¿Cuál es el “verdadero” drama con que
Las batallas en el desierto de Jose
Emilio Pacheco invita a identificarnos? ¿El drama de una época marcada por el
autoritarismo institucional, la paranoia bélica, la discriminación racial y
social, la consolidación de la burguesía y de la clase política nacionales? ¿O
el drama de la pasión inconsumada por inconsumable, el drama del amor como
imposibilidad radical, el drama del amor que —más que descubrirse imposible en
el camino— nace y es precisamente por imposible?
Resonancia y diálogo con Pedro Páramo: ese poder capaz de tenerlo
todo, excepto justo aquello que de modo más íntimo anhela. Susana San Juan y
Mariana dan fugaz rostro y efímera nomenclatura, actualizándolo, a un arquetipo
quién sabe si intemporal, si eterno, pero al menos sí dilatadamente perdurable
dentro de las letras mexicanas.
Nace la poética nacional moderna de
la mano de Ramón López Velarde; al armonizar en el ensueño los inalcanzables
rostros del casto ideal pueblerino y de la citadina tentación (ojerosa y
pintada), otorga traza de mujer a lo imposible. Luego, Suave Patria cerrará la compleja ecuación al postular el acto de
amor como el único viable para mirar, pensar y habitar la nación sin vernos
aplastados por su peso.
Las batallas en el desierto debe mucho a la épica sordina velardeana. Por más que se
permita consignar, casi a modo de cierre, “de ese horror quién puede tener
nostalgia”, no cabe duda que algo de entristecido júbilo, de recuerdo absurdamente
feliz preside tanto la evocación como la reinvención. En diversos pasajes, sea
a partir de la memoria propia o de la memoria heredada (tanto por las ruinas
que el presente conserva, como por la confidencia familiar de las generaciones
de nuestros padres y abuelos), cada uno de nosotros puede enmarcar esenciales
fragmentos de su propia biografía, de sus
propias perplejidades y extravíos. Cada cual podrá realizar su propio recuento,
su propio listado de anécdotas y estampas. Poder alusivo que no ha dado la
impresión de caducar con el paso de las décadas.
Conviene, no obstante, realizar
algunos oportunos deslindes.
Todos nos hemos topado con cuentos y
novelas que aspiran a la perdurabilidad por vía del exhaustivo catálogo y la
anécdota coyuntural, y que es justo en virtud de dicha aspiración que terminan
resultando áridos, farragosos, carentes de la menor seducción y el menor asomo
de vida. Por lo regular, semejantes piezas participan también de otro vicio
acerbamente criticado y satirizado, y sin embargo sistemáticamente socorrido,
cíclicamente actualizado: suponer que entraña algún mérito poético calcar en la
página, con chata fidelidad de grabadora, el habla de la calle, de la milpa,
del antro o de Youtube.
El poder de Las batallas en el desierto hay que buscarlo más allá de la
referencia historiográfica o periodística, del confesionalismo nostálgico y del
chiste retro. Si el relato permite en un momento dado echar mano y dar pie a
todas y cada una de tales alternativas, saliendo vivo del intento y renovando a
cada vuelta de tuerca su frescura y su actualidad, es por algo más.
El amor imposible de Carlos por
Mariana no constituye tampoco un recurso estructural o un complemento temático
para reforzar un fresco social. Se trata antes bien del hondo y sutil énfasis
con que cada uno de nosotros suele situarse ante sus pasados esenciales, sean
estos personales, familiares o históricos. Todos hemos sido Carlos. No porque
todos nos hayamos enamorado siendo niños de alguien mayor a nosotros. No porque
todos tengamos registrado en nuestro
haber el testimonio de cuando menos un amor imposible. Sino porque ante
la belleza de un tiempo, una edad y una historia que no son nuestros (que no
pueden ser nuestros) y sin embargo dan sentido a los nuestros, sólo podemos
experimentar la misma doliente gratitud de Carlos, su mismo triste
entendimiento.
“Nunca sabré si vive aún Mariana. Si viviera tendría sesenta [setenta [ochenta]] años” remata la obra, con la misma melancolía de El aleph de Jorge Luis Borges:
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una
piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente
es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica
erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
La candente mañana de febrero que Beatriz Viterbo murió, después
de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo
ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían
renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues
comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese
cambio era el primero de una serie infinita.
Toda una declaración de principios, trazando forma y fondo las coordenadas de cuanto está por relatarse. Borges se impone la obligación de no condescender “ni al sentimentalismo ni al miedo”. Narrará con un desapego y un escepticismo que acusan siempre algo de pose y de autocrítica ironía, sin variar dicho énfasis en ningún momento. Es el tono de la voz del narrador envejecido y memorioso lo que ocupa el primer plano de principio a fin.
Uno de los juegos centrales de Las batallas en el desierto consiste
justo en la operación contraria. Pacheco no obvia jamás que la historia de
Mariana y Carlos, así como el contexto que a la vez posibilitó e imposibilitó
su amor, están siendo recuperados desde el presente. Sin embargo, el propio desarrollo
del relato termina por dotar al narrador actual de un aura de invisibilidad.
Para los lectores, Carlos es y será por siempre el niño que vivió la prodigiosa
aventura, no el hombre adulto que la relata.
Lo cierto es que, efectos ópticos
aparte, quien narra lo hace ya no desde la imposibilidad de tener a Mariana,
sino desde la imposibilidad de recobrar el tiempo que hizo de Mariana un
imposible. ¿Quién puede sentir nostalgia de ese horror? Tú que lo recobras con
entrañables acentos de ternura. Yo que lo leo, menos dejándome arrastrar por
ellos que descubriéndolos como mi propia condición y patrimonio.
¿Por qué podemos sentir nostalgia de
aquel horror? Tal vez porque la palabra horror sirve no sólo para designar la
desventura y la ignominia, sino también la desmesura y el prodigio; porque todo
aquello que para bien y para mal nos excede, acaba por resultar siempre
monstruoso. Pero también porque —incluso en aquellas instancias donde el
término horror remite en exclusiva o con prioridad a la desventura y la
ignominia— sigue tratándose de aquello contra lo cual debimos contrastarnos,
sobreponernos o aceptarnos para adquirir forma, nombre, catadura. No sólo nos
define nuestro límite, sino el punto de vista con que nos situamos frente a él.
En Las batallas en el desierto, el borgiano precepto de no rebajarse
ni al sentimentalismo ni al miedo parece importarles más bien poco al escritor
y a su personaje. El relato inicia enumerando las prendas de un anecdotario
retrospectivo cargado de enorme emotividad. Dado el prestigio popular de dicho
arranque (“me acuerdo, no me acuerdo”) quizá parezca un despropósito
caracterizarlo como carente por sí mismo de capacidad alusiva más allá del
círculo de los directos partícipes de la época a que hace referencia. No
obstante, considero que lo que termina por volver inolvidables esas primeras
páginas del texto, lo que eleva su repertorio de evocaciones a un plano
universalmente compartible, de ineludible interpelación para todo aquel que lo
lea, recién viene a transparentarse hacia el final del capítulo quinto.
Carlos acaba de conocer a Mariana. Y es entonces cuando adquiere el privilegio y la condena de mirar el mundo ya no como mera suma de datos y circunstancias, sino como un misterio que lo alude, lo demanda, lo implica:
Caminé por Tabasco, di vuelta en
Córdoba para llegar a mi casa en Zacatecas. Los faroles plateados daban muy
poca luz. Ciudad en penumbra, misteriosa Colonia Roma de entonces. Átomo del
inmenso mundo, dispuesto muchos años antes de mi nacimiento como una escenografía
para mi representación.
“El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos” le dice Ingrid Bergman a Humprey Bogart durante la entrada de los nazis a París, en Casablanca de Michael Curtis (1942). Su tono es a la vez de amargo azoro, nostálgica lamentación y coqueta disculpa. Para cerrar el capítulo donde Carlos y Mariana se conocen, José Emilio Pacheco reconfigura los términos de esa ecuación y ajusta la alquimia para convertir su sentencia en profesión de fe:
Enamorarse sabiendo que todo está
perdido y no hay ninguna esperanza.
¿Qué hago con estos nuevos ojos? ¿Qué hago con este total entendimiento, colocado en el reverso de cualquier necesidad de explicación? Acaso nadie dentro de la tradición lírica mexicana haya conseguido fijar el peculiar timbre de esa perplejidad, de esa infantil inocencia soberanamente reconquistada, como Carlos Pellicer en Horas de Junio:
Si estas manos vacías ya están llenas
/ al pensar en tu ser —lecho de arenas / con que las aguas doran su camino—, //
dónde ponerlas, manos asombradas / de mostrarse desnudas al destino / y
levantar al cielo llamaradas.