sábado, 8 de mayo de 2021

¿Dónde estuvo el detalle?


El nudo argumental de la película Águila o Sol (dirigida en 1937 por el cineasta ruso Arcady Boytler), bien podría resumirse de la siguiente manera: Polito Sol (Mario Moreno Cantinflas), cómico de carpa a quien una noche de amargas entrevisiones y pesimistas augurios han llevado de la apoteosis escénica a la confidencia de cantina y la obcecación alcohólica, se ve atrapado en un sueño: el sueño de una noche de cabaret, a la que han acudido a hurtadillas todos los encargados de servir de coordenadas para el universo personal que desde la absoluta orfandad había conseguido erigir a su alrededor. Pero ninguno de ellos da traza de reconocerlo, y tanto su patrón como sus hermanos van adquiriendo ante sus abordajes e interpelaciones una actitud progresivamente hostil.

El tono del relato fílmico es en todo momento de comedia, y el sueño del protagonista se atavía con cadencias e intensidades de ascendente carnaval. Pero ello a la distancia no hace sino reforzar la atmósfera de extrañeza y desasosiego, la opresión del absurdo y el doloroso entendimiento de la fatalidad; rasgos que suelen enlistársele —y suponérsele remitidos en exclusiva— a La mujer del puerto (1933), la aclamada obra maestra de Boytler. Con el transcurso de las décadas, han ido caducando ciertas coyunturales convenciones narrativas y referenciales, que en su momento acaso pudieron interpretarse contenido totalizador y absoluta razón de ser para Águila o Sol, situándola como un espectáculo más de variedades trasladado al celuloide para entronización comercial de estrellas del teatro frívolo del momento, y adscrita a los más previsibles clichés del melodrama con final feliz. El beneficio es que ese mismo deslave de distancia y olvido no hace sino dejar al desnudo cuanto la cinta posee de intemporal vigencia.

 Sin menoscabo de sus méritos individuales, es necesario ubicar que no estamos hablando de una pieza independiente; captar con amplitud sus inflexiones y su sentido exige apreciarla como parte de un díptico completado por Así es mi tierra, que Arcady Boytler rodara con apenas unos pocos meses de antelación. A partir de ahí, por exagerado que pueda antojarse en principio semejante aserto, no resulta ilícito postular que es ésta la piedra de toque sobre la que se sostiene, íntegro, cuanto de perdurabilidad mítica haya atesorado y continúe atesorando todavía Cantinflas.

Por supuesto, la materialización de un personaje capaz de encarnar sobre el escenario y la pantalla intuiciones cuya resonancia acompañaría a la cultura nacional mexicana durante décadas, corresponde sin duda al mérito creador de Mario Moreno. Pero no está de sobra recordar por un lado que nadie crea de la nada, y que los alcances de la privilegiada versión del “peladito” que Cantinflas significó, son también el resultado de múltiples afluentes: desde el Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi hasta el Chupamirto del caricaturista Jesús Acosta, pasando por los imprescindibles aportes estrictamente histriónicos de un Anastasio Otero, una Amelia Wilhelmy, e innumerables y olvidados actores más. Por otro, es preciso evidenciar que rara vez el discurso fílmico de las películas en que Cantinflas participó, logró articularse en proporcional consonancia dialogante frente a los alcances poéticos del personaje, optando por situarse en una inercia de lugares comunes cada vez más acusados, y que eso contribuiría decisivamente a su vertiginoso deterioro.

Dolores Camarillo y Cantinflas en Ahí está el detalle.
Ahí está el detalle (Juan Bustillo Oro, 1940) es sin lugar a dudas la cinta que de mejor manera logró armonizar y sostener de principio a fin los sketches y tics cantinflescos como fundamento y materia prima de un discurso fílmico con coherencia narrativa de largo aliento. Se trata, por derecho propio —como suelen glosarlo la crítica y la historiografía cinematográficas— de la mejor película de Cantinflas: una película hecha a su medida, pero que no por ello deja de funcionar como película en sí. Dicha fórmula (“otra película hecha sobre medida para Cantinflas”) jamás había conseguido, ni en adelante volvería a conseguir, efectividad y equilibrio semejantes. Durante los primeros años de éxito, las consecuencias de convertir argumentos, elencos y directores en dócil y desigual complemento para la estrella, pudieron no resultar del todo evidentes, dada la saludable condición de un personaje en plenitud. A la postre, sería al propio personaje a quien las inercias intrínsecas de la producción a destajo terminarían sacrificando, sin importar que ni actor ni espectadores dieran la impresión de advertirlo, conformes con la apariencia de cobijo que la creciente intemperie del lugar común parecía brindarles.

Muy diferente a lo que fuera su debut en pantalla con No te engañes, corazón (Miguel Contreras, 1936), donde el cómico ve reducidas, adelgazadas y alteradas sus posibilidades histriónicas y humorísticas en función de una trama para la cual constituye apenas un accesorio periférico, en el díptico integrado por Así es mi tierra y Águila o Sol Cantinflas es central e indispensable, sin que ninguna de ambas películas le quede servilmente circunscrita. Aprovechando la irrepetible libertad brindada por el apenas iniciado trato entre el personaje y la industria fílmica, se trata de películas con Cantinflas, no de Cantinflas ni para Cantinflas. Quizá el prodigio de que Cantinflas pueda seguir siendo plenamente en ellas, obedezca al hecho de que no se concibieron con la idea de ser sólo Cantinflas, sino también con Cantinflas, y se elaboraron dotadas de vida y mirada propias. El marco que trazan, permite a actor y personaje  desplegar sus ricos recursos como parte de una totalidad orgánica y articulada (un microcosmos poético) sin verlos menguados, pero tampoco impuestos como dictatorial efecto al que todos los demás componentes de la alquimia cinematográfica debían quedar remitidos.

A veces tendemos a perder de vista que cuando Cantinflas salta a la pantalla hacia la segunda mitad de la década de 1930, se trata ya de una estrella consumada, con los rasgos de su personaje plenamente definidos, probados y consolidados desde las tablas del teatro popular. Por supuesto, el cine trasladaría esos atributos a una nueva escala, pero sin alterarla en lo esencial. Un efecto de distorsión retrospectiva, así como las inevitables petulancias de todo presente respecto del pasado, tienden a hacer creer que el Cantinflas de las primeras cintas aún no tiene madurados ni su carácter ni su estilo, y que las obras mayores de su repertorio fílmico corresponden al grueso de la ensimismada oferta comercial repetida durante décadas por la pantalla chica.

Ocurre exactamente lo contrario. La reiteración dominical que la cadena Televisa consagró a Cantinflas, se acostumbró a programar una vez tras otra las mismas piezas, correspondientes al período de una estrella cinematográfica plenamente asumida como tal, pero con especial predilección justo por las que testimonian su ya definitiva debacle (el mito dócilmente reducido a una estrella más del canal de las estrellas). Ni Así es mi tierra ni Águila o Sol (ni Ahí está el detalle) hallarán cabida dentro del repertorio monopólico de nuestra televisión abierta.

Cantinflas y Manuel Medel en Así es mi tierra.

La mayor parte de la filmografía de Cantinflas estuvo consagrada a “aprovechar” al máximo las dotes del cómico que el público de las carpas y el Género Chico había coronado con su predilección. De ahí que, dejando de lado Ahí está el detalle, acaso sean los cortos publicitarios, correspondientes a la primera serie producida por Posa Films (entre 1939 y 1940), los que mejor permiten asomarse a la original fisonomía del personaje, en la medida que se limitan a trasladar literalmente hasta la pantalla, sin apenas retoques, al Cantinflas del teatro y de la carpa. Desde entonces, el mérito de cada nueva película terminaría midiéndose primero en función de qué tanta fidelidad podía seguir manteniendo respecto de tales rasgos característicos, y qué tanta capacidad había por parte del director en turno para convertir dicha fidelidad en el sustento de un discurso fílmico sostenido y coherente.

La entronización de Miguel M. Delgado como realizador de cabecera del cómico contribuyó al irreparable desgaste de la fórmula, lo cual no parecía importar demasiado en virtud de los pingües réditos financieros que garantizaba. Se resumió y banalizó amaneramiento marca registrada y receta de éxito infalible lo que en realidad había sido resonancia de secretas intuiciones compartidas, hasta alcanzar una fronteriza franja donde al público ya sólo le quedaba esperar de cada nueva entrega un menguante puñado de chistes felices. La repetición y la autoparodia se convirtieron a partir de ahí en el único posible destino. Al iniciarse la década de 1950, carecía de sentido preguntarse qué tanta fidelidad mantendría la siguiente película respecto de los rasgos característicos del personaje, ante la manifiesta evidencia de que era el propio Mario Moreno quien los había extraviado por completo.

Ya en fecha tan temprana como 1949, tras el estreno de El mago (Miguel M. Delgado, 1948), el poeta Efraín Huerta consignaba desde la “Revista Mexicana de Cultura” del periódico El Nacional:

 

Pero este ya no es el mismo Cantinflas de  hace  cinco años. Poco a poco, a fuerza de arrebatarle su ambiente, lo han ido despojando de su verdadera personalidad. De su autenticidad de legítimo heredero del lépero capitalino. Falla y se debilita la vigorosa raíz del clásico vocabulario que él arrancó del pueblo. En algunos instantes de esta película llamada El mago, se siente que él mismo desconfía de su poder interpretativo. Esto es, del arte de hablar sin decir nada… diciéndolo todo. Y la risa viene forzada. Y es un fatigarse siguiendo el relato. Seguirlo hasta llegar al final de cuento de hadas. En la boca queda un sabor agrio, y el espectador se niega a aceptar la fórmula que, conmiserativamente, se ha hecho de rigor al hablar de las películas que Posa Films prepara para su estrella: “Toda la película es Cantinflas”.[1]


Carlos Monsiváis, quizá el más acucioso exégeta del mito cantinflesco, ha señalado en diversas oportunidades su raigambre urbana, así como la privilegiada síntesis testimonial y poética que representa de la conformación del México posrevolucionario; Cantinflas encarnará arquetípicamente al peladito capitalino, último escalón para la nueva verticalidad del trazo social configurado por diez años de lucha armada y tres lustros de institucionalización; y desde ahí proyectará una transparencia a la vez implacable y festiva sobre su compleja trama de luces y sombras. Pero, así sea tenues, diluidas o distorsionadas, las huellas de su pasado rural e inmigrante deberán permanecer como rasgo indispensable para el personaje mientras éste sea capaz de conservar alguna vigencia; extinguidas en definitiva tales huellas, será el propio personaje quien exhiba su caducidad y desaparezca.

Para el pelado que la Revolución le deja a la Ciudad de México como herencia, ya no existe camino de vuelta. Las señas que conserve de su prehistoria rural serán apenas exiguos rastros supervivientes de lo en definitiva extraviado. Imposible trasplantar a Cantinflas al ámbito pueblerino sin sensible menoscabo de su fisonomía y sentido. Tal el reiterado reproche que a Monsiváis le motivará Así es mi tierra, donde Cantinflas es un holgazán de pueblo llamado Tejón, y queda asimilado dentro de las más estrictas coordenadas de la vida pueblerina y la comedia ranchera.

Lo que Monsiváis no pareciera advertir es el hecho de que, integrada a Águila o Sol a manera de díptico, Así es mi tierra se erige puntual y privilegiado testimonio de la génesis del peladito posrevolucionario, como fruto de la radical, irreversible reconfiguración de relaciones entre el campo y la ciudad. Lo que Arcady Boytler captura y transparenta en dicho díptico es el nacimiento mismo de Cantinflas, así como de todo aquello que míticamente Cantinflas será capaz de encarnar y aludir.

Si, dentro de su inofensiva apariencia de homenaje de variedades a la canción vernácula, Así es mi tierra consigue colocarse en cabal sintonía con las agudas meditaciones cinematográficas sobre la Revolución Mexicana iniciadas por Fernando de Fuentes (El prisionero 13, El compadre Mendoza, Vámonos con Pancho Villa), la capacidad de Arcady Boytler para tomar como punto de partida el lugar común y restituirle al término su carácter de espacio de comunión quedan ejemplarmente exhibidas por Águila o Sol.

Boytler despacha con rapidez los prolegómenos circunstanciales de la historia que va a contar, toda vez que muy temprano en la cinta queda claro su interés primordial: centrar nuestra mirada en el escenario, la máscara, el espacio de representación y la fiesta. Las cuitas preliminares de un trío de niños prófugos del orfanato, recién parecen comenzar a centrarse—adquiriendo consistencia y eje de gravitación— cuando su vagabundeo los lleva hasta los territorios de una feria; ahí, a hurtadillas, atisban por vez primera la magia del teatro popular callejero: el milagro humilde de las dos tandas por un boleto en los espectáculos  de carpa del arrabal citadino.

Una vez que la vertiginosa sucesión introductoria de espacios y de tiempos ha situado las indispensables coordenadas para sostenimiento narrativo de la trama; una vez que han quedado suficientemente explicados los antecedentes de la incorporación de los tres huérfanos al submundo de la farándula arrabalera; una vez que aparecen por fin Cantinflas y Manuel Medel sobre el escenario de un teatro de segunda, ataviados con las luminosas y grotescas galas propias de liturgias tales, acompañando la interpretación de un tango que es ya en sí mismo toda una declaración de principios, el espectador advierte con nitidez que se encuentra ante la primera escena propiamente dicha, no sólo de la cinta, sino del mito cantinflesco en su conjunto.

Una de las más hondas, esenciales y perdurables travesías del arte y la cultura mexicanos acaba de dar inicio.


Cantinflas y Medel, certificando el nacimiento fílmico del mito en Águila o Sol.



[1] [Reproducido por] Revista Proceso. Num. 1963. Pag. 67. 15 de junio de 2014.

 Imagen de entrada: Cantinflas maquillándose para una función en el teatro Follies Bergère de Garibaldi, hacia 1939. Fotografía de Juan Guzmán.