sábado, 3 de abril de 2021

A solas con lo sagrado.

 

Me gusta estar dentro de la iglesia. Mientras más antigua mejor, pero sin desagrados ni remilgos si la iglesia, aunque moderna, se muestra igual de propicia para la amplitud de la mirada que para el recogimiento del corazón.

Puedo permanecer largo rato sentado en una banca de iglesia. Sin pretender ya esa impostada socarronería sacrílega que a mis veinte años me llevaba a emplearlas como sucedáneo de biblioteca pública: de preferencia para consagrarme a textos según yo provocadores e impertinentes por el sólo hecho de introducirlos ahí (Trópico de Cáncer o Los cantos de Maldoror, pongamos por ejemplo). Sino ya simplemente por el sosegado gusto de sentirme bien ahí, a solas. Gusto de poder pensar, poder mirar, poder sentir y poder recordar, bajo plena garantía de que no acudirá nadie a exigir que le rinda cuentas por mi presencia.

No, no me persigno; recuerdo a la perfección cómo se realiza ese elegante ademán de prestidigitación y reconocimiento, pero debe hacer más de siete lustros que no lo ejecuto, como no haya sido quizá interpretando un personaje en alguna obra de teatro. No, no rezo; aunque recuerdo buena parte de las oraciones de mi infancia, y en el transcurso ya mucho más dilatado de mi vida atea aprendí después alguna otra.

Me gusta el Padre Nuestro y me desagrada el Yo Pecador. Me gusta el metálico falsete que las ancianas beatas terminan invariablemente por adquirir durante la interpretación de los cánticos, sin importar el punto de la geografía patria de que procedan y donde radiquen. Nunca me ha gustado la pompa burocrática del atavío sacerdotal; pero siempre me han gustado las historias del Evangelio, las versiones coincidentes en lo general y bellamente contradictorias en lo específico que ofrecen liturgia a liturgia Marcos, Juan, Mateo y Lucas.

Juan fue desde que tengo memoria mi apóstol favorito (“Mujer, he ahí a tu hijo”); siguió siéndolo incluso cuando me declaré de manera oficial como no creyente al interior del seno familiar, allá por mis quince años. Estaba en tercero de secundaria, amaba las profecías sobre el fin del mundo, leía a Nostradamus y a Edgar Cayce. Y Juan me había obsequiado nada menos que la piedra angular de todo paranoico devoto de la escatología anticipatoria: el Apocalipsis. A la vuelta del tiempo terminó por gustarme más su Evangelio que aquellas herméticas postales perpetradas en la Isla de Patmos. Como todo adolescente, yo iba al libro del Juicio Final en pos de emociones fuertes y efectos especiales, de forma que acababa estrellándome una y otra vez con ese impenetrable, enigmático muro de jeroglíficos; todo lo inquietante que se quiera, pero muy poco propicio para el tecnicolor de mis días juveniles o las tridimensionales salas THX de ahora. A la hora de la aparición de la Bestia, el número de ojos, bocas y coronas nunca lograba cuadrarme con la cantidad de cabezas enumeradas, y terminaba presa lo mismo de la confusión, el desánimo y la migraña. Imposible a esa edad aterrarte en toda proporción si no consigues representarte visualmente en la imaginación al malo de la película.

Tratándose pues del apóstol San Juan, mejor la abierta sinceridad emotiva y metafísica de aquel inolvidable inicio de su Evangelio, equiparable sin duda a los “canta, oh Diosa” de Homero en La Ilíada y La Odisea. En el principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios.

Pero estaba yo hablando de lo a gusto que suelo encontrarme dentro de las iglesias católicas. Tendrá que ver algo sin duda aquello que Violeta Parra atinara a consignar con tanta sabiduría mediante un solo verso: “volver a sentir profundo, como un niño frente a Dios”. La fe que sigue alimentándose en el interior de tales iglesias, hace mucho que dejó de ser mi fe. Pero es todavía, y seguirá siéndolo por siempre, como decía a su vez Antonio Machado, la fe de mis mayores. Y ante el cotidiano rito de su renovación por estos lares, siempre sin duda problemático, yo gozo el privilegio de poder recuperarme intacto en el niño aquel que aprendiera un día a sentir profundo frente a Dios. Porque aun cuando ya no engroso —ni volveré a engrosar jamás— ninguna feligresía con patente, continúo cultivando el derecho y la obligación de afanarme en sentir profundo. Disponiendo, como principalísimo margen de mi ser sobre la tierra y mi estar bajo el cielo, una sostenida interrogación, una sostenida conversación, una sostenida controversia con todo aquello que la noción de dios significa, resume y representa cuando no se ha visto en definitiva usurpado por las añagazas de determinado poder institucional, ideológico, político o mercantil.

Puedo estar en una iglesia cuando no se desarrolla en ella ningún oficio religioso propiamente dicho, y los feligreses presentes se acogen a sus diversos amparos materiales e inmateriales en estricta y solitaria intimidad: sentado alguno que extravía la mirada en las figuras del altar principal; de rodillas casi todos los que se hallan hundidos en letanías y súplicas; consagrados el resto a esta o aquella imagen de santo o virgen, a este o a aquel altar secundario. Hay, no obstante, una muy distinta impresión de sosegada y para nada vanidosa merced en encontrarte por completo solo a la mitad de una nave por completo vacía, máxime si se trata de un templo cuya edad se mide no en años, sino en siglos. Personalmente, recuerdo en especial haber disfrutado en varias oportunidades dicho júbilo sereno, dicho regalo de sencilla plenitud de a pie, hallándome en la iglesia de San José del centro de Morelia, aun cuando no se trate de una de mis favoritas.

Puedo estar también, perfectamente, en el interior de una iglesia a la hora de misa, sin sentirme excluido, impertinente, inoportuno o acosador pese a no participar de ella. Desde la más respetuosa civilidad, me gusta contemplar a la gente congregada en ejercicio de su fe. Y sí, no se preocupen, puedo distinguir con nitidez aquí y allá miserias varias: francos despliegues de hipocresía; versiones diversas de burocratismo místico, concurriendo a la ceremonia para realizar un periódico depósito de tiempo capaz de renovarles a plazo fijo su crédito metafísico, con la misma resignada exasperación que seguro mostrarán en la cola del banco cuando acuden a realizar un depósito de dinero; crecientes oleadas de ateísmo funcional, en personas que a estas alturas tienen de creyentes mucho menos que este laico intruso de paso por sus teóricos terrenos; mentiras y disimulos; sermones lamentables a cargo de impresentables ministros, haciendo que te preguntes cuál opinión ameritarían de un San Agustín, un Vicente Santa María, un Manuel Ponce, un Fray Tormenta o un Chesterton.

Pero debo decir que no es nada de esto último lo que más me interesa, lo que más busco y lo que más hallo entre los rostros izados en dirección al altar, como quien se asoma a un ventanal para mirar el firmamento o el interior de sí mismo. Lo que sigo buscando y encontrando en muchos de esos rostros es la honesta necesidad de preguntarse lo que seguimos preguntando todos, con dioses de por medio o sin ellos: “¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Cómo debo vivir?”. O, para ponerlo con las hermosas palabras de Peter Handke, empleadas como estribillo vertebral por Wim Wenders en esa obra maestra suya que es El cielo sobre Berlín o Las alas del deseo (palabras que aquí me permito castellanizar endecasílabas):

 ¿Por qué es que yo soy yo, y no soy tú?

¿Por qué es que estoy aquí y no estoy allá?

¿Empieza el tiempo y acaba el espacio?

¿La vida bajo el sol sólo es un sueño? […]  

¿Cómo es posible que, siendo quien soy,

antes de ser quien soy no fuera nada?

¿Y que, siendo quien soy, no vaya un día

a ser ya nunca más esto que soy?

 Escuché alguna vez, de labios del poeta venezolano Alexis Romero, la para mí mejor definición de poesía que haya conocido jamás: “Poesía es mi manera de estar a solas con lo sagrado”. Me gustan las iglesias, porque en su interior puedo encontrar casi siempre personas que, sea agradecidas o desesperadas, instaladas en la más beatífica paz o en el más desolado extravío, acuden hasta ellas ajenas a cualquier otra finalidad que no sea la de estar a solas con lo sagrado. Aunque en alguna ocasión se trate de muy pocas personas. Aunque llegado el caso se trate de una sola persona. Aunque en último extremo esa persona pueda ser incluso nada más yo mismo.

Imagen: Escena de la película Nostalghia (1983) de Andrei Tarkovski.