sábado, 17 de julio de 2021

Memorias de Casanova.

 

A Ivonne

Debía yo tener cosa de veinte años cuando vi por primera vez la película Casanova de Federico Fellini. Una de esas multitudinarias sesiones de videocasetera VHS ante el televisor durante las cuales, en compañía de mis hermanas y un puñado de amigos, íbamos  abriendo los ojos y el alma a inéditos horizontes de mirada, bajo la capitanía de Tarkovski, Wenders, Bergman, Visconti, Godard, Kurosawa, Scorsese, Greenaway, Szabó…

Sin duda, en aquel momento mis impresiones debieron privilegiar la carnavalesca franqueza erótica de diversos episodios de la cinta. Aunque ya desde ahí—y con cada vez mayor énfasis al transcurrir las revisitas y los lustros— entre mis estampas predilectas hubo que anotar también todos sus melancólicos pasajes presididos por la bruma. A la postre, Casanova de Fellini se resume en mi sentimiento y mi memoria como aquel canal veneciano por el que se desliza la góndola de una languidísima y sonriente dama. Aquel enorme cadáver de ballena a manera de carpa principal en el centro de la Feria de Ningunaparte. Aquella colección de muñecas de la giganta luchadora. Aquel enjambre de candelabros descendiendo en la sala de un teatro, a la espera de ser apagados tras la función. La final y tétrica transfiguración del protagonista en autómata de caja de música.

Pero Casanova de Fellini fue por encima de todo para nosotros, desde el primer día, cierta melodía que aparece y desaparece cada tanto por aquí y por allá en diversas escenas, entonada por algún personaje o recuperada en alas de algún instrumento a manera de música de fondo. Y cuando digo “para nosotros”, no me refiero a todas las personas que hayan podido estar presentes durante aquella remota sesión de cineclub doméstico, sino en concreto a mi hermana la menor y a mí. Ambos quedamos prendados de la melodía, y durante unos pocos días pudimos atesorar entre ambos el frágil hilo de sus notas. Al cabo terminó sin embargo extraviándosenos, sin verosímil restauración a la vista.

Eran otros tiempos. Las cosas no quedaban a un clic de distancia. Para recuperar la tonada perdida habría sido necesario no sólo volver a rentar la película en el videoclub y tomar nota de sus créditos. Habríamos tenido que aguardar la próxima visita a la Ciudad de México y hacer una escala en la mítica Sala Margolín de la Colonia Roma, única tienda de discos conocida por nosotros donde acaso por milagrosa ventura se encontraría disponible el correspondiente soundtrack (sin duda importado y carísimo). Demasiado esmero para un sutil motivo musical que nos había seducido de modo tan contingente y tan por completo irresponsable.

De entonces a la fecha, debo haber visto Casanova tres o cuatro veces más. Recuperando intacto, al escuchar la tonadilla a la que aludo, el mismo embrujo de aquella lejana tarde de principios de los años noventa, aunque mi hermana la menor ya no haya estado presente en ninguna de las nuevas sesiones para compartirlo conmigo. A su turno, cada una de tales veces me dije que ahora sí anotaría la referencia musical, ahora sí retendría en mi memoria la tonada, ahora sí empecinaría esfuerzos tratando de agenciármela de modo definitivo a través de alguna grabación. Para atesorarla conmigo, para compartírsela a mi hermana. Pero ni anoté, ni retuve, ni empeciné. Casanova no es una de mis películas favoritas. Vamos, Casanova no es ni siquiera la película de Fellini que más me gusta, y antes de ella tendría que anteponer una lista no frugal: Ocho y medio, Amarcord, La Strada, Y la Nave va, Ginger y Fred… De hecho, en términos fílmicos mi Casanova favorito tampoco es el que ahí encarna Donald Sutherland, sino el magistralmente inmortalizado por Marcello Mastroianni en La noche de Varennes de Ettore Scola.

Así que cualquier ulterior reencuentro entre la tonada y yo, propiciado sin duda por la elección de determinada escena de la película para ilustrar algún tema en clase de Literatura o en taller de Teatro, parecía predestinado a repetir la misma suerte. El perentorio llamado de sus notas, sin importar cuán íntimo y punzante en cada nueva oportunidad, resultaba demasiado tenue. Uno de esos llamados que se quedan eternos, pronunciando tu nombre por detrás de la oreja, pero los cuales sólo consigues recobrar cada tanto por azar de determinados silencios. Y que se van postergando sin querer siempre para después, siempre para después. Hasta que sobreviene ese silencio inevitable de las horas postreras, y es sin apelaciones ya demasiado tarde.

Quisieron no obstante el silencio, el azar y el destino que esta vez las cosas sucedieran de forma diferente. Que esa tonada (su llamado calladito por detrás de mi oreja) y yo, nos reencontráramos fuera de las coordenadas habituales de la agenda de nuestra historia en común. Y que procediera por fin a rastrearla, sin que ello supusiera acallar ni domesticar su misterio, sino antes bien prolongarlo en ondas concéntricas e infinitas, como acostumbra siempre suceder tratándose de este tipo de casos.

Durante las últimas semanas he estado preparando el terreno para internarme en el estudio de la obra dramática de Luigi Pirandello. Un documental sobre el Risorgimento italiano por aquí, algunos textos sobre la crisis del Yo al arrancar el siglo XX por allá, mucha historia de Sicilia, apuntes diversos de Leonardo Sciascia en el primer centenario de su nacimiento.

Como parte de dicha empresa, una de estas tardes me puse a mirar en la pantalla de la computadora cuadros del maestro —renacentista y siciliano—  Antonello da Messina. A fin de hurtarme de las estridencias reguetoneras del departamento de junto, busqué algo para escuchar con los audífonos en youtube. Aclaro que habitualmente no me molestan las estridencias reguetoneras del departamento de junto, con el cual mantenemos una relación cordial, civilizada, así como unos usos decibélicos y horarios mutuamente habitables. Pero el reguetón de fondo no me resultaba lo más adecuado para internarme con propiedad en el universo pictórico de Antonello. Así que localicé un álbum de música medieval siciliana, y continué mirando.

Como una dulcísima cuchillada recibida a traición (no por cuchillada menos dulcísima, no por dulcísima menos cuchillada), comenzó a sonar en un momento dado la tonadilla aquella del Casanova de Fellini. No por supuesto en la versión que muestra la película, sino como leitmotiv solista de una remota flauta, quién sabe si heredada de los árabes o de los bizantinos. Sólo que, en ese instante justo, la tonadilla inesperadamente recobrada carecía de cualquier relación con las sucesivas ocupaciones imperiales en suelo siciliano, con Casanova y hasta con Fellini. La tonadilla había pasado a ser en exclusiva mi lejana hermana vuelta melodía, el eco de su ausencia espesándose niebla en torno a mí, el pulso de la atlántica distancia entre nosotros

Dejé de lado a Antonello da Messina. Aprovechando las ventajas que en materia de acopio documental nos brinda la era de internet, tras unos minutos había dado con el soundtrack de la película de Fellini en general y con el esquivo tema de mis desvelos en particular.

El soundtrack, como norma de principio a fin dentro de la filmografía del realizador italiano, era obra del compositor Nino Rota. En cuanto a la melodía que nos enamorara a mi hermana y a mí, ya he dicho que aparece y desaparece en varias oportunidades a lo largo de la cinta. Pero sin duda su momento estelar, el que por sí mismo ganó nuestro incondicional favor, corresponde al remate del episodio con La Giganta.

Casanova, abandonado en un camino anónimo y lejos de todo, primero advierte a la Giganta inmensa y solitaria a la orilla del mar. Después es derrotado por ella en una pulseada tabernera. Enseguida asiste a un completo despliegue de sus dotes de combatiente en una suerte de silo de cuerdas a manera de jaula, donde hace sucumbir a un buen número de rivales masculinos sin apenas despeinarse. Por último, la pareja de enanos que la invicta dama tiene por compañeros y sirvientes, permite que Casanova espíe furtivo, a cambio de unas monedas, la tienda donde se aloja; la Giganta se comporta ahí dentro como la más frágil e inocente de las niñas. Culmina la peripecia con la Giganta bañándose dentro de un tonel en compañía de los dos enanos, mientras canta:


 Pin penin, Valentin, pan e vin.

Pin pedin, Valentin, fureghin.

La xe le vogie i caprissi de chea 

che ayer la gera, la gera putea.

 

 Casanova se adormece arrullado por aquellos versos, que en boca de la Giganta tienen casi tanto de canción de cuna como de ronda infantil y de encantamiento brujeril. Cuando despierta, Giganta, enanos y tienda han desaparecido. Como si se hubiese tratado de una fantasmagoría, una quimera, un sueño.

Merced a los recursos de la red virtual, tampoco me fue demasiado difícil dar con la letra de la canción. Otro cuento en cambio resultó tratar de desentrañar el significado de sus versos. Aún cuando yo hubiera dado con la melodía en un compendio de antigua música de Sicilia, resultó que la copla no estaba escrita en siciliano, sino en véneto, la lengua propia de la vasta región donde se halla ubicada Venecia. Y que Pin Penin es un juego de palabras ampliamente extendido en esa región, equivalente según creo entender a nuestro De Tin Marín De Do Pingüé.

De niña, a la hora de dirimir reparticiones en los juegos, mi hermana la menor no solía echar mano del De Tin Marín, sino de otra cantilena perteneciente a la misma progenie: “zapatito blanco, zapatito azul, dime cuántos años tienes tú”. Todavía la última vez que las distancias nos permitieron pasar juntos un cumpleaños, se valió de ella para formar las parejas de algún juego de mesa entre abuela, hijos y nietos, exasperándonos risueñamente por su personal versión de la cantilena, ampliada hasta lo interminable.

De acuerdo con las pesquisas internáuticas que yo por mi parte continué, y que a cada paso amagaban ellas también ampliarse hasta lo interminable, los versos de Pin Penin que aparecen y desaparecen a lo largo del Casanova de Fellini no fueron extraídos de la tradición popular, sino que fueron escritos expresamente para la cinta por el poeta Andrea Zanzotto.

Hasta donde recuerdo, de Zanzotto no había tenido hasta ese momento noticia alguna en mi vida. Me bastó una somera navegación por media docena de sitios web, para entender que muchos le consideran el poeta italiano más importante de la segunda mitad del siglo XX. Y para sentirme profundamente avergonzado. Yo que me digo lector de poesía. Yo que hasta a veces condesciendo a considerarme poeta.

La vergüenza dio paso al alborozo cuando seguí navegando y comencé a toparme con algunos poemas de Zanzotto, así como con un conmovedor apunte autobiográfico suyo en prosa. Palabras mayores, Zanzotto. Uno de esos Maestros a quienes les descubres la enormidad humilde y la insondable hondura a las primeras líneas. Y como además resultaba que aquella no había sido su única colaboración con Fellini, las razones para comenzar a amarlo se multiplicaron de inmediato.

¿Y la vergüenza por tan penosa laguna formativa e informativa? Diluida en la alcantarilla de los egos inútiles. Nadie lo sabe todo. Nadie nunca jamás podrá saberlo todo. A la voluntad por conocer, a la curiosidad por saber, hay que saber acompasarla según las impredecibles vueltas con que el azar nos vuelve prendas de su propio Pin Penin, su propio Tín Marín, su propio Zapatito Blanco.

Unos días antes de que cierta música de reguetón en el departamento de al lado me llevara a recobrar más allá de toda expectativa la canción de la Giganta, y a descubrir por semejante sendero la poesía de Andrea Zanzotto, mi hermana la menor había tenido oportunidad de caminar un rato por Venecia. La Venecia donde Casanova nació. La Venecia cuya cercanía le permitió a Zanzotto volverse un poeta universal sin tener que abandonar su pueblo natal.

Cierro los ojos y puedo imaginar a mi hermana inserta en cualquiera de los pasajes venecianos de la película de Fellini, tarareando la tonadilla de la Giganta, rescatando un volumen de poemas de Andrea Zanzotto en un tenderete de libros, contemplando su propio rostro reflejado en el agua de todos los canales. Yo, mientras tanto, me preparo para poner punto final a este texto y armarle un paquete virtual que incluya también las versiones del soundtrack de Nino Rota y del álbum de música medieval siciliana. Con la misma disposición inexpresable con que hace una eternidad (antes de las sesiones VHS ante la videocasetera, antes de que llegara el reguetón, antes de que desapareciera la Sala Margolín) iba a poner en el buzón la carta recién escrita que ella abriría en Guadalajara.

El rostro que devuelve el reflejo en el agua del canal es el mismo y es otro. El suyo, el mío. Entonces, hoy. Zapatito blanco, zapatito azul, dime cuántos años tienes tú. Bien claro lo está diciendo ahora mismo en nuestro oído la voz de la Giganta, recobrada de aquí y ya para siempre:


 La xe le vogie i caprissi de chea 

che ayer la gera, la gera putea.

 

Lo que en castellano viene a resultar más o menos:


Son los deseos, caprichos de aquella,

de aquella que ayer una niña era.



[Para las piezas musicales aquí mencionadas: Playlist Pin Penin]