sábado, 29 de julio de 2023

Buñuel, objetividad y transparencia.

 

En su ensayo Luis Buñuel: la trama soñada, al referirse al hecho de que el cineasta aragonés privilegiara de su paso por el surrealismo ante todo lo que en él halló de exigencia moral, Daniel González Dueñas puntualiza:

 

…menos “moral” que ética y, más que ética, ethos.[1]

 

Y más adelante abunda:

 

Sin duda la moral envejece, pero el atributo del ethos es su intemporalidad, es decir, su vigencia siempre renovada. […]

La demanda radica en hallar —escribe [Theodore] Sturgeon— “un código basado en la sabiduría antes que en la obediencia”, algo superior a la moral e incluso a la ética (y que podría llamarse el código del soñador lúcido). Es justamente a ese tercer punto al que Sturgeon y Buñuel llaman ethos: un conjunto de principios libremente elegidos para guiar al hombre, que contribuye no sólo a su propia supervivencia o a la de su especie, sino a la sabiduría individual y colectiva concebida como un todo indivisible: un código de la transparencia objetiva. [2]

 

Es en dicha transparencia, proyectada en simultáneo del yo a los otros, de la vigilia al sueño, de lo íntimo a lo histórico y de la obra a la vida, que el surrealismo encuentra identidad, sentido, vigencia renovada; no en un listado de autorización para determinados contenidos temáticos y determinados atributos de manufactura formal.

Señala al respecto Julio Cortázar:

 

Sospecho que el surrealista prevé una reorganización ulterior de las jerarquías; su método, sus gustos, lo denuncian. No hay que considerar como definitivas sus jerarquías de la primera hora. La adhesión fetichista a lo inconsciente, la libido, lo onírico, se revela dominante porque aparece necesario enfatizar antigoethianamente las zonas abisales del hombre. Las figuras más inteligentes del movimiento supieron desde un principio que toda preferencia fetichista equivaldría a la negación del surrealismo.[3]

 

Y es que ante lo transparente hay que mostrarse precavidos. Pues resulta altamente propicio para equívocos automatismos, prestos a remitir toda transparencia a los términos de una diafanidad, una pureza y una candidez tan inofensivas como banales. Por supuesto, la transparencia objetiva no puede simplificarse en lineales términos de denuncia histórico-social. Pero lo social y lo histórico como indispensables zonas de resonancia para el ethos surrealista quedan debidamente delineadas cuando Luis Buñuel integra a Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930), como piedra de toque para el conjunto de su obra, ese perturbador documento fílmico de 1932 titulado Las Hurdes (tierra sin pan). Cerca de dos décadas más tarde, al rodar en México Los olvidados (1950), procederá a restituir íntegra la misma triple coordenada, en términos que no sólo se aproximan, por perspectiva y procedimiento, a los ensayados en las novelas mayores de Carlos Fuentes, sino que van un paso más allá, en franca consonancia con la propuesta narrativa de José Revueltas. 

Con la misma implacable mirada del mejor Fuentes, y confrontando un horizonte que, como en la obra de Revueltas, no ofrece puertas de salida ni hacia atrás ni hacia adelante —ni hacia el porvenir ni hacia lo pretérito— sino acaso nada más hacia dentro, hacia las zonas más hondas, intocadas y esenciales de ser a solas y ser con los otros, Los olvidados de Buñuel se mantiene fiel al ethos surrealista en la misma proporción que a su hora habían mostrado Un perro andaluz y La edad de oro. La idéntica virulencia de los escándalos que cada película a su turno provocó no debe por sí sola erigirse como concluyente carta de certificación para el riguroso sentido de unidad del corpus buñueliano, bajo riesgo de petrificarlo ahora en la mortaja del efectismo mediático y social; pero constituye no obstante un elocuente síntoma de hasta qué punto el cineasta continuaba arrostrando la misma perturbadora demanda de contemplar con total desnudez cada porción del mundo que viniera a colocarse delante de sus ojos. Fueran estos ojos los del sueño, los de la vigilia o los del deseo, pocas veces reivindicados a tal punto en equitativa estatura.

Aunque no irrelevante, el debate en torno a la mayor o menor adscripción neorrealista de Los olvidados, de acuerdo con  los postulados formales y discursivos que se generaran en Italia durante los años 1940, privilegia un asunto de periferia. Convertido en eje de aproximación a la cinta, dicho debate no sólo procede a descentrarla en específico, sino que termina sumándose a las múltiples distorsiones académicas e institucionales que la totalidad de la obra de Luis Buñuel ha debido padecer durante décadas. Cada nueva respetable autoridad —cinematográfica, historiográfica, sociológica o psiquiátrica—, sin desdoro ante la sostenida desconfianza de Buñuel hacia toda respetabilidad autoritaria, pareciera condenada a abandonar más temprano que tarde la demanda de renovar el diálogo con las abiertas preguntas que plantea, para imponerse la compulsión de circunscribirlas a la legitimación de sus propios, inamovibles presupuestos. Privilegiar la filiación surrealista de la filmografía del aragonés carece de valor en cuanto jaloneo más o menos erudito a la defensa de una escuela y una estilística. Lo que interesa es aproximarse a la obra tratando de corresponder en toda posible medida a la transparencia radical a la que invita, desde las coordenadas que ella misma plantea, y aprovechando en todo caso los pronunciamientos y los silencios de su artífice como una autorizada voz de primera mano para dicha aproximación. Sorprende la recurrencia con que, tanto la sostenida renovación de votos surrealistas de Buñuel, como su tenaz mutismo ante la agresiva exigencia de explicaciones y respuestas, tienden a ser desestimados, minimizados o veladamente condenados por numerosos analistas.

Concentrémonos en un ejemplo puntual. Los elogiosos comentarios vertidos por Jacques Lacan en función de la verosimilitud clínica de su planteamiento y desarrollo, han traído como consecuencia que la película Él, rodada por Luis Buñuel en 1952, tienda a privilegiarse y dictaminarse como una suerte de material didáctico institucionalmente certificado para los estudios de psiquiatría. Los méritos particulares que en cada caso den en ponderársele —bien de manera abierta, bien de modo subrepticio o hasta inconsciente— pasan a subordinarse al supuesto mérito central de haber plasmado un cuadro fielmente apegable a la sintomatología de la paranoia.

Menudean, así entre especialistas de acreditadas instituciones de todo el mundo, como en infinidad de comentaristas independientes diseminados por la red de internet, exhaustivas disecciones de Él, que colocan con avidez cada uno de sus pasajes, tomas, imágenes y planos bajo una suerte de implacable microscopio, en busca de conclusiones, explicaciones, dictámenes y esquemas. Rara vez se repara en que tales corolarios vienen condicionados de antemano por una premisa cientificista que ha sido dada por supuesta y que, en razón de su presunta obviedad, no se cuestiona nunca.

El símil del especialista en su laboratorio viene más que a cuento, toda vez que una de las predilectas referencias a citar en este tipo de textos son los comentarios vertidos por Buñuel durante una entrevista de 1961 para la revista Nuevo Cine, a propósito del personaje Francisco Galván, interpretado por Arturo de Córdova, y a quien aseveraba haber estudiado como a un insecto.

Para el imaginario común, estudiar a alguien como un insecto implica de suyo el establecimiento de una indisputable relación de verticalidad entre quien se eleva a estudioso (y enseguida se ve ungido por las convenciones de poder intrínsecas a estudio, saber y razón) y quien queda reducido a la condición de insecto (con todas las implicaciones que conlleva tipificar a alguien de tal guisa).  Apoyándose en semejante noción, la declaratoria de Buñuel se manipula para perfilar la imagen de un cineasta situado con seguridad y regocijo de taxidermista ante un objeto de observación al que no puede sino compadecer y escarnecer. Y, dado que Buñuel además “ha confesado” —término tan propicio a la delicia de los inquisidores de todo signo— cierto grado de identificación hacia su personaje, ello no puede entrañar sino una conmiseración y escarnio dirigidos antes que nada contra sí mismo, pero al punto reencausados con énfasis acusatorio contra todo ser humano. Como automáticos añadidos a la conocida propensión entomóloga del artista, a propósito de Él vienen una y otra vez a aprestarse en primer término, las similitudes de su carácter con el del Francisco Galván, documentadas sobre todo a partir  del relato biográfico que escribiera Marisol Martín del Campo sobre los recuerdos de Jeanne Rucar, esposa de Buñuel durante casi seis décadas; y enseguida las palabras del propio personaje durante la célebre secuencia en el campanario:

 

Ahí tienes a tu gente. Desde aquí se ve claramente lo que son: gusanos arrastrándose por el suelo. Dan ganas de aplastarlos con el pie. […] Yo desprecio a los hombres, ¿entiendes? Si fuera Dios, no les perdonaría nunca.

 

La ecuación ha quedado consumada. En tanto esa misma tendencia crítica dictaminó ya de antemano como temas dominantes para Buñuel a la violencia, la sexualidad reprimida y la antirreligiosidad, nada más natural que concluir —se diga o no abiertamente— que la de Francisco Galván en el campanario es la misma mirada que el aragonés proyectaba sobre el mundo, que es ese virulento juicio lo que sus películas compartieron desde el primer momento con nosotros, lo que siguen reiterándonos hoy todavía.

Pocos parecen interesados en recordar lo ajeno que para el ojo buñueliano resultó de principio a fin cualquier insinuación de suficiencia jactanciosa ante la realidad en general, y ante sus semejantes en particular. En el caso de Francisco Galván, durante la entrevista ya referida, justo antes de explicar que lo ha estudiado como a un insecto, Buñuel declara:

 

A mí me conmovía ese hombre con tales celos, con tanta soledad y angustia dentro y tanta violencia interior.[4]

 

La cultura responsable de institucionalizar al sentimentalismo como recurso predilecto para la grandilocuente dramatización de preocupaciones que no siente, y al melodrama como privilegiada estrategia para escatimar el más elemental ejercicio del pensamiento, reduce la acción de conmoverse al estatus de la caridad emotiva, propensa a derivar con la menor provocación hacia su extremo contrario: el nihilismo terminal. Al interior del corpus de Buñuel, conmoverse entraña por el contrario una comprometida transparencia frente a lo real, que remitida a la dimensión específicamente humana se traduce en esfuerzo de comprensión, generosa solidaridad y sostenido respeto.

La disposición de Buñuel hacia los insectos —y existen diversos testimonios esclarecedores a propósito del particular— no fue nunca la del infalible y socarrón clasificador de un mundo ya de antemano dictaminado, para quien los enigmas nacen con plena garantía de solución y usufructo. Buñuel veía en los insectos una privilegiada materialización de Lo Otro: inexcusable demanda de esclarecimiento que exige respetar su margen de imbatible impenetrabilidad.

 

Puedo ver una mosca durante no sé cuánto tiempo. Y lo que es un escarabajo, me pasaría horas mirándole. No lo entiendo. Para mí es el misterio de la vida. Lo incomprensible. Lo que está más allá.[5]

 

Quien con festiva ligereza se sienta autorizado para aseverar que, a través de la historia de Francisco Galván, Buñuel se limitó a enunciar “yo soy él”, no debiera obviar el hecho de que semejante declaratoria aparece en todo caso enunciada por una voz, una mirada y una conciencia peculiarmente sensibles desde su primer film a aquella célebre máxima rimbaudiana: “yo es otro”.



[1] González Dueñas, Daniel. Luis Buñuel: la trama soñada. Cineteca Nacional. México, 1993. Segunda edición.

[2] Ídem.

[3] Cortázar, Julio. Teoría del túnel. [En] Obra crítica /1. Alfaguara. Madrid, 1994.

[4] En González Dueñas, Daniel. Op. cit.

[5] En Aub, Max. Conversaciones con Buñuel. Aguilar. Madrid, 1985.