sábado, 29 de abril de 2023

Octavio Paz. Los signos de la luz. II de II.

 

He leído, ya no recuerdo en cuántos sitios, que su semblanza de Luis Cernuda en Cuadrivio representa una suerte de declaración de principios a propósito de su propia visión de la poesía y el oficio de poeta. Un lugar común que me parece fecundo, y al cual quiero consagrarle algunas líneas.

Es bonito eso de leerlo a usted comentando que Luis Cernuda al escribir sobre Paul Reverdy escribe principalmente de sí mismo; porque usted, escribiendo sobre Luis Cernuda, escribe principalmente de sí mismo; y yo, escribiendo sobre usted, escribo principalmente de mí mismo. Y en este juego de muñecas rusas —precisamente rusas, Octavio—, en este gato de pies de trapo con los ojos al revés, contándose y contándonos a todos una vez tras otra, me parece atisbar la figura del árbol, que tanto le hizo a usted ver y decir en sus poemas. Esa multiplicidad hacia arriba y hacia abajo, que es una por no ser una.

Pero no quiero dejarme llevar por la sugerencia metafórica. Íbamos a hablar de Cernuda; de usted hablando de Cernuda. A primer golpe de presentimiento, tengo la impresión de que Cernuda fue el poeta que a usted le hubiera gustado ser.

La poesía es siempre una pregunta. No define, no cierra, no categoriza. De un modo que a la vez acompaña, contradice y complementa a la meditación crítica y a la reflexión filosófica, el decir poético también está ahí para problematizar al mundo, para reformular su secreta complejidad al jugar a enunciarlo. Así que bajo ninguna circunstancia me permitiría decir que la poesía de usted niega la sombra o la contradicción. Pero considero que el tono que la poesía eligió para enunciar sus preguntas en usted es un inequívoco tono de transparencia, de claridad, de luz. Hasta la sombra es clara en usted, Octavio. Y suele asaltarme la sospecha de que eso en cierto sentido le pesaba.

Cernuda, como usted lúcidamente apunta, es un poeta con los  versos tocados por la contradicción, la imperfección, la cochambre, la duda; su pedazo de luz lo vive y lo alimenta desde esa mugre inmanejable, desde esa irrealización fatal entre realidad y deseo. Usted fue hasta el último día un poeta de certidumbres, Octavio. Y otra vez quisiera ser lo más claro posible en lo que estoy diciendo, para evitar equívocos y malas interpretaciones. Su obra también ilumina la contradicción; ni la evade, ni la domestica, ni la rebaja. Pero la voz poética de usted en todo momento se halla presidida por un acento afirmativo, celebratorio, primaveral, augural. A veces incluso daría la impresión de que se obliga a razonar para poner en entredicho tanta certidumbre.

Hay en Libertad bajo palabra unos ejercicios suyos en abierto homenaje a Carlos Pellicer; una suerte de continuación de la dilatada serie de sonetos que el maestro tabasqueño agrupó bajo el título genérico de “Horas de junio”, y que tienen en el volumen así llamado su desarrollo más completo y su cenit. Acaso ese temprano homenaje no sea sino una suerte de elocuente énfasis a propósito de cierta secreta y perdurable filiación entre ambos.

José Carlos Becerra, a quien usted le prologó El otoño recorre las islas en unos términos y con un enfoque sobre los que espero poder volver en otra ocasión, entrevistó alguna vez a Pellicer, a quien lo unían razones no sólo geográficas y literarias, sino de amistad y magisterio. El testimonio ha quedado recogido por José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid en ese mismo libro. Se trata de una entrevista que no tiene desperdicio; como nada lo tiene, según mi juicio, en la totalidad de la obra. No se trata sólo del diálogo entre dos poetas individuales, sino también entre dos generaciones, dos maneras de ser y de vivir tanto a la poesía y a la historia en general, como a la condición de ser mexicano en específico.

Si me lo permite usted, recordaré aquí las coordenadas generales de dicho diálogo, a fin de poder organizar mis ideas al respecto con mayor claridad. Becerra resulta caracterizable en más de un sentido como el James Dean de la lírica nacional. No sólo en razón de su muerte prematura en carretera, sino de su filiación generacional y de su angustiada madurez adolescente. Pero en esas páginas se reconoce y asume heredero y deudor de cuanto Pellicer representa y encarna. Y contempla arrobado cómo en las manos, las palabras y los labios del maestro, el universo entero adquiere o revela una consistencia y una cohesión no impostadas, una plenitud de sentido por encima de todo subterfugio. Dicha consistencia, dicha cohesión y dicha plenitud contrastan de manera radical con lo que los ojos de Becerra —y de su generación— miran, con lo que las palabras de Becerra nombran.

Aquel poema de José Carlos sobre las ruinas arqueológicas de La Venta quizá sea el que con mayor transparencia y amplitud logra narrar la paradójica zozobra: me encuentro ante efigies sagradas de las que provengo, y a las cuales me sé en la obligación de honrar, pero que al mismo tiempo se me han vuelto impenetrables, indescifrables, ajenas. ¿Qué debo hacer? ¿Venerarlas desde la incomprensión radical, circunscribiendo la sagrada ceremonia a mero convencionalismo hueco? ¿O derrumbarlas en manifiesto sacrilegio, sabiendo que ellas atesoraban la mayor parte, no digamos de las respuestas que busco, sino de las preguntas esenciales que intento penosamente organizar?

José Carlos optó por la segunda opción, mientras —como usted recordará con especial nitidez— la inercia histórica de la Revolución institucionalizada se adscribía sin disimulos ni pudores a la hueca convención, misma que exhibiría a plenitud todas sus aberrantes implicaciones el 2 de octubre de 1968.

Disculpe si me he demorado en demasía sobre este punto. Era necesario. Usted perteneció a una generación que todavía pudo sentir como propia y afirmativa la unidad del mundo que la Revolución inventó. Usted, aunque no viviera en presente la trágica epopeya, aún pudo abrevar directamente de sus significaciones. Cierto, representa la conciencia crítica de dicho tono afirmativo; ya no su celebración, conmemoración y exégesis propiamente épica, sino —me atrevería a decir— su meditación novelística. Y al hablar de Revolución, habría quizá que referirnos lo mismo a la específica que México transitó, que a la idea de la Revolución en tanto acto de regeneración constitutiva integral.

Dice Alfonso Reyes que a él desde niño lo perseguía el sol. Semejante declaratoria cabe aplicársela también a la escritura de usted, de principio a fin. La suya es una poesía solar; no con ese dejo de potencia celeste que adquiere, pongamos por caso, la de Rubén Bonifaz Nuño, pero sí con las infinitas potestades de la luz cuando es manto sobre el mundo. Poesía rayo, poesía transparencia, poesía resolana, poesía de nutricia restitución terrestre. Usted fue siempre, para bien y para mal, lo reitero,  un poeta de convicciones. Hasta cuando duda, duda con convicción; no digamos ya cuando ensaya. Es capaz de compartir con Pellicer la misma inequívoca dosis de confianza franciscana, en una proporción ya vedada para Becerra, pero al mismo tiempo diseccionándola reflexivamente.

Pellicer puede consentirse la inocencia sin que la voluntad de entendimiento aparezca como un ingrediente extra, como un añadido complementario; entiende siendo inocente: su forma de conciencia es la propia inocencia. A usted ya no le basta la pura experiencia de la inocencia como autosuficiente entendimiento de sí misma; continúa reclamando como propio el derecho a sus fulguraciones, pero al mismo tiempo se impone  o acata la tarea de someterlas a la más implacable y minuciosa revisión analítica. No me atrevería a decir que su amor es un amor más pensado que sentido; más bien se trata de que en su caso el amor sólo es susceptible de vivirse a plenitud como amor pensado. Por supuesto, el maestro Pellicer piensa siempre, hondamente; pero pertenece a una estirpe —la de Federico García Lorca— a la que para pensar le bastan los ojos.

Acá en Michoacán, se acordará usted, hubo un poeta al que persiguió siempre la sombra. Ramón Martínez Ocaranza lidió contra sus propios ojos y contra su propia voz, antes de asumir que la travesía de su decir estaba gobernada por la patología, la destrucción, la muerte: el asesinato ritual como condición indispensable para que en un futuro por ahora inconcebible pueda madurar otra vez la semilla de la palabra y la vida. Martínez Ocaranza, tal lo atestiguan numerosos versos de sus primeros años de escritura, persiguió con afán acentos afirmativos y celebratorios para la poesía, para el amor, para el pensamiento: tonos que invariablemente acababan por ensombrecérsele. Al final tuvo que reconocer y aceptar que era en esos tonos de sombra, en esa vocación de muerte, que la poesía había elegido pronunciarse a través suyo.

Yo estimo que con usted, Octavio, ocurre justo lo contrario. A usted le hubiera gustado ser capaz de madurar en el crisol de su palabra los signos del desasosiego, de la destrucción, de lo inconciliable, de lo patológico; tan presentes siempre en Cernuda, en López Velarde, en Pessoa, incluso en Darío. Pero tuvo que terminar aceptando, con humildad y entereza equitativas, que la poesía se había elegido en usted con los signos de la luz.