domingo, 7 de agosto de 2022

Las comillas.

 

 Cursaba el primer año de primaria. El medio centenar de novicios reunidos en el salón que me había tocado en suerte, fue distribuido en cinco hileras de dobles pupitres, siguiendo criterios que a estas alturas he olvidado.

 Bastaron pocas semanas para que las dos filas extremas (la uno y la cinco), que enmarcaban al grupo desde los muros norte y sur, descubrieran las fecundas virtudes bélicas que, conjugados, espacio público y útiles escolares podían ofrecer. Lápices, crayones, colores, sacapuntas y gomas, surcaban de improviso el aire en festiva y pertinaz lluvia, entre imprecaciones asustadas y alaridos guerreros.

 Extraño desde entonces a las más elementales normas de la convivencia civil, recién salido de una dimensión sin más medida que el juego, víctima de azoro, extrañeza, lentitud y torpeza congénitas, yo me sumaba animoso y feliz a tales arrebatos cada vez que veía a mis compañeros hacerlo, sin establecer ninguna relación causal entre la ausencia de la maestra y el inicio de la batalla.

 Cierta vez que una escaramuza había resultado especialmente emotiva, decidí en un arrebato tomar por mi cuenta y riesgo la reanudación de hostilidades. Localicé en el piso uno de los últimos proyectiles arrojados por el enemigo hasta nuestra trinchera. Un lápiz de color rojo carmín; precisamente rojo. Marca Blanca Nieves; precisamente la metáfora de la mujer y la manzana. Desatendiendo la inmensa calma chicha reinante, susurré alguna arenga al oído de mi compañero de banca (“¿seguimos la guerra contra los de la fila uno?”); y, sin aguardar respuesta, sólo consciente de que en lides tales el factor sorpresa suele ser decisivo, inicié con todo el arrojo de que era capaz lo que ya suponía mi gesta consagratoria.

 Medio centenar de flamígeros índices apuntaron hacía mí, antes de que la maestra acabara de preguntar “¿quién fue?”.

 Debió ser esa la primera vez que me sentí entre comillas.

 Si el paréntesis representa en gramática al ahondamiento, las comillas son el signo propio del relieve. Entre ellas queda establecida una zona de énfasis, de diferencia, de distancia. Al exaltar una parte de lo que decimos, en realidad están exaltando sobre todo su límite exterior; el punto donde, distinguiéndose y entrelazándose, esa parte se toca con el infinito posible de cuanto queda más allá de ellas. Y basta mirar su trazo (pequeñas comas elevadas como alas en el flanco de palabras y de frases) para advertir que hay algo naturalmente jubiloso en dicha exaltación

 La conciencia de sí, la identificación de lo que se es a partir del contacto con lo que no se es, irá acompañada siempre por una natural y saludable dosis de extrañamiento (“¿por qué yo soy yo y no soy tú?”, “¿por qué estoy aquí y no allá?”). No obstante, en el universo judeocristiano, donde ser es ya en sí mismo un pecado, extrañamiento pasa a convertirse de manera automática en sinónimo de remordimiento.

 La segunda vez que me sentí entre comillas fue algunos meses después, todavía dentro de ese mismo ciclo escolar. Yo me había mudado de hilera. Ahora encabezaba la segunda, ajeno a todo desliz guerrero. Y además estaba enamorado. La memoria juega a decirme que había tenido la inmensa suerte de ser colocado como compañero de pupitre precisamente junto aquella a quien amaba, pero no resulta descabellado conjeturar que haya sido al revés, que el ser su compañero de pupitre me hiciese enamorarme de ella. Hecho que, por lo demás, se repetiría hasta cinco veces a lo largo de los años que duró mi enseñanza básica.

 Era práctica común de ciertos compañeros deslizarse furtivamente bajo las papeleras de las bancas para atisbar desde ahí las prendas y partes más íntimas del alumnado femenino. Yo mismo, antes de ser arrebatado por el redentor espíritu de la pasión amorosa (que así a los seis o los noventa años predispone el ánimo a la virtuosa acumulación de merecimientos y dignidades), había realizado alguna incursión en la que, vale decirlo, la ansiedad y la anticipada pesadumbre apenas me permitieron captar fragmentarias y fugaces instantáneas de un par de fondos con olanes.

 Para entonces, como digo, mi único interés radicaba en merecer la estatura de los ojos deseados, y a ello me aplicaba con todo el esmero de que era capaz.

 A saber cuál habrá sido el contenido de la súbita estratagema que ideé para hacerla reír esa mañana. Sólo recuerdo que implicaba que yo me ocultara bajo la mesa del pupitre cuando entrara la maestra. Gesto que la inevitable denunciante de todas las infancias (una de las dos niñas que se sentaban detrás nuestro) dio en interpretar como práctica flagrante del voyeurismo en boga. Aunque de todos conocido, merced a la sospecha de afectadas y al clandestino alarde de ejecutores, hasta ese momento no había conseguido probarse, de tal suerte que un prendimiento in fraganti pasó a convertirse en esperada efeméride.

 Injustamente convertido en reo ejemplar ante los concurrentes, escuché a la maestra aseverar que ya que tenía tantas ganas de ver ropa interior, iba a pedirles a las mamás de mis compañeras que llevaran a la escuela toda la que tuviesen sucia en casa, a fin de que yo la lavara, para al punto pasar a prometer efectos aritméticos inmediatos en mi calificación mensual de conducta. Infiero que humillación pública y censura académica provocaron comparativamente poco daño junto a la desolación sentimental que me embargaba y sólo yo conocía: la conciencia del envilecimiento ante los ojos amados.

Quién sabe hasta qué punto el recato por estos meridianos se derive de identificar exaltación con falta y énfasis con denuncia, arraigando la culpa como atavismo y gesto reflejo.

 Serán tantos sobreentendidos consustanciales a la imaginería católica (por más ardides promocionales que los tiempos le impulsen a adoptar) los que han inoculado a lo largo y a lo ancho de generaciones un permanente y secreto pánico de evidencia, una renovada angustia por resultar en última término mero relieve oprobioso bajo la mirada de dios.

 No resulta sencillo anticipar el destino de un pueblo arrojado al exhibicionismo mediático global, cuando sigue ejerciendo como manifestación de genuino pudor metafísico el hábito de no desnudarse por no sentir vergüenza, el hábito de inclinarse con mayor naturalidad a la exhibición de los huesos que a la exhibición de la piel.

 El saber como remordimiento, la acción como autodenuncia, la vida como pecado, la muerte como expiación. La sospecha de tener eternamente entre comillas, a la vista de todos, el vacío del pensamiento y la soledad del alma.


Imagen: Buster Keaton en Cops (Cline-Keaton, 1922)