lunes, 12 de julio de 2010
PARTE METEOROLÓGICO
Es noche, llovizna apenas. Allá al fondo, el reflejo de las sombras y los árboles en el agua que estos días de tortuoso diluvio han acumulado, miente paisajes improbables valiéndose de territorios conocidos. Aunque quién sabe. A lo mejor lo que hace la lluvia es deslavarnos los ojos de costumbre para ver si somos capaces de mirar lo habitual en toda su perenne, inagotable novedad. Incluso aunque se trate de lluvias como estas, desacompasadas, agitadas, parecidas a un insomnio febril y solitario, de sábanas revueltas y almohadas en el suelo.
Sincopados, impredecibles y con cierta soterrada dosis de violencia sensual. Como solo de sax de Charlie Parker. Así han sido estos días de tormentas despeinadas en Morelia. Nada que ver con la añeja norma —quien sabe si real o si inventada por la piadosa desmemoria del deseo—, según la cual acá antes siempre llovía fuerte y cerrado al inicio de la tarde, para luego colmar de frescuras y amplitudes algodonosas el ocaso.
Cuánto lugar común. Dos párrafos de lluvia caprichosa más una evocación de Charlie Parker, y ya estamos de plano en el rol de perseguidores del perseguidor, jugando a hacer posar literatura la vida. Llamando con los nudillos a la puerta de Julio en pleno mes de Julio. Pretendiendo dibujar en la banqueta una rayuela que de todos modos no iba a verse (porque es de noche y la luz de las farolas todo lo asimila al contraste entre fragmentado fulgor y espesada penumbra; porque el suelo está encharcado; porque la llovizna deslavaría de inmediato la menor insinuación de tiza sobre el adoquín o el pavimento; porque apenas fuera del bolsillo, la humedad reblandecería hasta desmoronar el pedazo de gis entre tus dedos).
La ciudad como un inmenso pizarrón. La lluvia como implacable borrador, desvaneciendo el trazo, hasta hace un solo instante intrincadísimo, sólido, inexpugnable, de los íntimos afanes. La vida como una partitura mojada, que alguien comenzó a escribir y luego acabó lanzando arrugada a un rincón, porque el jazz no se escribe: se improvisa.
Habría tal vez que ir a recuperarla. La partitura, digo. Recogerla de su esquina bajo la ventana abierta, extenderla sobre la mesa, sobre el atril o sobre las rodillas, y mirar el modo en que el agua de lluvia le deformó a las notas su trazo original. Igual a pata de insecto. Igual al frío sudor de la tinta cuando el texto o el amor no salen. Igual al lápiz de sombra bajo los ojos de las muchachas, cuando las muchachas han llorado. Y entonces sí, tocarla. La partitura, digo. La tormenta que no ha llegado realmente a ser tormenta. La síncopa del cielo arrojándonos caprichosa su malévolo júbilo a jicarazos, a salpicares, a cubetadas.
He mirado poco las noticias en los últimos días. Casi no he abierto los periódicos. Demasiado trabajo, que por ventura en este caso no viene a ser sino lo mismo que decir demasiada vida por vivir. Pero aun así me he enterado. De nuevos episodios de la guerra que no vamos ganando. Del eterno retorno en el ritual electoral donde no estamos jugando. De las bombas en Bagdad. De la melancolía de los días sin futbol en Sudáfrica y más allá de Sudáfrica. Del tono apocalíptico que va adquiriendo la lluvia en latitudes cada vez más próximas.
Y siento acaso un poco de pudor por estar aquí, escribiendo estas cosas, mientras los corresponsales hacen su morboso agosto a costa de personas que lo han perdido todo dos segundos antes de lo previsto, dos segundos antes que el resto de nosotros.
Mas luego me pregunto si son de verdad más reales la lluvia nota roja y la lluvia profeta bíblico, que esta lluvia sin moraleja y sin efectos especiales. ¿Más importante el material patrimonio perdido y la monumental catástrofe ganada, que el disco que no sabes si debes oír, la caminata nocturna que no sabes si deberás acometer, el beso que no sabes si debiste dar? Ni melón ni sandía, pienso tal vez. Ni venalmente cínicos ante la desvergüenza. Ni comodinamente líricos frente a la urgencia. Pero saber salvaguardar el derecho a la mirada en el ojo del huracán. Brincar de memoria tu rayuela sobre los charcos del adoquín en sombras.
Sincopados, impredecibles y con cierta soterrada dosis de violencia sensual. Como solo de sax de Charlie Parker. Así han sido estos días de tormentas despeinadas en Morelia. Nada que ver con la añeja norma —quien sabe si real o si inventada por la piadosa desmemoria del deseo—, según la cual acá antes siempre llovía fuerte y cerrado al inicio de la tarde, para luego colmar de frescuras y amplitudes algodonosas el ocaso.
Cuánto lugar común. Dos párrafos de lluvia caprichosa más una evocación de Charlie Parker, y ya estamos de plano en el rol de perseguidores del perseguidor, jugando a hacer posar literatura la vida. Llamando con los nudillos a la puerta de Julio en pleno mes de Julio. Pretendiendo dibujar en la banqueta una rayuela que de todos modos no iba a verse (porque es de noche y la luz de las farolas todo lo asimila al contraste entre fragmentado fulgor y espesada penumbra; porque el suelo está encharcado; porque la llovizna deslavaría de inmediato la menor insinuación de tiza sobre el adoquín o el pavimento; porque apenas fuera del bolsillo, la humedad reblandecería hasta desmoronar el pedazo de gis entre tus dedos).
La ciudad como un inmenso pizarrón. La lluvia como implacable borrador, desvaneciendo el trazo, hasta hace un solo instante intrincadísimo, sólido, inexpugnable, de los íntimos afanes. La vida como una partitura mojada, que alguien comenzó a escribir y luego acabó lanzando arrugada a un rincón, porque el jazz no se escribe: se improvisa.
Habría tal vez que ir a recuperarla. La partitura, digo. Recogerla de su esquina bajo la ventana abierta, extenderla sobre la mesa, sobre el atril o sobre las rodillas, y mirar el modo en que el agua de lluvia le deformó a las notas su trazo original. Igual a pata de insecto. Igual al frío sudor de la tinta cuando el texto o el amor no salen. Igual al lápiz de sombra bajo los ojos de las muchachas, cuando las muchachas han llorado. Y entonces sí, tocarla. La partitura, digo. La tormenta que no ha llegado realmente a ser tormenta. La síncopa del cielo arrojándonos caprichosa su malévolo júbilo a jicarazos, a salpicares, a cubetadas.
He mirado poco las noticias en los últimos días. Casi no he abierto los periódicos. Demasiado trabajo, que por ventura en este caso no viene a ser sino lo mismo que decir demasiada vida por vivir. Pero aun así me he enterado. De nuevos episodios de la guerra que no vamos ganando. Del eterno retorno en el ritual electoral donde no estamos jugando. De las bombas en Bagdad. De la melancolía de los días sin futbol en Sudáfrica y más allá de Sudáfrica. Del tono apocalíptico que va adquiriendo la lluvia en latitudes cada vez más próximas.
Y siento acaso un poco de pudor por estar aquí, escribiendo estas cosas, mientras los corresponsales hacen su morboso agosto a costa de personas que lo han perdido todo dos segundos antes de lo previsto, dos segundos antes que el resto de nosotros.
Mas luego me pregunto si son de verdad más reales la lluvia nota roja y la lluvia profeta bíblico, que esta lluvia sin moraleja y sin efectos especiales. ¿Más importante el material patrimonio perdido y la monumental catástrofe ganada, que el disco que no sabes si debes oír, la caminata nocturna que no sabes si deberás acometer, el beso que no sabes si debiste dar? Ni melón ni sandía, pienso tal vez. Ni venalmente cínicos ante la desvergüenza. Ni comodinamente líricos frente a la urgencia. Pero saber salvaguardar el derecho a la mirada en el ojo del huracán. Brincar de memoria tu rayuela sobre los charcos del adoquín en sombras.