sábado, 25 de septiembre de 2021

José Emilio Pacheco y el sismo del 85.

El sismo de 1985 quedará para siempre como brutal parteaguas en el demorado trance de derrumbamiento del México de la Revolución institucionalizada. El día que las metáforas se materializaron, las súplicas fueron atrozmente satisfechas y las descreídas profecías se cumplieron. El ciudadano mexicano promedio se había acostumbrado a levantarse día tras día con la convicción de que este país estaba a punto de la catástrofe, y al mismo tiempo retirarse a dormir cada noche preso de la rencorosa certidumbre de que nada iba a cambiar jamás.

Narra Héctor Manjarrez, reconstruyendo con despiadada ternura las diversas variantes de ocaso para el idealismo revolucionario hacia la segunda mitad de los años setenta:

 

Mientras tanto, afuera, había una desesperación vacía en las calles. Empezaba a parecer (una vez más) que al país se lo llevaría la chingada; y se lo llevaba, efectivamente: excepto que las profecías apocalípticas siempre omiten explicar que los desastres no suceden de golpe, sino que van arrasando una por una las esperanzas, y hasta los cinismos; y que una por una las desgracias se acumulan, y el horror deja de ser un relámpago y se hace una costumbre...[1]

 

El 19 de septiembre de 1985 representa el día en que el desastre sobrevino de golpe, el día en que el horror consintió encarnar ese relámpago que toda predicción apocalíptica sueña y a la vez descree. Y aunque ello no significó que perdiéramos el hábito de la desgracia acumulada, lo cierto es que —de ahí hasta la remoción de los últimos escombros del orden revolucionario en la segunda década del siglo XXI— la cotidiana certeza de vivir en un estado de crisis sin salida dio en pintarse para los mexicanos con tintes cada vez más oscuros, y con una densidad que cada defraudada ilusión, cada acumulada derrota, cada nuevo despojo y cada nueva masacre, no hacían sino recrudecer.

Aquejado por un dolor y una vergüenza que desde entonces perduran como indeleble y central cicatriz  definitoria para la lectura y relectura general de todos sus poemas escritos y todos sus poemas por escribir, José Emilio no cesará de disculparse ante los muertos y reprocharse acremente ante el espejo sus ligerezas y credulidades, cuando proceda a fijar memoria y experiencia la tragedia de aquel sismo en el poemario Miro la tierra (1986).

El temblor lo colocó ante un suceso que no admitía distanciamientos ni mediaciones. Algo tiene de periodístico y literal Las ruinas de México (elegía del retorno), primer apartado del volumen, que convierte a ese poemario en el más frontalmente conmovedor de cuantos escribió; el menos “literario”, el menos intertextual.

 

No quiero darle tregua a mi dolor / ni olvidar a los que murieron / ni a los que están a la intemperie. /

Todos sufrimos la derrota, / somos víctimas del desastre. / Pero en vez de llorar actuemos: / Con piedras de las ruinas hay que forjar / otra ciudad, otro país, otra vida.[2]

 

Así concluía Las ruinas de México (elegía del retorno) en su primera versión de 1986. Curioso juego de espejos. El poeta proclama su negativa de dejarse arrastrar por el dolor, justo cuando el dolor está arrastrándolo y le llena la boca de viscerales entonaciones afirmativas. Sólo el implacable paso de los días y la restitución (sin remedio atroz) del minuto cotidiano, lograrán sustraer al poeta del arrastre inicial de su dolor. Entonces esas licencias afirmativas que nada más la desesperación condesciende quedarán abolidas, y será llegada la hora de borrar y reescribir. Con trágico entendimiento, la versión que aparece en la cuarta edición de su poesía reunida (Tarde o temprano, 2009) corrige el remate de poema y poemario:

 

Con piedras de las ruinas ¿vamos a hacer / otra ciudad, otro país, otra vida? / De otra manera seguirá el derrumbe.[3]

 

Intensidad confesional de la vivencia y testimonio frontal de quien la sufre, que al cabo ven significativamente reducidos sus versos, transmutadas sus convicciones en preguntas y restituida la ironía como distancia ante el dolor. Sin embargo, el ejemplo consignado representa una excepción y no la regla. Aunque alguno de los poemas que lo integran experimentará con el paso de los años importantes enmiendas, su entonación franca y doliente se mantendrá intacta.

En 1978, el plazo de diez años transcurridos desde la masacre en la Plaza de las Tres Culturas le había permitido a José Emilio tomar perspectiva sin sacrificar comprometida intensidad. Los poemas alusivos al movimiento estudiantil, originalmente integrados al poemario No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) fueron sustituidos en su totalidad por nuevas piezas, elaboradas ahora sobre los testimonios recogidos por Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco. De cara al sismo de 1985, no nos tocará en cambio verlo echar mano en el siguiente cuarto de siglo de ningún recurso intertextual para conseguir distancia. La desolación confesional de Las ruinas de México se conservará vigente hasta la muerte del poeta.

Las ruinas de México es un solo poema largo, dividido en cinco apartados que a su vez están integrados por doce piezas cada uno. Un poema compuesto, pues, de sesenta poemas. Igual que los segundos del minuto. Esos relojes congelados a las 7:19 para la eternidad en la memoria del país, y sustentando a partir de entonces el atávico terror de los habitantes de la Ciudad de México cada vez que la tierra amaga mecerse (corto se les hace entonces el instante para correr en pos de la intemperie bienhechora, en pos de esa protección que sólo el descobijo es capaz de proporcionar).

Una nota introductoria donde Pacheco agradece la compañía de quienes estuvieron a su lado durante aquellos difíciles días, nos informa que el poeta no se encontraba en su ciudad ni en su país el día de la catástrofe. Y ya desde ahí sus libros de poesía previos comienzan a adquirir algo de augurio, sentencia o maldición. Los desastres soñados, las metáforas apocalípticas, la literaria devastación, de pronto resultan haberse materializado ahí, al alcance de la mano; de carne, polvo, escombro y hueso. Será eso lo que lleve al poeta a execrar sus anteriores alusiones al desastre como una ofensiva licencia, un desplante de ignorancia, una falta de respeto hacia los muertos.

 

Con qué facilidad en los poemas de antes hablábamos / del polvo, la ceniza, el desastre y la muerte. / Ahora que están aquí ya no hay palabras / capaces de expresar qué significan / el polvo, la ceniza, el desastre y la muerte.[4]

 

El 18 de septiembre, José Emilio estaba en Maryland. Pudo regresar a México hasta el día 21. No es difícil imaginar su pasmo, su tristeza y su desesperación por esa lejanía, ni conjeturar que es de ese compás de espera que resultan los siguientes versos:

 

Al regresar, me decía, no encontraré lo que estuvo; / únicamente me espera/ lo que sobrevivió. Y lo demás / será muñón o árbol talado, allí en medio / de cuanto mordió el polvo, o más bien / de cuanto fue mordido por el polvo.[5]

 

Pero tampoco resulta descabellado conjeturar a José Emilio recordando en Maryland un poema de diez años atrás, donde esa misma experiencia quedaba prefigurada con perturbadora literalidad:

 

Soy extranjero en esta tierra. En todas / seré extranjero. Al regresar, mi patria / habrá cambiado. Y no estaré ni estuve.[6]

 

Fotografía: El Universal

Hablé de todo y no sabía nada. Tal parece en varios pasajes de Miro la tierra la conclusión dominante; y más que eso: la confesa falta. Habíamos creído saber, nos habíamos jactado de entender y hasta nos habíamos autorizado el chiste y la parodia. Si alguna vez habíamos condescendido a declarar “todo ante mí se vuelve alegoría”[7], ahora nuestra penitencia consistía en ver que todo detrás de nosotros se volvía profecía.

 

Hoy entendemos lo que significa / una expresión terrible: / sepultados en vida.[8]

 

Ahora entendíamos por fin todas las expresiones terribles que con la tierra quieta creyéramos discernidas, poetizables, y que sólo una indiferente sacudida suya consiguiera en verdad transparentarnos. Otras horas menos infelices, más sobrellevables en su miopía o su franca ceguera, nos habían visto —desde el confiado resguardo de nuestros huesos y los de los nuestros—  comparar a los hombres con el polvo. Ahora, cuando el derrumbe no consentía diluir todavía la densa niebla que sus piedras levantaran, y cuando sabíamos que bajo esas piedras yacían confundidos en el escombro los cuerpos de miles que nos habían posibilitado entrevernos y entrever el mundo, muchos versos adquirían una sonoridad insoportable. La sonoridad de la metáfora atroz que se concreta.

 

Somos naturaleza y sueño. Por tanto / somos lo que desciende siempre: / polvo en el aire. [9]

 

Macabra broma para risa de nadie, cumpliendo al pie de la letra símiles hasta ayer inofensivos. Pez fuera del agua, déjame respirar, dame mi espacio, no te aguanto, estoy molido, tengo el cuerpo cortado, me movieron el tapete, un día de estos se nos va a caer el teatrito. En un momento dado, Pacheco habla del efecto provocado por el hecho de que la catástrofe haya sobrevenido a poco de cumplida el alba, cuando la claridad nos hace a todos sentirnos fuera del peligro reservado a la sombra:

 

La luz que inventa el día protege al mundo. / Por eso duele como una doble traición / el terremoto de las siete.[10]

 

Pero la traición que Las ruinas de México lamenta y escarnece  con mayor ímpetu es la del propio escritor, no por involuntaria menos condenable. José Emilio focaliza la generalizada impotencia ante el temblor en los términos de su oficio de poeta: su elegido magisterio como una más de las voces de la tribu. Y el saldo arroja una condena sin apelación posible; no porque él con sus palabras hubiese podido detener los muros venidos abajo, sino porque las metáforas materializadas lo han exhibido tan incapaz para dimensionar a cabalidad los alcances de lo que sueña y dice, como para conseguir que el arte que mal ha aprendido les ofrezca a sus semejantes alguna utilidad real. Más sabios en el marginal silencio a que se les confina, los animales siquiera atinaron a enviar múltiples señales de oportuna alarma, no importa cuán indescifrables.

 

Los animales avisaron, intentaron hablar / y no entendimos las señales. [11]

 

¿Cómo puede alguien presumirse oficiante de un magisterio cuyo sentido consiste en ofrecerle su palabra al prójimo como tiempo compartible, y al cabo exhibir puro vacío impotente frente a la catástrofe por consumar o ya consumada? Es en tal punto donde el conmovedor tono dominante de Las ruinas de México adquiere sus notas más personales e intensas.

 

Ruego que me perdonen porque nunca encontraron / su rostro verdadero en el cuerpo de tantos / que ahora se desintegran en la fosa común / y dentro de nosotros siguen muriendo. [12]

 

Asistimos por supuesto a la disculpa de un ciudadano entre muchos, excusándose pudorosamente ante los muertos por su condición de sobreviviente y testigo. Pero asistimos sobre todo a la disculpa de quien, desde El reposo del fuego (1966), ofrendó sus poemas como prenda de resguardo y hoguera compartida; quien a partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo se consagró a habilitar desde sus versos toda suerte de reductos habitables; y quien frente a su ciudad en ruinas siente escocer en carne viva, más allá de metáforas, todas sus preguntas y escepticismos sobre el valor de la escritura en general, y antes que nada sobre el valor de su propia escritura.

 

No pude darles nada. / Mi solidaridad de qué sirve. / No aparta escombros, no sostiene las casas / ni las erige de nuevo. / Pido, al contrario, / para salir de mis tinieblas, / la mano imposible / que ya no existe o ya no puede aferrar / pero se extiende todavía / en un espacio de dolor o un confín de la nada.[13]

 

Tal descreimiento impotente no llega a descender sin embargo hasta la apostasía. En medio de la tragedia, transitándola transversalmente, exaltado en la inusual medida que la inédita circunstancia justifica, el poeta encontrará intactas entre los escombros su convicción de esperanza y sus fidelidades irrenunciables.

 

Entre las grandes lozas despedazadas, los muros / hechos añicos, los pilares, los hierros, / intacta, ilesa, / la materia más frágil de este mundo: / una tela de araña.[14]

 

Porque a final de cuentas, como sucede siempre, la intensidad climática de toda tragedia termina por ceder, y la supervivencia cotidiana viene a restituir piadosa o atrozmente su parsimonia. Y hay que volver a vivir. Y hay que volver a habitar.

 

No existe el pesimismo. Uno apuesta a la vida / al levantarse de la cama, hacer proyectos, hablar. /

El mundo se sostiene en la creencia / de que la muerte y la tragedia pactaron / nada más con nosotros y nos dejan tranquilos / para que todo siga mediobien, mediomal / hasta que un día irrumpe la catástrofe. [15]

 

Fábula que es como el gato con los pies de trapo y los ojos al revés. Al término de cada ciclo la espiral vuelve a girar en algo que quién sabe si sea sentido inverso o más bien otro nivel distinto. Pasada la catástrofe, a José Emilio —igual que a Jaime tras la muerte del mayor Sabines— le toca sin remedio apostar por la vida, volver a levantarse de la cama, seguir haciendo proyectos y continuar hablando. El desastre, sin importar con cuánta intensidad en su momento así lo amagara, sin importar cuánta virulencia haya conseguido imprimirle a la reformulación de las preguntas, no dio para revocar las intuiciones de respuesta. El talante de José Emilio volverá a ser en sus siguientes libros el mismo, conversacional y apropiable, afectado de pesimismo pero hurtado a la resignación y la renuncia, intertextual e irónico, fascinado por la inagotable combinatoria del tiempo (instante y duración, presencia-ausencia, deseo y olvido). El tono frontal y condolido de Las ruinas de México no volverá a repetirse en libros posteriores.

Pero su llaga primero, y su cicatriz después, quedarán ahí para siempre como un recordatorio vivo.

Fotografía de Rogelio Cuéllar

 



[1] Manjarrez, Héctor. Pasaban en silencio nuestros dioses. Era. México, 1987.

[2] Pacheco, José Emilio. Las ruinas de México (elegía del retorno) [V, 12]. En Miro la tierra. Era. México, 1986. 1era edición.

[3] Pacheco, José Emilio. Las ruinas... [V, 1]. De Miro la tierra. En Tarde o temprano [poemas 1958-2009]. Fondo de Cultura Económica. México, 2009. 4a edición.

[4] Ídem [II, 10].

[5] Ídem [IV, 2].

[6] Pacheco, José Emilio. Old Forest Hill Road. De Islas a la deriva [1973-1975]. En Tarde o temprano...

[7] Pacheco, José Emilio. “The dream is over”. De Irás y no volverás [1969-1972]. En Tarde o temprano...

[8] Pacheco, José Emilio. Las ruinas... [I, 10]. En Tarde o temprano...

[9] Ídem [I, 12].

[10] Ídem [V, 5].

[11] Ídem [IV, 9].

[12] Ídem [II, 7].

[13] Ibídem.

[14] Ídem [III, 8].

[15] Ídem. [IV, 7].