sábado, 10 de julio de 2021

El tiempo futuro.

El futuro que realmente contaba hasta antes de cumplir los doce años, al menos para mí, era siempre un futuro de corto plazo. Un futuro cuyas promisorias virtudes tenían menos que ver con la novedad que con la perspectiva de una ansiada reiteración: el próximo fin de semana, la próxima Navidad, el próximo cumpleaños, el próximo Día de Reyes. La próxima vez.

Me estoy refiriendo hasta aquí, por supuesto, sólo a los filones venturosos de dicha noción de futuro. Pero tampoco creo que, en el lado oscuro de la luna, las opciones oprobiosas de inmediato porvenir quedaran configuradas de forma demasiado distinta. Se trataba de la misma exacta lógica, sólo que en negativo: la próxima nalgada, la próxima serie de inyecciones de penicilina para aliviarme la inflamación de anginas, el próximo pleito entre mis padres, la próxima derrota del Atlante.

No quiero decir que no existiese para mí una noción de futuro con más amplia magnitud y dilatado plazo. Pero como era una noción que me resultaba por demás difusa, y en esa misma medida harto atemorizante, la verdad es que prefería no frecuentarla. Entender que habría un mañana donde yo, tal como me concebía, no sería más yo (y sin embargo al mismo tiempo no dejaría de ser yo) me llenaba los ojos de metafísicas lágrimas, durante mis entonces escasísimos lapsos de insomnio. Maldecía en silencio a ese extraño en el que sin remedio habría de convertirme, que ya no viviría bajo el mismo techo con sus hermanas y sus padres, ni jugaría con los juguetes con que me gustaba jugar, ni estaría enamorado de la niña a quien en ese momento me encontraba dispuesto a consagrarle mi amor para toda la eternidad. Maldecía, pues, básicamente, a este que soy ahora.

Y no es que me halle en posibilidad de rebatirle al niño aquel ninguna de sus furibundas impugnaciones. Tenía razón. En cada una de ellas tenía razón. Si pervive en algún inconcebible cruce del tiempo y del espacio, espero le sirva de vengativo consuelo saber que no dispongo ya de ninguna de sus potestades y mercedes en materia de futuro.

Sigo, sí, anticipando con alborozo los festines de corto plazo y padeciendo las zozobras propias de toda inminencia no grata. Pero el futuro se ha convertido sobre todo para mí en esa inconmensurable magnitud de plazo largo, proyectándonos a todos en pos de nadie sabe qué. Será que se llega un momento en el cual la palabra mañana deja de ser ese vasto cúmulo de singulares islas, que había que ir saltando de una en una sin excesiva preocupación por el conjunto de la travesía, y pasa a volverse una masa continental tan compacta como insondable, de la que comprendes que no podrás hurtarte: una apretada espesura en la que sin remedio te tendrás que internar.

Estando ya no me acuerdo si en cuarto o quinto de primaria, las autoridades federales convocaron a todos los estudiantes de nivel básico en el país, para escribirle una carta a un niño del año dos mil. Al menos en mi clase, el asunto no se declaró obligatorio, sino a personal decisión de quienes quisieran participar. Yo, siempre dispuesto a enaltecerme frente a los ojos maternos —antes incluso de haber acumulado el menor mérito que permitiera sustentar tal enaltecimiento— llegué a casa proclamando que participaría.

Escribiría mi carta para el niño del año dos mil, mi maestra la seleccionaría para representar a mi grupo, la dirección la seleccionaría para representar a mi escuela, el inspector la seleccionaría para representar a mi zona escolar. Y por qué no contemplar verosímil la alternativa de que me hiciera acreedor al primer premio (la verdad no recuerdo ya en qué consistía), en virtud del talento y la sensibilidad tantas veces encomiados por la gente de mi estima.

Faltaban un par de semanas para el cierre de la convocatoria, y yo podía consagrarme a soñar despierto con el día en que subiría al estrado para estrechar la mano del Secretario de Educación, o quién sabe si hasta del Presidente de la República, entre los aplausos de la multitud que asistiría al evento, y sobre los cuales destacarían tanto los vítores de mi mamá como la devoción orgullosa de la niña de quien estaba enamorado. Versión infantil modelo años setenta de cierto recurrente espécimen en torno a todos los certámenes literarios (pasados, presentes y futuros), huelga decir que yo conjeturaba cada una de esas triunfales estampas sin haber escrito una sola línea.

Día tras día y hora tras hora, puntual  aparecía algún buen motivo para diferir la escritura de la carta que me haría famoso. Jugar con mi hermana la segunda, releer por enésima oportunidad algún ejemplar de mi siempre inestable colección de historietas de El Hombre Araña o Los Vengadores, ver las caricaturas o no hacer nada. A fin de cuentas, redactar mi misiva para el niño del año dos mil iba a ser cosa de una sentada, y sin duda de breves minutos. No tenía la menor idea de lo que iría a escribir, pero podía sentir que las palabras iban a brotar espontáneas, inspiradas y sin ningún esfuerzo, cuando llegara el momento.

Conforme la fecha de entrega fue acercándose —para seguir con esto de los certámenes literarios y los perfiles prototípicos que los sustentan— mi disposición anímica comenzó gradualmente a variar. No que renunciara yo a los ensueños de gloria. Todo lo contrario. Volver a imaginar la apoteótica ceremonia de mi premiación me permitía incorporar las reacciones admirativas de mis compañeros de clase, de los alumnos de otros salones, de los profesores de mi escuela, de mis tíos y primos; y hasta conjeturar beneficios suplementarios: por ejemplo, recibir toda suerte de regalos como consecuencia del entusiasmo que provocaría mi triunfo. Pero la material escritura de mi carta consagratoria daba ya en aparecérseme más bajo la especie de molesta obligación que bajo la de indoloro trámite. Me quedaba bien claro que no había escrito nada, y que cada día transcurrido disminuía mi margen de plácida holgura, para transmutarla presión exasperante.

Ya más de un lector se considerará a estas alturas en condiciones de anticipar el desenlace de la fábula. A fin de cuentas, la participación en el concurso aquel no era obligatoria. Y mirándolo bien, ¿no resultaba medio tonto eso de andarle escribiendo cartas a alguien que todavía no nacía? Siendo sinceros, tampoco es que estuviera yo muriéndome de ganas por estrechar la mano del Secretario de Educación Pública. Sin contar el montón de presumidos, ególatras y megalómanos con que debe uno codearse cuando accede a figurar como postulante para la obtención de cualquier medalla. Total, si para el año siguiente volvían a abrir la convocatoria, podría prepararme ahora sí con más tiempo para escribir mi carta. Al llegar el viernes previo al lunes en que los interesados debían entregarle su texto a la maestra, yo había decidido ya, con ecuánime madurez, renunciar a la contienda. Que otros disputaran por el vano oropel de los honores y los premios.

Sin embargo, el previsible, conocido, habitual ciclo de dicha fábula, no contaba con mi mamá. Quien no sólo se tomaba tremendamente a pecho las obligaciones filiales en materia de compromiso escolar y palabra empeñada. Sino quien, para mi mayor desgracia, había considerado desde siempre admirable el modo en que (según la leyenda, y según la película Mexicanos al grito de guerra con Pedro Infante) la mujer de Francisco González Bocanegra encerró bajo llave a su desidioso marido, para obligarlo a redactar la letra del Himno Nacional. El domingo, pasada ya la hora de la comida, me preguntó cuándo había que entregar la carta para el niño del año dos mil, y si ya la tenía yo lista. Con mi expresión más flemática y mundana, le informé que había que entregarla al día siguiente, pero que no se preocupara, porque había decidido no participar.

Ese es el problema con el futuro. Acaba por llegar siempre. Sea que se trate de la siguiente semana, del vencimiento de la convocatoria, de las canas en el bigote o del año dos mil. Y no va a tratarse nunca, por venturoso u oprobioso que resulte, de lo que hubieres (futuro de subjuntivo) querido o temido que fuera: sino simple y llanamente de lo que toca que sea, de lo que tenía que ser. La tarde de aquel domingo me tocó a mí consagrarla, íntegra, bajo amenaza de no irme a dormir hasta que no terminara, a la escritura de mi carta para el niño del año dos mil.

¿Año dos mil? Vaya una instancia inconcebible. Para entonces iba yo a tener casi treinta años. ¿Cómo podía imaginar eso? Ni siquiera mis papás habían cumplido todavía treinta años. El futuro, como esa dimensión ignota, monumental y abstrusa, a propósito de la cual sólo puede hablarse en los términos más imprecisos, había venido a plantarse delante de mí con la exigencia de perfilarlo mediante palabras y frases bien concretas, hechas de tinta sobre papel, y sin que para ello me viera yo espoleado por ninguna entusiasta expectativa, ni por ningún espantado presentimiento, sino por la más tediosa obligatoriedad.

Mi mamá conserva todavía por ahí la carta. Como suele suceder en estos casos, al esforzarme por escribir algo, siendo que no tenía voluntad alguna de escribir, acabé refugiándome en la más generosa de las patrias: el convencional repertorio de los lugares comunes; en el año dos mil no habría guerras ni contaminación. No obstante, el sentido utópico de la infancia resulta algo radical, propicio para fundirse sin ninguna manifiesta intención con lo apocalíptico. En un momento dado, pasaba yo a profetizar que para esa fecha todos los automóviles habrían sido destruidos, sin que me importara en lo más mínimo de qué medios iban a valerse las personas para trasladarse. Los automóviles del mundo quedarían inhabilitados, y se les trasladaría a una especie de monumental tablajería industrial para verse aplastados uno a uno, lo mismo que bistecs. Con el cúmulo de hojas de metal multicolor resultantes se construiría una flor inmensa, en torno de la cual todos los niños del año dos mil bailarían una ronda, tomados de la mano.

Mi imaginación adulta, merced a sus atrofias y a su acumulado aprendizaje literario en materia de verosimilitud cuantitativa, es incapaz de figurarse el aspecto que podría tener una flor confeccionada a partir del aplanamiento de todos los automóviles de la Tierra. Y se pregunta cómo diablos concibió probable el niño que fui, organizar a los miles de millones de menores de edad que habitarían el orbe para una ronda, siendo que día tras día le tocaba atestiguar y protagonizar el imposible de sus treinta o cuarenta compañeros de grupo en el patio, tratando de no romper la fila y de tomar distancia como indicaba la maestra. Tanto la monumental flor de automóviles reciclados, como el masivo círculo de infantes tomados de la mano alrededor de ella, quedan en extravagante galimatías metafórico: lo más cerca que me he aproximado, y conseguiré aproximarme jamás, a los herméticos delirios de San Juan en Patmos.

Tampoco es que importe demasiado esclarecer visualmente la metáfora. Los niños del año dos mil son hoy, en un alto porcentaje, adultos cerca de cumplir treinta años. Los mismos treinta años que mis padres no habían entonces todavía cumplido. Los mismos treinta años que consideraba tan inaccesibles  y distantes para mí, y cuyo umbral sin embargo traspuse hace ya tanto.

Pero no es la inquietud del tiempo dándole implacable y concéntrico alcance a todos sus augurios, lo que ahora, cerca de rematar ya estas líneas, solicita mi curiosidad y mi atención, sino antes bien cierto detalle en el que sólo ahora reparo, por absurdo que pueda parecer. Y es que, si mi mamá conserva hasta hoy la carta que escribiera yo en cuarto o quinto de primaria para el niño del año dos mil, significa que dicha carta no llegó a verse incorporada jamás a los canales burocráticos de las dependencias de gobierno patrocinadoras del certamen.

Mi memoria quiere delinear, como entre neblina, la siguiente escena: mi maestra, responsable de la primera, preliminar selección al interior del grupo, elige los textos de otros compañeros y no el mío. Aunque tampoco resultaría del todo inverosímil la hipótesis de mi mamá, conmovida hasta las lágrimas por la flor de automóviles y la multitudinaria ronda infantil, y decidiendo conservar la carta para sí.

Menos mal que me hice escritor. Conozco el arduo, esmerado y poco espectacular esfuerzo indispensable para considerar (siempre que conserves un mínimo sentido de decencia y autocrítica) que un texto tuyo amerita la atención ajena. Sé hasta qué punto los esquivos y equívocos laureles de la gloria literaria obedecen a factores por completo ajenos a la voluntad del ilusionado postulante, y que entre ellos el azar y la suerte no son los menores ni los menos habituales. Y entiendo que, a menos que estés dispuesto a hipotecar significativa parte de tu tiempo y tu hígado en las relaciones públicas, ante los certámenes literarios es menester situarse, por básica salud mental y emotiva, con la misma humilde disposición del hombre que semana tras semana compra su cachito de lotería aunque no se haya ganado nada (como no sea algún reintegro).

De lo contrario, ya estaría en este momento maldiciendo a mi maestra y a mi mamá, como funestas responsables de que no ganara yo el concurso aquel.


Imagen: Escena de la película Our Hospitality (1923). Escrita, dirigida y protagonizada por Buster Keaton.