miércoles, 28 de julio de 2010

TROPIEZOS Y ENTRELÍNEAS



Pareciera que sucede cada vez menos, pero no es así. En el fondo, Morelia sigue siendo un lugar donde uno se la pasa encontrándose todo el tiempo con todo el mundo.
Cierto que la explosión demográfica ha contribuido a tender encima de la evidencia velos de disimulo hace algunos años impensables. Cierto que los márgenes potenciales para el anonimato, la clandestinidad o el desencuentro se han ampliado. Sin embargo, basta que uno apele al más somero muestreo empírico para advertir que el tropiezo recurrente conserva su potestad sobre esta mini-megalópolis, si se me permite el término. Uno sigue topándose con todo mundo. No solamente gente conocida; asombra repasar la cantidad de personas con las cuáles no has cruzado ni acaso cruzarás jamás media palabra, y sin embargo aparecen como constante siquiera escenográfica de tu diario transcurrir, forzando a veces la coincidencia hasta lo inverosímil.
Según mi juicio, la azarosa balanza de las probabilidades entre confluencia y divergencia transeúnte se mantiene, como mínimo, equilibrada.
No tengo intención de demorarme en las bonanzas o maldiciones que semejante estado de cosas puede aparejar. Antes bien he andado tratando de imaginarme últimamente cuánto más radical y diáfana debió resultar la situación en épocas pretéritas, cuando la población era mucho menos numerosa y la amplitud del espacio mucho más reducida.
De acuerdo con Ernesto Lemoine en su imprescindible estudio histórico-biográfico sobre Morelos y la revolución de Independencia, Miguel Hidalgo llegó a Valladolid en vísperas de cumplir doce años, hacia la primavera de 1765. Es decir, pocos meses antes de que el futuro Siervo de la Nación viera la primera luz.
Supongo quedará fuera de toda discusión el hecho de que, durante sus primeros paseos, transitares y correrías, el púber Miguel tuvo por fuerza que toparse a la joven Juana María Pérez Pavón, primero encinta y luego con su bebé en brazos. Doblando esta esquina, cruzando aquella plaza, refrescándose en esa fuente. A partir de ahí, ¿cuántas veces le habrá tocado coincidir con Morelos niño, antes de que a este, en plena adolescencia ya, le llegara la hora de partir rumbo a Tierra Caliente?
De ninguna manera pretendería yo insinuar aquí tempranas, secretas y no documentadas afinidades entre ambos. Mucho menos proponer fáciles geometrías metafísicas anunciando lo imposible de anunciar. Sin prueba alguna de lo contrario, asumo, como cualquiera asistido de mínimo sentido común, que aquellos encuentros más o menos cotidianos, propios de gentes que habitan el mismo espacio y tiempo pero no tienen apenas nada que ver entre sí, carecieron de cualquier relieve significativo verificable.
Pero, hasta donde alcanzo a deducir, Hidalgo era un hombre observador y vivaz, que debió consagrar muchas horas de su temprana juventud al estudio no sólo de las personalidades, escenarios y hechos más sobresalientes de su entorno, sino también al de esas sutiles prendas que los confeccionadores de catálogos para la posteridad consideran secundarias. Seguro estoy de que cuando, siendo rector del Colegio de San Nicolás, le presentaron a aquel estudiante que iba a iniciar cursos con diez años más de edad que el resto de sus compañeros de clase, el padre Miguel lo ubicó con prontitud. Hombre, de modo que este es el chamaco aquel del rumbo de San Agustín, cuya madre se encontraba (quizás, quizás, quizás) al servicio de los Iturbide.
Seguro estoy también de que la admiración de Morelos por el futuro Padre de la Patria, comenzó desde que le tocó mirarlo desde lejos, como privilegiado y natural protagonista de un destino de instrucción y posicionamiento social que a él le implicaría un largo rodeo de trabajo, privaciones y sacrificios.
Nada de ello modifica ni los datos fríos ni las hipótesis ponderadas. Entre Morelos e Hidalgo no hubo ninguna relación de relevancia historiográfica antes de su única y crucial reunión en el pueblo de Charo. El período de coincidencia en las aulas y pasillos nicolaitas estuvo restringido a distantes términos académicos y administrativos.
Vale, de acuerdo.
Pero hay zonas necesarias de la verdad, de la historia y del sentido, que escapan a la competencia de la ciencia histórica. Que tal vez sólo la literatura se halla capacitada para reconstruir, consignar, elucubrar, imaginar.
Una compartida multitud de impresiones visuales, táctiles, óseas, musculares, nerviosas; una retacería de meditaciones vagas, inconexas y triviales en relación al otro; un puñado de recuerdos sin relevancia cuantificable, pero sin duda nítidos, como los que nos asaltan al descubrir en una esquina improbable la silueta de un desconocido sin embargo recurrente, sin embargo habitual. Eso, que no es poco. Eso, que teje las historias de amor y la urdimbre invisible de los más perdurables sueños. Eso traían como patrimonio común encima de los hombros los dos padres venerables, el día aquel que comieron en Charo.
Y mientras hablaban de milicia, de política, de idearios y proclamas, ignorantes de que jamás iban a volver a verse, semejante repertorio —no cabe duda— tuvo que haberles hecho mencionarse, a cada uno en silencio, como entrelíneas, será posible, quién iba a decírmelo, qué vueltas da la noria, de haber sabido, de veras es aquél.
Con esas entrelíneas se fabrica lo que hace valer la vida.