En primer año me enamoré de una niña llamada Sol. En segundo año, mezclado con la facción masculina de las últimas filas durante los actos cívicos, me acostumbré a corear “sepuestro” en lugar de “sepulcro”, y a sustituir a voz en cuello lo de “ciña, oh Patria, tus sienes de oliva, de la paz el arcángel divino” por un no menos incomprensible “si ya Patria tu sien es de oliva, de la paz, de la paz, del divino”; como todos los demás, trataba de imaginar la cara de Masiosare, y remataba el juramento a la bandera diciendo “resistencia” en vez de “nuestra existencia”. En tercer año me obligaron a casarme en una kermesse. En cuarto año fui Vicente Guerrero durante los festejos de septiembre; mis patillas y mis entonces suficientes rizos entusiasmaron a la maestra, mi madre le disimuló los rótulos de US NAVY a mi chamarra azul celeste con borrega, y yo anduve todo el rato lidiando por mantener pechera de papel terciopelo rojo y charreteras doradas en su sitio. En quinto año me mudé de la Independencia a la Narvarte.
En sexto de primaria, fui sargento de la escolta por una breve temporada. Episodio en el que quiero demorarme con mayor pausa que en los otros.
Lo habitual durante la ceremonia de honores a la bandera, era que habiendo recibido de manos de la directora nuestro lábaro patrio, este cuerpo honorífico permaneciera en el centro del patio, presidiendo desde ahí los diversos números programados para el día. Pero sucedió que, con motivo de la visita de un inspector de la SEP, se había preparado una coreografía especial cuya realización contemplaba desplazamientos por el patio entero. Así que a mitad del evento, una atribulada profesora corrió a informarme que había que mover la escolta con todo y bandera, porque estorbaba.
Empotrarnos en nuestro puesto de partida era una maniobra contemplada para el final de las ceremonias, cuando devuelto el lienzo tricolor a su vitrina podíamos transitar en fila india a las espaldas de la banda de guerra. Hacerlo sin romper formación exigía improvisar. Improvisar ante los ojos apremiantes no sólo del estudiantado, de la planta docente y de la autoridad administrativa en pleno, sino también de la suprema encarnación de terror institucional conocida por todos los presentes (“va a venir el inspector, va a venir el inspector”) suponía un reto capaz de hacer temblar, estoy seguro, el pulso del más imperturbable general insurgente.
No pasó por mi cabeza ordenar media vuelta. No me atreví a aventurar una larga serie de conversiones que hubieran prolongado para todos el impás y la tortura. Cuanto se me ocurrió fue ordenar marcha atrás. Y marcha atrás volvimos a nuestro sitio, despejando el patio.
Al final del evento, algo descompuesta y poco menos que trémula, la subdirectora de la escuela vino a explicarme con acentos flamígeros que nunca, bajo ninguna circunstancia, la bandera nacional da marcha atrás. Como no había galones que arrancarle de la manga a mi suéter azul rey, perdí el cargo de sargento sin ceremonias y sin derecho a apelaciones. A las pocas semanas, mi hermana la segunda recibiría una severa reprimenda por romper un tambor, debido según el profesor responsable a su desordenado e impetuoso entusiasmo.