sábado, 22 de agosto de 2020

"La muerte es un asunto solitario" de Ray Bradbury.


Acaban de cumplirse cien años del nacimiento de Ray Bradbury. Efeméride que según mi juicio debía haber ameritado las mayores alharacas, las mayores campanas al vuelo, el más lujoso estallido de fuegos artificiales sobre el firmamento virtual.
Nada menos que el centenario de uno de los narradores más entrañables que el siglo XX puso al alcance de los lectores; no sólo de aquellos aficionados a la ciencia ficción, sino de cualquier devoto de la literatura a secas, al margen de etiquetas y divisiones subgenéricas. Bradbury fue de esos raros especímenes capaces de ganarse el favor y el cariño del llamado gran público, sin sacrificar a cambio ni un ápice de hondura. Si la afrenta de que no le dieran el Nobel a Úrsula K. Le Guin puedo hasta cierto punto comprenderla (no disculparla), en razón del perfil algo marginal de esa suprema sacerdotisa taoísta para la fantasía y la anticipación, la de nunca habérselo concedido a Bradbury sigue sublevándome casi tanto como la de que jamás lo recibiera Italo Calvino.
Sólo Crónicas marcianas y Farenheit 451 bastarían para asegurarle a Bradbury sitio perdurable en nuestros ensueños, nuestras preguntas, nuestros azoros, nuestras soledades, nuestras solidaridades, nuestras pesadillas y nuestro amor por los libros. Qué no decir cuando dimensionamos lo mucho más que Bradbury es.
En La muerte es un asunto solitario (1986)  disfrutamos su —hasta donde sé— única incursión de madurez dentro del género negro. A través de tres centenares de páginas, el maestro homenajea por un lado a la cuarteta estelar de la novela policial dura más canónica: Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James M. Cain y Ross Macdonald; a ellos corresponde una de las tres dedicatorias de la novela.
Pero además, se trata de un conmovedor ajuste de cuentas con sus propios años de formación como narrador, cuando para ganarse unos dólares probaba suerte enviando relatos a diversas pulp fiction de temática criminal, aún vigentes durante los años cuarenta; y por esa vía, dirige un solidario guiño a las mocedades formativas de todo aspirante a escritor. Desde el arrebato escritural que te lleva a pasar la noche en vela en pos del hilo que crees haber al fin encontrado, hasta la amenaza espectral de la temible página en blanco, pasando por las zozobras de sentirte alternativamente una nulidad creativa y un genio incomprendido, o por esa ambigua llaga y acicate que para el artista en ciernes suele representar un amor ausente. Bradbury dedica una mirada apenas risueña y enternecida a su propio pasado, así como a cuantos seres humanos antes y después de él se consintieron abrazar oficio la intuición de que podían transmutar palabra el universo.
Dentro de un contexto de sostenida atmósfera chandleriana, Bradbury nos introduce desde el arranque en su peculiar e inconfundible lirismo, en sus personajes y escenarios, siempre a la par vívidos y sugerentes: en esa peculiar melancolía suya, que ni ante las más extremas desolaciones llega a condescender jamás a la desesperanza.
Diversos son los maestros de la ciencia ficción que entablaron amorosas incursiones en la narrativa policiaca. Unos de modo esporádico o tangencial. Otros con diversas modalidades de asiduidad. No constituye ningún secreto la devoción de Isaac Asimov por la intriga detectivesca, en la cual incursionó más de una vez. Frederick Brown puede ser reclamado a partes iguales por la ciencia ficción y el policial (su obra más célebre en este último género es sin duda La noche a través del espejo, de 1950). Philip K. Dick suele dar la impresión de que su ejercicio de la ciencia ficción mantuviera el rabillo del ojo mirando todo el tiempo en dirección a la narrativa negra más aguerrida y virulenta en términos sociales. Aunque los catálogos registren a la excepcional Carrera de ratas (1959) como la única novela policiaca escrita por Alfred Bester, en sentido estricto también su obra maestra El hombre demolido (1952) lo es.
Sin tratarse en modo alguno de un clásico del género negro, ni acaso de uno de los libros esenciales de su autor, La muerte es un asunto solitario sí que constituye una bella pieza de narrativa criminal, así como un dignísimo ejemplo de los muchos méritos gracias a los cuales millones de nosotros amamos a Ray Bradbury como lo amamos.
Bien vale la pena darse una vuelta por sus páginas para celebrar el centenario del Maestro.