Cursaba el primer año de primaria. El medio
centenar de novicios reunidos en el salón que me había tocado en suerte, fue
distribuido en cinco hileras de dobles pupitres, siguiendo criterios que a
estas alturas he olvidado.
Bastaron pocas semanas para que las dos filas
extremas (la uno y la cinco), que enmarcaban al grupo desde los muros norte y sur,
descubrieran las fecundas virtudes bélicas que, conjugados, espacio público y
útiles escolares podían ofrecer. Lápices, crayones, colores, sacapuntas y
gomas, surcaban de improviso el aire en festiva y pertinaz lluvia, entre
imprecaciones asustadas y alaridos guerreros.
Extraño desde entonces a las más elementales
normas de la convivencia civil, recién salido de una dimensión sin más medida
que el juego, víctima de azoro, extrañeza, lentitud y torpeza congénitas, yo me
sumaba animoso y feliz a tales arrebatos cada vez que veía a mis compañeros
hacerlo, sin establecer ninguna relación causal entre la ausencia de la maestra
y el inicio de la batalla.
Cierta vez que una escaramuza había resultado
especialmente emotiva, decidí en un arrebato tomar por mi cuenta y riesgo la
reanudación de hostilidades. Localicé en el piso uno de los últimos proyectiles
arrojados por el enemigo hasta nuestra trinchera. Un lápiz de color rojo
carmín; precisamente rojo. Marca Blanca Nieves; precisamente la metáfora de la
mujer y la manzana. Desatendiendo la inmensa calma chicha reinante, susurré
alguna arenga al oído de mi compañero de banca (“¿seguimos la guerra contra los
de la fila uno?”); y, sin aguardar respuesta, sólo consciente de que en lides
tales el factor sorpresa suele ser decisivo, inicié con todo el arrojo de que
era capaz lo que ya suponía mi gesta consagratoria.
Medio centenar de flamígeros índices apuntaron
hacía mí, antes de que la maestra acabara de preguntar “¿quién fue?”.
Debió ser esa la primera vez que me sentí
entre comillas.
Si el paréntesis representa en gramática al
ahondamiento, las comillas son el signo propio del relieve. Entre ellas queda
establecida una zona de énfasis, de diferencia, de distancia. Al exaltar una
parte de lo que decimos, en realidad están exaltando sobre todo su límite
exterior; el punto donde, distinguiéndose y entrelazándose, esa parte se toca
con el infinito posible de cuanto queda más allá de ellas. Y basta mirar su
trazo (pequeñas comas elevadas como alas en el flanco de palabras y de frases)
para advertir que hay algo naturalmente jubiloso en dicha exaltación
La conciencia de sí, la identificación de lo
que se es a partir del contacto con lo que no se es, irá acompañada siempre por
una natural y saludable dosis de extrañamiento (“¿por qué yo soy yo y no soy
tú?”, “¿por qué estoy aquí y no allá?”). No obstante, en el universo judeocristiano,
donde ser es ya en sí mismo un pecado, extrañamiento pasa a convertirse de
manera automática en sinónimo de remordimiento.
La segunda vez que me sentí entre comillas fue
algunos meses después, todavía dentro de ese mismo ciclo escolar. Yo me había
mudado de hilera. Ahora encabezaba la segunda, ajeno a todo desliz guerrero. Y
además estaba enamorado. La memoria juega a decirme que había tenido la inmensa
suerte de ser colocado como compañero de pupitre precisamente junto aquella a
quien amaba, pero no resulta descabellado conjeturar que haya sido al revés,
que el ser su compañero de pupitre me hiciese enamorarme de ella. Hecho que,
por lo demás, se repetiría hasta cinco veces a lo largo de los años que duró mi
enseñanza básica.
Era práctica común de ciertos compañeros
deslizarse furtivamente bajo las papeleras de las bancas para atisbar desde ahí
las prendas y partes más íntimas del alumnado femenino. Yo mismo, antes de ser
arrebatado por el redentor espíritu de la pasión amorosa (que así a los seis o
los noventa años predispone el ánimo a la virtuosa acumulación de merecimientos
y dignidades), había realizado alguna incursión en la que, vale decirlo, la
ansiedad y la anticipada pesadumbre apenas me permitieron captar fragmentarias
y fugaces instantáneas de un par de fondos con olanes.
Para entonces, como digo, mi único interés
radicaba en merecer la estatura de los ojos deseados, y a ello me aplicaba con
todo el esmero de que era capaz.
A saber cuál habrá sido el contenido de la
súbita estratagema que ideé para hacerla reír esa mañana. Sólo recuerdo que
implicaba que yo me ocultara bajo la mesa del pupitre cuando entrara la
maestra. Gesto que la inevitable denunciante de todas las infancias (una de las
dos niñas que se sentaban detrás nuestro) dio en interpretar como práctica
flagrante del voyeurismo en boga. Aunque de todos conocido, merced a la
sospecha de afectadas y al clandestino alarde de ejecutores, hasta ese momento
no había conseguido probarse, de tal suerte que un prendimiento in fraganti
pasó a convertirse en esperada efeméride.
Injustamente convertido en reo ejemplar ante
los concurrentes, escuché a la maestra aseverar que ya que tenía tantas ganas
de ver ropa interior, iba a pedirles a las mamás de mis compañeras que llevaran
a la escuela toda la que tuviesen sucia en casa, a fin de que yo la lavara,
para al punto pasar a prometer efectos aritméticos inmediatos en mi
calificación mensual de conducta. Infiero que humillación pública y censura
académica provocaron comparativamente poco daño junto a la desolación
sentimental que me embargaba y sólo yo conocía: la conciencia del
envilecimiento ante los ojos amados.
Quién
sabe hasta qué punto el recato por estos meridianos se derive de identificar
exaltación con falta y énfasis con denuncia, arraigando la culpa como atavismo
y gesto reflejo.
Serán tantos sobreentendidos consustanciales a
la imaginería católica (por más ardides promocionales que los tiempos le
impulsen a adoptar) los que han inoculado a lo largo y a lo ancho de
generaciones un permanente y secreto pánico de evidencia, una renovada angustia
por resultar en última término mero relieve oprobioso bajo la mirada de dios.
No resulta sencillo anticipar el destino de un
pueblo arrojado al exhibicionismo mediático global, cuando sigue ejerciendo
como manifestación de genuino pudor metafísico el hábito de no desnudarse por
no sentir vergüenza, el hábito de inclinarse con mayor naturalidad a la
exhibición de los huesos que a la exhibición de la piel.
El saber como remordimiento, la acción como
autodenuncia, la vida como pecado, la muerte como expiación. La sospecha de
tener eternamente entre comillas, a la vista de todos, el vacío del pensamiento
y la soledad del alma.
Imagen: Buster Keaton en Cops (Cline-Keaton, 1922)