sábado, 26 de agosto de 2023

Los soldados de la Conquista.

A menudo continúa pensándose todavía que la peculiar violencia del proceso conquistador a lo largo y a lo ancho de cuanto acabaría convirtiéndose en la América hispánica, deriva del hecho de que quienes encabezaron no sólo las acciones militares, sino también los primeros trabajos de organización, administración y gobernanza, fueron soldados. Semejante idea amerita abundantes precisiones. Pues el ejército español, entendido como corporación de profesionales a sueldo, adscritos a una institución oficial castrense, no participó en la Conquista. Ni los Reyes Católicos, ni Carlos V, ni Felipe II enviaron a sus milicias profesionales propiamente dichas a combatir en América.

A través del sistema de capitulaciones, la monarquía había garantizado el patronazgo real sobre todas las labores de descubrimiento, conquista y colonización, delegando su financiamiento y su realización material en manos de particulares. Bajo semejante esquema, a las Indias podía concurrir no sólo cualquiera con un patrimonio a invertir y poner en riesgo, sino cualquiera dispuesto a ponerse al servicio de este o aquel inversor aportando los saberes de su oficio, cuando no fuerza de trabajo lisa y llana. Entre los inversores se contarían pues miembros de la alta y la baja nobleza, hidalgos sin abolengo genealógico pero con capital derivado del comercio y la propiedad de la tierra, y también acreedores de la corona (como resume ejemplarmente el monopolio alemán de la más temprana conquista de Venezuela, durante el reinado de Carlos V). Fue común también el caso de inversores que firmaron capitulaciones, pero no encabezaron las expediciones resultantes, convirtiendo en jefes de las mismas a representantes suyos, bajo riesgo de que acabaran obrando en beneficio propio.

¿Quiénes fueron aquellas gentes incorporadas a la gesta conquistadora? ¿De dónde surgieron esos capitanes al estilo de Hernán Cortés y Francisco Pizarro, sin riqueza, fama militar ni experiencia de mando al abandonar la Península Ibérica, pero convertidos de la noche a la mañana en genios del arrojo, la voluntad de mando, el empeño guerrero y la astucia política? ¿Cómo fueron abastecidas las tropas de anónimos soldados que la memoria de Bernal Díaz del Castillo se afana en singularizar nombre por nombre, historia por historia, para dejar constancia humilde y orgullosa de que existieron, respiraron, guerrearon, vieron?

Repasando las diversas listas disponibles, descubrimos que aquellos contingentes incluyeron en abundancia hidalgos de la baja nobleza, pero también y por encima de todo marinos, grumetes, artesanos, venteros, mercaderes, carpinteros, aserradores, herreros, barberos, sastres, albañiles, alarifes, mineros, hortelanos, labradores, licenciados, bachilleres, escribanos, contadores. A veces venían a desempeñar sus respectivos oficios, fuera como empleados de un capitán en jefe o como funcionarios de la autoridad real o eclesiástica. A veces se enrolaban como soldados. Recurrentemente, los giros de la fortuna en el Nuevo Mundo les hacían mudar al cabo de un rol a otro, cuando no alternar ambos.

¿Cómo fue posible que, llegado el momento, las huestes integradas por aquella diversidad de perfiles consiguieran exhibir una homogénea competencia militar?

Remontémonos a los inmediatos días posteriores a la conquista de Granada. El ejército que ha hecho posible la derrota del último reducto musulmán en tierra ibérica tiene una conformación jerárquica claramente establecida. Están las tropas de la corona, integradas por las guardias reales propiamente dichas, pero también por milicias de caballeros y por la legión de espingarderos, cuerpo todavía incipiente de infantería con armas de fuego; están las tropas de la Hermandad, considerado el primer cuerpo policiaco europeo; están las tropas privadas que aporta cada señorío; están las milicias concejiles, que la corona exige de todos los municipios de sus reinos. En conjunto se trata sin duda de una fuerza formidable y con un alto grado de eficiencia, pero no constituye todavía una corporación castrense estable a la manera moderna.

De cara a la inminente guerra contra Francia en territorio italiano, Fernando de Aragón procederá a la definitiva profesionalización de un ejército con tropas y reservas regulares, implementando una reforma crucial: el armamento general del pueblo. Anticipándose cuatro siglos a aquello de “piensa, oh patria querida, que el cielo un soldado en cada hijo te dio”, instaurará el servicio militar obligatorio en todos los dominios castellanos. Exceptuando a los religiosos y a la gente más pobre, cada individuo quedará obligado a recibir instrucción bélica, y a procurarse de acuerdo a sus posibles el equipamiento preciso para servir al reino en caso de necesidad.  La sobreabundancia de efectivos que no disponían de lo necesario para financiarse armamento de caballería, explica en parte el renacimiento de los cuerpos de infantería; esbozando desde esta temprana etapa los famosos tercios, que bajo los reinados de Carlos V y de Felipe II alcanzarán su esplendor, convirtiéndose en una de las mayores revoluciones militares de la historia, equiparable a las falanges macedonias y las legiones romanas.

Así pues, descontando a los miembros del clero, puede aseverarse que todos los varones naturales llegados a América desde los reinos de Castilla durante el período de conquista eran soldados. Antes de atravesar el océano, significativa parte de ellos se habían fogueado en las guerras italianas, bajo el mando general de Gonzalo Fernández de Córdoba, el célebre Gran Capitán. Su procedencia no quedaría reducida  a ninguna región en específico, aun cuando tópicamente suela subrayarse el papel de Extremadura, dada la llamativa cantidad de personajes destacados de origen extremeño, como Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Núñez de Balboa o Pedro de Valdivia. Escribía al respecto González Fernández de Oviedo, primer cronista oficial de las Indias:

 

…aunque eran los que venían vasallos de los reyes de España, ¿quién concertará al vizcaíno con el catalán, que son de tan diferentes provincias y lenguas? ¿Cómo se avendrán el andaluz con el valenciano, y el de Perpiñán con el cordobés, y el aragonés con el guipuzcoano, y el gallego con el castellano, y el asturiano o montañés con el navarro…? 

 

Pero este censo preliminar lejos está de otorgarnos el panorama completo. Deja fuera a las mujeres que arribaron para compartir destino y trabajos con maridos, padres, hijos y hermanos, para al cabo llegar a escribir en muchos casos su propia singular historia: María Toledo en La Española, Beatriz de la Cueva en Guatemala, María Escobar en el Perú, Ana de Ayala en el Amazonas, Isabel de Guevara en el Río de la Plata, Inés Suárez en Chile, Mencía Calderón en Paraguay. Deja fuera también a los extranjeros que arribaron desde prácticamente todos los rincones de Europa, fuera saltándose las normativas o recibiendo permisos especiales: portugueses, franceses, alemanes, holandeses, italianos, ingleses, irlandeses, griegos. Deja fuera el arribo clandestino de moriscos y judíos conversos, buscando nuevos horizontes tras la proscripción de su fe y la pérdida de los bienes peninsulares de sus respectivos pueblos. Deja fuera a los negros, esclavos o libertos, que en el caso específico de la Nueva España habrían sido los responsables de introducir, a través de dos de sus representantes, tanto el virus de la viruela como el cultivo del trigo.

Guardemos silencio por un momento y prestemos atención al viento que llega del oriente, trayendo el eco de todos aquellos rostros, todas aquellas voces, todos aquellos pasos, todos aquellos sueños. No, no es un error geográfico. Los reinos de la península ibérica pretendían alcanzar su propio extremo oriente. Portugal rodeando el África por el sur, Castilla rodeando el mundo por occidente. Pero si tomamos a América como punto de referencia, el extremo oriente comienza justo en la península ibérica, y es Castilla la que queda del lado del mar por donde sale el sol. Ese sol que ilumina, nutre, entibia, orienta y cobija; pero también encandila, calcina, devasta, incendia y seca. Escuchemos pues. Escuchemos en el viento oriental la estela del rumor de esas gentes llegadas desde el lado del mar por donde sale el sol, trayendo con ellas sus esplendores, sus sabidurías, sus hallazgos, sus creencias, sus memorias, sus ilusiones y sus empeños; y también, sí, sus miserias y sus yerros, sus temores y terrores, su oprobio y su cochambre. Como no puede ser de otra manera, donde quiera que el ser humano vaya.


Fotografía: Campesinos de la región de Extremadura en 1936.