El mítico clown Ricardo Bell |
Dice Ramón López
Velarde en unos de sus más célebres versos:
Fuensanta: / dame
todas las lágrimas del mar. / Mis ojos están secos y yo sufro / unas
inmensas ganas de llorar.[1]
Al que padece —mientras
no le sobrevenga aunque sea el más vago resabio de resignación u olvido— las
lágrimas vertidas, por muchas que éstas sean, continúan no sólo antojándosele
escasas e insuficientes, sino amagándosele nulas, apenas las contrasta con la
expectativa de las que habrá aún de verter antes de asomarse a algo que se
parezca al sosiego. El poema de López Velarde no habla tanto de un llanto
contenido, como de un llanto insuficiente: un llanto cuya medida de suficiencia
apenas admite concebirse en escala marina.
Yo no sé si estoy
triste por el alma / de mis fieles difuntos / o porque nuestros
mustios corazones / nunca estarán sobre la tierra juntos.[2]
Dentro del marco
del poema, esa especificación de que los mustios corazones no podrán estar
nunca juntos sobre la tierra, sugiere de forma tan discreta como inequívoca a
las aguas; aguas con que al cabo rematará su último verso, a manera de
hipnótica opción. Nunca sobre la tierra, pero acaso sí en el fondo del mar. Es
decir, en la definitiva sordera de ese infinito de lágrimas, cuyo misterio y
magisterio parecieran obrar bajo entera potestad de la hermana.
Las lágrimas
adquieren, por elemental metonimia, las propiedades más convencionales de las
aguas, remitiéndolas y ajustándolas a su propio universo referencial. Mancha,
sed y ahogamiento, representan magnitudes jerárquicas ante las cuales cada
quien ha de cotejar su propio dolor. Hay tristezas que del llanto sólo aguardan
la sencilla limpidez que les permita ser lavadas; hay tristezas que lo apuran
con la aprehensión de un náufrago que descubre una fuente. La tristeza de quien
sin grandilocuencias ni aspavientos reclama para sí un océano de llanto,
participa de ambas modalidades, proyectándolas hasta su más extremo límite. La
mancha es ya la carne, y por tanto la única forma de lavarla consiste en que
las aguas la arrebaten y se la lleven con ellas de modo definitivo; el ahogo de
la sed sólo será saciado para aquellos dispuestos a de verdad ahogarse.
Fuensanta
presumirá ese don en otra emblemática y culminante pieza del corpus velardeano:
El sueño de los guantes negros.
Soñé que la
ciudad estaba dentro / del más bien muerto de los mares muertos.[3]
Asomándose por
gracia del sueño a la misma ciudad sumergida que el poeta tabasqueño José
Carlos Becerra afrontará enigma de la vigilia cuatro décadas más tarde, Ramón
López Velarde se reencuentra con su muerta. No necesita sino sugerir sus
descarnados huesos bajo los guantes y su imperio sobre aquel universo
submarino, para que ambos elementos se perfilen con plena nitidez.
Al sujetarme con
tus guantes negros / me atrajiste al océano de tu seno, / y nuestras cuatro
manos se reunieron / en medio de tu pecho y de mi pecho, / como si fueran los
cuatro cimientos / de la fábrica de los universos.[4]
¿Ha vuelto a
reintegrarse lo disperso en lo hondo de las aguas? ¿Están otra vez juntos los
hermanos en esa ensoñación de fantasmas ahogados? No es esa la impresión que el
inconcluso poema produce. Apunta al respecto Octavio Paz:
Ha cesado la
separación pero la verdadera unión, como lo insinúa la prudencia de los guantes
negros, es imposible. El poema, más que la consagración de un amor que se
consuma, parece ser el presentimiento de una eterna condenación.[5]
En cualquier
caso, no es con este presentimiento de una eterna condenación, detectado por
Paz, que la travesía espiritual propuesta por el conjunto de la obra de Ramón
López Velarde remata. Las ansias por un llanto de cataclísmicas proporciones,
que permita reunir ahogados al hermano y la hermana, constituye una etapa
indispensable, esencial, pero con claro carácter propiciatorio. De manera
elocuente y harto significativa, sin importar cuán azarosa, El sueño de los guantes negros quedará
inconcluso. El enigma de sus puntos suspensivos en los huecos de aquellas
palabras que el poeta no llegó a precisar —tan inquietantes como las manos
ocultas de su ultraterrena protagonista— prevalece a manera de recordatorio y
guiño: no nos hallamos ante una definitiva sentencia, sino ante una pregunta
inagotable. Pregunta para la cual, en cierto punto, a nadie le parece posible
sino una única respuesta; y por eso, cada uno a nuestro turno, con diversos
acentos, suplicamos:
Hermana: / dame
todas las lágrimas del mar...[6]
Para situar con
plena perspectiva los matices que puede adquirir el llamado del océano y del
olvido, útil será recurrir a otro de los representantes estelares del
modernismo mexicano, Luis G. Urbina, en su también célebre Balada de la vuelta del juglar, de 1913, así como a las inflexiones
que a través suyo atisbara.
—Dolor: ¡qué
callado vienes! / ¿Serás el mismo que un día / se fue y me dejó en rehenes / un
joyel de poesía? / ¿Por qué la queja retienes? / ¿Por qué tu melancolía / no
trae ornadas las sienes / de rosas de Alejandría?[7]
Las rosas de
Alejandría, junto con su prestigio perfumístico y cosmetológico, poseen una
dilatada historia dentro de la farmacopea, cuyos orígenes se remontan a
regiones legendarias y épocas ancestrales; son conocidas sus cualidades
laxantes, y su empleo como ingrediente en ciertos purgantes infantiles; signo
pues no de ornato sino de terapéutica fluidez. Lo cual refuerza de nueva cuenta
aquí la declaración de que no se llora, aun cuando el poema mismo sea puro
incontenido llanto. Otra vez la insuficiencia que se identifica inexistencia.
La queja se antoja retenida no porque aún esté por emitirse, sino porque
proferirla no acarrea alivio alguno.
Pero además la
pena pasa aquí a reclamar íntegra para sí la identidad del pesaroso, multiplicando
y retrayendo simultáneamente al protagonista desde la aislada individualidad
hasta la dualidad y la triada.
El poeta le habla
primero al dolor, y el dolor se materializa afligido juglar con quien el poeta
se conduele, para delinear enseguida un acompañamiento que en último término
sugerirá la más radical de las soledades. Acaso en todo momento no hemos
asistido sino a la ensimismada y excluyente intimidad del poeta consigo mismo.
Pero esa soledad nos involucra al convertirnos en testigos, y por tanto somos
dos (quien escribió y quien lee) quienes habitamos el poema. Y ambas
impresiones resultan por completo compatibles con la opción de que el lector es
un tercero, el testigo de una estampa donde otros dos, distintos aunque
semejantes a él, se acompañan.
Concentrémonos
ahora en la caracterización del personaje central de la estampa. Ese que puede
ser, indistintamente, el dolor, el doliente individual o duplicado, así como la
suma integral que conjuga y sintetiza todos estos elementos.
¿Qué te pasa? ¿Ya
no tienes / romances de yoglería, / trovas de amor y desdenes, / cuentos
de milagrería? / Dolor: tan callado vienes / que ya no te conocía…[8]
La reiteración
del motivo, su obvia geometría y su añeja entronización como lugar común, han
sido incapaces de menguar la impresión universalmente renovada de que nada ni
nadie encarna la tristeza de modo tan cabal como un payaso genuinamente triste.
Señala al respecto Hugo Hiriart:
En el payaso
pintarrajeado y gesticulante la melancolía alcanza su cumbre. ¿Por qué es
melancólico el payaso? De entrada porque si hay algo libre, libérrimo, y ajeno
a impostación, eso es la risa. Nadie ríe por mandato o decreto. En el disfraz
del payaso hay un elemento de risa obligatoria, por eso fracasa siempre en su
intento. Y aparece ahí ese otro sentido, más suave, lateral, el del fracaso
estrepitoso y esencial. La delicada poesía del fracaso.[9]
“¿Qué te pasa, ya no tienes romances de yoglería?”; ¿ya no te quedan gracejadas,
canciones, mohines, chistes, malabares, juegos de palabras? “Dolor, tan callado
vienes que ya no te conocía”; por poco y no te reconozco, aquejado de tamaña
parquedad, de tan afligido talante (y sin embargo debo aceptar que en él te
hallas quizá en tu patria más natural y más propicia).
Y él, nada dijo.
Callado, / con el jubón empolvado, / y con gesto fosco y duro, / vino a
sentarse a mi lado, / en el rincón más obscuro, / frente al fogón apagado.[10]
Tal ya
apuntábamos, el poema de Urbina juega a mimetizar y a desdoblar la identidad
del doliente protagonista. Ora podemos postular que el juglar se encuentra por
completo solo, interpelando su dolor. Ora podemos decir que quien se encuentra
solo es el poeta, ataviando con galas de payaso al dolor que creía ausente. Ora
podemos considerar que los términos de la estampa que se dibuja son los de esa
soledad acompañada, propia de los hermanos de la misma pena: esos a quienes no
resta más prerrogativa que la de “acompañarse en el sentimiento”.
Y tras lento meditar, / como en éxtasis de olvido, / en aquel mudo penar / nos pusimos a llorar / con un llanto sin ruido...[11]
El último verso
de la balada no hace sino fortalecer semejantes evocaciones.
Afuera, sonaba el
mar…[12]
En su Antología del modernismo de 1970, José
Emilio Pacheco, tomando como base una versión distinta a la aparecida en la
edición de Lámparas en agonía de 1914
(la que habitualmente suele reproducirse), reúne dicho verso con el precedente
en un dístico blanco:
con un llanto sin
ruido… / Afuera, sonaba el mar…[13]
Además de la
nueva frase veladamente sugerida por tal disposición (“con un llanto sin ruido
afuera sonaba el mar”), la impresión de silencio que el llanto produce por
contraste con el estruendo marino resulta aún más nítida. Los que lloran
desearían una magnitud sonora como la que estalla afuera para sus propias
lamentaciones.
Sólo el mar
otorga cabal expresión a la hondura de la tristeza padecida. Sólo confundidos
con la indistinta desmesura de las aguas aspirarán los dolientes a en verdad
llorarla.
Luis G. Urbina y Ramón López Velarde |
[1] López Velarde, Ramón. Hermana, hazme llorar... De La sangre devota. En Poesías completas y El Minutero…
[2] Ibídem.
[3] López Velarde, Ramón. El sueño de los guantes negros. De El son del corazón. Op. cit.
[4] Ibídem.
[5] Paz, Octavio. Cuadrivio.
[6] López Velarde, Ramón. Hermana, hazme llorar... Op. cit.
[7] Urbina G. Luis. Lámparas en agonía. Librería de la Viuda de Ch. Bouret. México,
1914.
[8] Ibídem.
[9] Hiriart, Hugo. Circo callejero. INAH, Era. México, 2002.
[10] Urbina, Luis G. Op. cit.
[11] Ibídem.
[12] Ibídem.
[13] [En] Pacheco, José Emilio. Antología del modernismo (1884-1921) UNAM, Era. México, 1999. 3era edición.