No bien probaron el fruto prohibido, Eva y Adán
contemplaron sus cuerpos como si fuera la primera vez. En ese mismo instante, nacieron
el bolero y el danzón.
Supieron del prodigio. Y al saberlo, comprendieron
al fin el precio y el oprobio de la pérdida, que hasta ese día cumplido les
había resultado indiferente. No había sido que antes no murieran, era que daba
igual morir o no.
Pudo más el prodigio que el oprobio, pudo
más el hallazgo que la pérdida. Decidieron
vestirse, cubrir sus desnudeces. No por pena o por culpa, sino por regalarse hasta
el fin de los tiempos la opción de desnudarse, la opción de repetir letra por
letra la misma tentación bajo otros árboles, la mutua mordedura en otros
frutos, la infinita caída en sus dos cuerpos.
Trazaron nuevos planes. Los primeros, los
nuestros, los de toda la vida: trabajar, tener hijos, hacerse responsables de
sí mismos, defender el derecho de buscar, defender el derecho a estar perdidos,
no volver a vivir de prestado y a ciegas.
“En el principio fue la dignidad” iban cantando, muertos de la risa, a la hora de marcharse.
Los dueños del jardín lo encontraron vacío y con la reja abierta. Prestigio y amor propio por delante, escribieron la historia a su manera: el gerente que expulsa, el pecado, la culpa, la vida como eterna penitencia.