sábado, 6 de marzo de 2021

Los perros del amanecer.

Alcancé a cursar primer grado de secundaria en el Distrito Federal. Al año siguiente, corriendo 1984 y estando yo por cumplir trece años, nos trasladamos a vivir a Morelia. Desde el momento en que tuve preliminar noticia de la mudanza como mero proyecto, juré que a la primera oportunidad emprendería el camino de vuelta a la ciudad de mi infancia.

Y en efecto regresé. Infinidad de veces. Pero sólo de visita. Acumulando en la garganta, con cada nueva escala, una dulzona amargura de imposible, propia de esos amores inmunes a toda borradura, por más que asumas con fatal entendimiento que no habrán de consumarse jamás.

Las siguientes vacaciones veraniegas me permitieron arraigar en definitiva una incondicional y perdurable devoción por Los intocables; aquella serie televisiva hoy clásica, rodada en los años sesenta pero bajo un apego bastante estricto a las convenciones del cine negro de los cuarenta. Con Robert Stack a la cabeza interpretando a Elliot Ness, ficcionaba la lucha entre Al Capone y el equipo especial de policías federales que acabaron por enviar a prisión al emblemático mafioso, aunque  por asuntos legales detrás de cámaras el argumento convertía en antagonista central a su colaborador Frank Nitti.

Dicha devoción había comenzado a perfilarse de oídas por vía materna desde que era muy pequeño. Mi mamá siempre cultivó el hábito de relatarme tanto sus sueños como las películas que iba a ver al cine con mi papá, y a las cuales por mi edad yo no podía tener acceso. Sus relatos hacían —siguen haciendo— acopio de una minuciosidad laberíntica, así como de toda suerte de confusos retrocesos narrativos. De modo que a la trama de El exorcista, Kramer contra Kramer, Cuando el destino nos alcance, Tootsie, Coma, Naranja mecánica y muchas más, yo me acostumbré a asomarme más desde la sugerencia emotiva que desde la nitidez argumental. Así también fue construyéndose mi ávida expectativa en torno a Los intocables y a la serie bélica Combate; aunque en este último caso me vería más bien defraudado, puesto que Combate me resultó desde el primer momento aburridísima.

En el verano de 1985, una de las cíclicas oleadas retro del Canal Cuatro o del Canal Nueve había incorporado ambos programas a su oferta nocturna. Cinco días a la semana, en horario si no mal recuerdo de veintidós horas para Combate y de veintitrés horas para Los intocables. Como esos canales televisivos no llegaban entonces a Morelia, me consagré a sacarle el mayor provecho posible a la coyuntura vacacional.

Mis hermanas y yo nos habíamos ido a instalar durante algunos días en casa de mi abuela materna. Puede decirse que la casa de nuestra infancia, aun cuando en sentido estricto jamás hayamos llegado a vivir ahí. La casa de nuestros sueños y de nuestros ensueños. La casa en que, por convencional y cursi que así dicho suene, se nos entregaron de principio a fin tanto el corazón, el juego, la risa, la magia y lo sagrado, como los olores, sonidos y sabores más perdurables de nuestras vidas. La casa que acostumbraba regalárnoslo todo, aunque por lo regular no hubiera en ella sino poco menos que nada.

Casa de vecindad todavía con paredes de adobe, apolillados postigos de madera pintados de rojo, duela chirriante en el espacio correspondiente a lo que alguna vez había sido la estancia, y robustos vigones sosteniendo techos que a mí se me antojaban altísimos. La alargada cocina no tenía tarja, de modo que los trastes debían ser lavados en el lavadero de la azotehuela. La llave del lavadero siempre estaba asegurada con el amarre de una media de popotillo, para contener sus eternas fugas. El baño era una reducida caseta junto al lavadero, con una cortina de plástico en vez de puerta, y sin espacio dentro más que para su vetusto escusado de cadena; los adultos se bañaban a cubetadas ahí mismo, mientras que a los niños se nos habilitaba para tal menester una tina de lámina en la cocina. El espacio originalmente concebido como estancia para sala y comedor, se había transmutado en dos recámaras por el sencillo método de introducir un tocador y un ropero en el medio. La recámara propiamente dicha la recuerdo mayoritariamente convertida en bodega, para mercancías del propietario de un puesto de salchichonería en el Mercado de la Lagunilla; hombre que llevaba ya muchos años de relación con mi abuela, y a quien mi abuela tenía por costumbre referirse en reverente y hermética mayúscula como “Él”.

La vecindad estaba ubicada en la añeja pero jamás respetable colonia Guerrero. Sobre Mosqueta, a media cuadra del cruce entre Reforma y Eje Central. Durante la época previa a la Conquista, esos eran los límites de la parcialidad tenochca de Copolco, perteneciente al barrio de Cuepopan, y sirvieron de escenario para diversas batallas donde los mexicas consolidaron su poder ante los de Tlatelolco. Me gusta imaginar que fue justo por la zona de la casa de mi abuela que Hernán Cortés estuvo a punto de ser aprehendido y de dejar el pellejo, cuando a un año de la llamada Noche Triste él y sus hombres se internaron por tales rumbos, pretendiendo vengarse en el primer aniversario de la afrenta, y saliendo con el yelmo doblemente abollado.

Podría decirse que los dominios de mi abuela, su habitual zona de caminatas, consejas  y evocaciones, se extendían por el poniente hasta la Plaza Garibaldi y el Mercado de la Lagunilla, abarcando como imantadas prendas postales para mis ojos de niño el Club Bombay, el Burlesque del Colonial, el Teatro Blanquita, la Carpa México, la iglesia de Santa María la Redonda, los comederos de San Camilito, e incluso el frontispicio de la Arena Coliseo; por el oriente, dichos dominios llegaban hasta la calle de Guerrero, abarcando el Mercado Martínez de la Torre, la iglesia del Inmaculado Corazón de María donde hice la primera comunión, la vieja estación del metro, los expendios de tacos y tarros de tepache helado, ecos de una nomenclatura de calles para mí imprecisables y misteriosas: Soto, Camelia, Zarco, Héroes, Magnolia, Moctezuma.

Había pasado pues extensos y esenciales pasajes de mi infancia en el escenario más propicio del mundo que cupiera concebir para la mejor de las novelas negras. Pero no llegaría a tomar conciencia de ello sino justo en el par de vacaciones de verano a las que estoy refiriéndome: las vacaciones largas de mis catorce y mis quince años. De ninguna manera hubiera podido ser antes, y sin embargo el paso de los años no ha conseguido diluir en mi pecho la impresión de que fue demasiado tarde.

Y es que aquellos días del verano de 1985 —no recuerdo cuántos, ni si correspondieron a julio o a agosto—, sin que hubiese manera de preverlo, fueron los últimos que pasé en casa de mi abuela. Como digo, la casa de mis sueños y de mis ensueños: la casa que definió inadvertidamente y por anticipado mi vocación por la literatura.

Evitemos equívocos. Al predio en sí continué regresando todavía durante más de veinte años. Y al hacerlo, reencontraba en él tanto a mi abuela como a todo el repertorio de enseres y perfumes que me la convirtieran desde niño en eje cardinal de lo impalpable, en rosa de los vientos del prodigio. Pero las paredes de adobe, la larga cocina sin tarja, los vigones en el techo altísimo, los postigos de madera y el escusado de cadena estaban cerca de desaparecer sin ningún género de metáforas ni de apelaciones. En breve sobrevendría el sismo del 19 de septiembre; y aunque la vetusta y descascarada vecindad conseguiría sobrellevarlo en pie, las correspondientes afectaciones orillarían a demolerla, para alzar en su lugar uno de esos ejemplares de catálogo a la postre habilitados por toda la Ciudad de México para relativo resarcimiento de millares de damnificados. Relativo resarcimiento, porque lo esencial de los espacios que amamos, y de cuanto somos capaces de inventar en ellos, queda fuera de la jurisdicción de los ladrillos, los ingenieros y las dependencias de desarrollo urbano.

Vuelvo pues a aquel inadvertido epílogo vacacional, correspondiente a las vísperas del sismo del ochentaicinco. Mientras mis tres hermanas debían dormir aún en la cama dispuesta tras el tocador (un desvencijado tambor de resortes, un roñoso colchón y un montón de almohadas rellenas de retazos de tela), yo en razón de mi edad y de mi progenitura había adquirido desde antes de nuestro exilio moreliano el privilegio de dormir en un catre frente al televisor, al lado de la cama de mi abuela. Como mis hermanas manifestaran que también querían ver Los intocables, mi abuela se las arregló para que todas pudieran acomodarse con ella, acostadas a lo ancho y con los pies sobresaliéndoles de las cobijas. Sólo que, cumplido el turno de la telenovela nocturna que acostumbraba ver, había que aguardar todavía una hora; y Combate mostró desde el comienzo cualidades soporíferas sobre nosotros. Así que para cuando Elliot Ness y su equipo aparecían en pantalla, el único que permanecía despierto era yo.

No, Combate no me gustaba para nada. Pero como consideraba indispensable llegar a Los intocables en elitista soledad, me negaba a darles a mis hermanas el gusto de cambiar de canal mientras duraba la espera. Y me fingía interesadísimo en las peripecias bélicas de la trama, aun cuando los párpados se me cerraran de aburrimiento.

Ignoro si algo así continúe pasando entre algún sector de las nuevas generaciones, pero durante aquella época una prenda fundamental para certificar que habías dejado atrás el pueril territorio de la infancia consistía en dormirte lo más tarde que se pudiera. No era que debieses consagrarte a alguna actividad en particular; se trataba simplemente de que en un momento dado miraras el reloj, y te certificaras transitando usos horarios por lo regular sólo autorizados para la fiesta familiar de fin de año. La desvelada tenía valor de madurez por sí mismo.

Recuerdo por ejemplo una reunión en casa de uno de los hermanos de mi papá. Los adultos cantaban, reían, bebían, discutían y jugaban cartas en la sala. Los niños habíamos terminado por concentrarnos en una recámara tras la llegada de la noche. Ya la mayor parte roncaba, despatarrada por aquí y por allá, pero los primos mayores empeñábamos ingentes esfuerzos en ser los últimos en dormirnos, saliendo a mirar cada tanto el reloj para comprobar lo tarde que era, lo lejos que habíamos llegado esta vez en eso de ganarle la pulsada al sueño.

La adquisición definitiva de dicho certificado, sobrevino para mí en las vacaciones a que aludo. Porque no se trataba sólo de mirar completo el capítulo de Los intocables, sobreponiéndome a cuantas cabezadas me hubiese impuesto previamente Combate; sino de luego ponerme a mirar la tanda de películas hollywoodenses de los años cuarenta y cincuenta que venía a continuación, con manifiesta voluntad de permanecer despierto hasta el amanecer. Sonará medio absurdo y bobo así dicho, pero de eso se trataba: de mirar las primeras luces y escuchar los ladridos de los primeros perros del amanecer filtrándose por debajo de los postigos, sin haber pegado ojo en toda la madrugada.

Claro que eso de no pegar ojo en toda la madrugada, resultó a lo largo de aquellos días bastante relativo. El sueño me derrotaba con frecuencia y a traición. Al punto de que entre todas aquellas películas (tres por noche, según mis cuentas) sólo recuerdo a cabalidad una de ellas, titulada La mala semilla: relataba la historia de una encantadora niña, tocada desde la cuna por el sello quién sabe si genético o sobrenatural del mal, y que regida por sus caprichos iba consumando toda suerte de atroces crímenes.

La suprema coronación del reto correspondía a la certificación de mi hazaña por parte de testigos y relatores. En principio mi abuela, quien despertando cada tanto a lo largo de la noche, blandamente procedía a amonestarme siempre con la misma frase de preocupación: “¿todavía estás despierto?”. Enseguida, y de manera central, mis tres hermanas, quienes al levantarse y descubrirme aún frente al televisor encendido, procedían a admirarse ante la proeza de que no hubiese dormido yo para nada. En última instancia mis papás —cuando en unos días más vinieran a recogernos—, a los cuales el relato de mis desveladas les certificaría hasta qué punto había ya crecido, hasta qué punto había dejado atrás la niñez.

Como digo, en los hechos dormí bastante durante aquellas noches, vencido por el sueño con recurrencia pese a mis más voluntariosos afanes. Aunque eso sí, de manera entrecortada y superficial; atento en duermevela al menor movimiento de la cama de junto, para proceder a ostentarme absorto en lo que estuviera sucediendo en ese momento en la pantalla.

La medida de aquel bobalicón y medio delirante heroísmo ha quedado asociada en mí, de manera indeleble, a las peripecias de Elliot Ness y de sus Intocables. El programa sigue gustándome muchísimo, y cada tanto vuelvo a darle un vistazo a algunos de sus capítulos, para irritado tedio de mi mujer y de mi hijo. No sé si atenuaría un poco la molestia de ambos, confiándoles que más que a la coloratura en blanco y negro, las intrigas policiales, las ambientaciones, los personajes y la inolvidable voz en off, a lo que trato en el fondo de volver es a las vacaciones de aquel verano de 1985; al último puñadito de días que pasé en la casa de mi infancia, mi memoria y mis sueños. A aquel Elliot Ness de catorce años en calzoncillos, ensayando entre las cobijas de su chirriante catre la medida posible de su modesto heroísmo, mientras aguardaba a lo lejos el inminente, inapelable, irreversible ladrido de los perros del amanecer.