudarme a mantener la estabilidad cada vez que comenzaba a detenerme en pos del alto total.
Amé esa bicicleta. Mi bicicleta. La única que tuve en la vida. Cuadro blanco, vivos y guardabarros azules. Perteneciente al típico modelo ochentero inmortalizado por Spielberg durante las secuencias culminantes de ET. Un par de años más tarde, habiéndonos mudado, y viviendo ahora muy cerca del cruce entre División del Norte y Avenida Universidad, emprendí lo que me pareció la mayor odisea exploratoria de mi vida hasta entonces: trasladarme en bicicleta, con dirección norte media docena de cuadras hasta Eugenia, para recoger a mi primo y recorrer luego juntos las calles de la Colonia Narvarte que mediaban entre nuestros respectivos hogares.
Hacia mis quince años, ya en Morelia, inscrito a la secundaria dentro del turno vespertino, acometía durante las mañanas las empinadas cuestas de las colonias Vasco de Quiroga y Eréndira, y me trasladaba hasta la Casa de la Cultura, a tomar clases de pintura. Y aunque para entonces ya iba siempre solo, no era extraño sentir que, a fin de procurar que no sintiera yo que iba a caerme, detrás de mí venía corriendo mi papá.