Cuando anduvo rodándose por Morelia, el título manejado para la película no era el que finalmente ostenta en cartelera, sino uno menos rimbombante y pretencioso: “Hidalgo Moliere”. Hasta marzo del año en curso, todas las notas periodísticas consagradas a ella continuaban llamándola por el mismo nombre. Así que fue de cara a sus últimos seis meses de promoción preestreno, cuando los responsables de publicitarla decidieron jugárselo a todo y nada por los terrenos menos imaginativos de la convención mediática.
Tengo la impresión de que este detalle, en apariencia tal vez irrelevante, bien puede servir de eje a la hora de procurar discernir con mínimo tiento los tinos y desatinos de “Hidalgo, la historia jamás contada”. Si, desde la concepción misma del proyecto y la escritura del guión, el equipo de trabajo se hubiera centrado en los horizontes que el título “Hidalgo Moliere” propone, hubieran evitado la mayor parte de las desmedidas promesas que “la historia jamás contada” acaba por incumplir.
La cinta se centra en el período que Miguel Hidalgo pasa en San Felipe Torresmochas, Guanajuato. Y emplea de leitmotiv central una puesta en escena del Tartufo de Moliere, que el párroco habría llevado a cabo con moradores del lugar.
No cabe duda de que semejante núcleo narrativo ofrecía por sí mismo un material más que fecundo para aludir con amplitud al pasado y al futuro del Padre de la Patria: refiriendo desde el presente, sin la menor necesidad de ilustrarlos, sus años formativos y sus años de insurgencia. Pero el peso de los monolitos es grande. Sobre todo cuando, sin importar cuánto empeño ponga tu discurso en denostarlos, acaban colándose por la puerta trasera.
De acuerdo con todos los participantes del proyecto, desde los productores hasta los miembros del elenco, pasando por el director Antonio Serrano y el guionista Leo Mendoza, “…la historia jamás contada” pretende apartarse de los lugares comunes con que acostumbramos ver rodeado y construido al héroe, para mostrarnos su lado humano. Pero en vez de asumir dentro de sus quizá modestos y poco escolarizables términos la anécdota base planteada, ceden desde el primer momento a la previsible tentación de convertirla en glosa directa de los momentos institucionalmente definidos como culminantes. Como si a final de cuentas no confiaran en que la historia del hombre común, por quien en teoría han optado, fuera a bastarse por sí misma.
El problema no radica en que alternen ciertos antecedentes formativos y ciertos ruinosos consecuentes del personaje histórico elegido, con el desarrollo de una línea argumental bien específica, sino que los diversos elementos jamás terminan de justificarse entre sí. No de cara a la historiografía, ni de cara al gusto de la crítica, ni de cara a la particular idea que cada cual pueda tener respecto a los motivos y las obras del futuro párroco de Dolores; de cara a la coherencia de la propia historia que están tratando de contar.
Según mi parecer, la aventura referida es la de un eclesiástico criollo algo maltrecho, debido a la dinámica social de su tiempo y a las concretas enemistades que por carácter y obras se ha granjeado; un hombre que, lejos del centro de ilustración urbana que le era propio, se empecina en defender su gusto y su derecho por todo aquello que el orden dominante en torno suyo juzga políticamente incorrecto: lecturas, amistades, placeres, hábitos. Según mi parecer, el hecho de que el espectador sepa de antemano a qué figura del santoral nacional aluden dichas peripecias, bastaba por sí mismo para generar todas las sugestivas alusiones que la propuesta pretendiera colocar sobre el tapete.
Acaso les haya parecido un planteamiento en exceso marginal. Acaso a fin de cuentas la tentación del bronce (poco importa que se trate de mostrarlo oxidado), resulte irresistible cuando se pisan este tipo de terrenos. Acaso, puestos a conseguir el premio que en última instancia posibilitó el rodaje de la cinta, fuera indispensable asumir un compromiso de ilustración didáctica más ambicioso (“ofrecer una amplia y necesaria panorámica de la vida del héroe” o algo así; esa jerga que todos los aspirantes a beca hemos contribuido a depurar desde el salinismo hasta la fecha).
Contra lo que pueda parecer a simple vista, contra lo que genuinamente puedan suponer los artífices al respecto de su obra, contra lo que estén condicionados a impostar por razones publicitarias, exhibir devastada y confusa a una figura habitualmente infalible y victoriosa no entraña ninguna innovación de fondo, sino apenas un cómodo, convencional y efectista matiz de grado.
El protagonista de Hidalgo Moliere oscila, sin casi consentir ninguna tonalidad intermedia, entre el arrebato impulsivo y el llanto impotente. Lo cual basta y se justifica de sobra como eje y motor para la historia central que está narrándose; esto es, de cara a las vicisitudes de un clérigo caído en desgracia, que desde su peculiar exilio se aplica a reivindicar con intransigencia sus más mundanas convicciones. Sin embargo, de cara al bosquejo biográfico e histórico general que la película aventura con pasajes ajenos a ese núcleo anecdótico (los años de formación de Hidalgo, así como sus últimos días de enjuiciado, reo y fusilado) resulta precario a todas luces. Ni el más acérrimo anti-hidalguista del mundo se atrevería a omitir, como rasgo definitorio del héroe, la lucidez, pero el personaje configurado por Antonio Serrano y Leo Mendoza no da visos de semejante virtud por ningún lado, en ningún momento. Nadie podría creerlo perito en escolástica ni estratega político.
Si la intención era presentar la obra histórica del padre de la patria como fruto de la pura obcecación y la pura amargura, alineándose con los oficiosos redactores de la historiografía neoliberal, la cinta tendría que haberse preguntado cómo iba a reelaborar, asimilar o disimular todas aquellas zonas de la vida y la personalidad de Hidalgo imposibles de explicar a partir de la calentura o el berrinche.
Si, como quiero más bien creer, de lo que se trataba era de mirar al héroe dentro de una perspectiva específica bien delimitada, para en todo caso provocar en el espectador, a partir suyo, inferencias de más amplio alcance, debió renunciarse no sólo a la grandilocuencia épica sino también a la grandilocuencia patética.
Ni abrazo de despedida con Morelos, ni sangriento pinchazo de inquisidor en la calva. Solamente Miguel, que llega a caballo a su destino, que se arropa en toda suerte de intrigas provincianas (eco distorsionado de la política de las grandes capitales), que se rodea de una pintoresca galería de personajes secundarios (varios de ellos memorables), que se aplica a traducir y representar el Tartufo como un acto de revancha; y que baila, y que mira, y se opone, y se indigna, y bebe, y desea, y fornica, y ama. Una historia de amor con final feliz, que le dejara a la audiencia el azoro y la duda de un Padre de la Patria desligado de su ministerio religioso y viviendo con mujer (“¿y después?, ¿qué pasó después?, déjenme con las ganas de conocer pasada la película mi historia que no me sé”). Acaso únicamente, como guiño final para todos los más allá de la Historia con mayúscula, la pregunta a Ignacio Allende camino de Dolores (“¿le gusta a usted el teatro?”).
Conste que no estoy inventando nada. Todo lo enumerado está en Hidalgo Moliere. Todo lo enumerado —me atrevo a aventurar— era Hidalgo Moliere. Antes que una relectura provocativa de Hidalgo so pretexto del bicentenario, más bien un homenaje al oficio teatral so pretexto de mirar a Hidalgo de cuerpo entero. Pero cuesta trabajo cumplir con “una” historia jamás contada cuando se calculan los réditos de prometer “La” historia jamás contada. Los resultados están a la vista.
Y es una pena. Por todo lo ya dicho, pero sobre todo por la magnifica interpretación de Demián Bichir. Acaso exagere, en función de la incondicional simpatía que el actor me ha causado siempre, pero creo que al margen del naufragio argumental en que se entrampa la cinta, y de la limitada y contradictoria gama de registros planteados a partir de ahí desde la dirección y el guión, nunca la pantalla ni grande ni chica había conseguido presentar un Miguel Hidalgo semejante. Y los ejemplos contemporáneos para contrastar abundan. La distancia entre el Hidalgo de “Gritos de muerte y libertad” y el de Bichir, es más o menos la que separa al Hidalgo mural de Orozco de las estampitas de papelería.
Por lo demás, la tentación de disculpar la película en función de su actor, me la refrena el personaje. Junto con los méritos que son del dominio público, acaso el legado más importante que Miguel Hidalgo y Costilla dejó para nosotros, haya sido esa incómoda manera suya de responsabilizarse de sus hechos, y no sólo de sus buenas intenciones.