domingo, 9 de enero de 2022

Punto y coma.

 En segundo de secundaria, uno de los contenidos a abordar dentro de la materia de español, entre inabarcable multitud de temas referentes lo mismo a la historia de la Literatura que a la gramática, la sintaxis, la lingüística y la comunicación, era el uso del punto y coma. Servía de introducción al asunto una de esas piezas hipotéticamente lúdicas, dudosamente humorísticas, piadosamente anónimas, que suelen menudear en los libros de texto con la peregrina esperanza de volver más ameno el aprendizaje.

 La narración, hasta donde a reconstruirla alcanzo, consignaba más o menos lo siguiente: una maestra en clase, tratando de hacer penetrar a sus alumnos en los insondables misterios del punto y coma, les dice que al leer, ante la aparición de este signo, es necesario realizar una pausa equivalente al tiempo que tarda alguien en bajarse del camión; perpetrada la pintoresca regla, pasa a verificar su asimilación en la práctica, y solicita a uno de los presentes (vamos a llamarle Pedrito) que lea algo en voz alta; Pedrito obedece, pero al llegar al primer punto y coma hace una pausa por demás exagerada. La maestra le pregunta qué ocurre, y Pedrito responde que está bajando del camión una anciana.

 La maestra Adela, a quien debe no poco mi vocación literaria, repitió el desenlace de la didáctica estampa un par de veces, antes de percatarse de que si la clase no se reía no era porque no hubiese entendido, sino porque para adolescentes de entre trece y dieciséis años, más allá de predilecciones individuales, la noción de humor quedaba más bien distante del estímulo proporcionado.

 Enseguida, cuando nos pidió aplicar el conocimiento recién adquirido, cada quién se valió del punto y coma para hacer pausas de acuerdo a su muy particular concepto de lo que tarda alguien en bajar del camión. Con frecuencia, tal esfuerzo imaginativo distraía al lector de lo que el texto decía, de modo tal que a los tres renglones ni él ni sus escuchas teníamos la más remota idea de qué estaba leyendo. No faltaron tampoco quienes contrajeron o alargaron a capricho la pausa, arguyendo que estaba bajando del camión un señor con la pierna enyesada, un deportista al que le gustaba saltar del estribo con el vehículo en marcha, o que el chofer no había querido abrir la puerta.

 La identificación del punto y coma con el tiempo promedio que una persona en plenitud de facultades físicas e intelectivas tarda en descender de un transporte automotor detenido, produjo en mí con el paso del tiempo, sucesivamente, desprecio, indignación y risa. A estas alturas, la recuerdo con cierta nostalgia, y concluyo que hubiese resultado difícil encontrar un recurso tan justo y tan certero para aproximarnos con propiedad a la naturaleza, las exigencias y las argucias del punto y coma.

 Se trata quizá del más inaprensible y ambiguo de los signos de puntuación. A lo largo de mi vida he escuchado varias definiciones aproximativas respecto a su uso correcto. Y si bien suelen coincidir en lo general, a la hora de las precisiones todas tienden hacia lo difuso. La frontera que separa al punto y coma de la coma y el punto y seguido, resulta tan sutil y tan relativa, que no puede definirse. Es menester aprender a intuirla, puesto que en cada nuevo texto puede manifestarse de manera distinta. El punto y coma es un permanente recordatorio de que lo correcto no está dado de antemano, sino más bien depende de qué tan capaces somos de integrar el conocimiento a la realidad viva de las experiencias y las cosas.

 ¿Qué es lo correcto? "Ayer llegué. Me voy mañana". O "Ayer llegué; me voy mañana". O "Ayer llegué, me voy mañana".

 Las tres opciones pueden ser correctas. Las tres opciones pueden no serlo. ¿De qué depende? De la lógica que la propia escritura vaya generando. De que seamos capaces de elegir. De que hagamos nuestros los códigos del lenguaje y los volvamos capaces de cristalizar de la manera más fiel posible lo que decimos; es decir, lo que somos. Cada texto, sobre la base de un conjunto de herramientas comunes, crea un universo propio donde esas herramientas cobran sentido justo.

 Y si bien esto es válido para toda la gramática, tal vez no haya otro signo tan propicio como el punto y coma para mostrar cómo la escritura, desde sus elementos técnicos más elementales, es siempre un asunto vital, y cómo en ella el sitio de privilegio lo ocupa la elección libre.

 Si en el universo de la puntuación la coma corresponde al aliento interior de las frases y el punto a la muerte (la conclusión, la definición), el punto y coma se halla ubicado a la mitad de ambos. Sólo que en este caso la mitad nunca queda en medio. Para saber valerse adecuadamente de él no basta aferrarse a una máxima infalible exterior al texto. Se precisa vivir el texto desde el texto mismo. De ahí que el ejemplo del camión pueda no resultar tan desafortunado. Para mayor ambigüedad, el problema en él se aborda desde la perspectiva de la lectura y no de la redacción. Se trata de un ejemplo donde nada queda definido, y las cosas apenas se sugieren. Lo sepan o no sus autores, pues he olvidado cómo afrontaban el tema después de la narración, el hecho es que así debe ser: no pueden quedar sino sugeridas.

 El lenguaje, todo lenguaje, pertenece al ámbito de la sugerencia y la elocuencia; elocuencia equivale no a vociferar en abundancia, sino a sugerir lo justo. El lenguaje va de la mirada a las cosas y de las cosas a la mirada sin petrificarse nunca. En ese tránsito, que es el tránsito mismo del ser, la mirada y las cosas salen mutuamente afectadas, enriquecidas, transformadas.

 Sería cuando menos irresponsable pretender privar de este germen transfigurador a la materia prima que posibilita al lenguaje, y que es el lenguaje. El punto y coma, en un espacio a menudo asfixiado tanto por las reglas como por la ignorancia de las razones que dan sentido a las reglas, viene a recordárnoslo; abriendo la fisura de lo indefinible, abriendo la fisura del misterio. Esta fisura, este misterio, esta pausa, puede ser la de alguien bajando del camión, la del sueño de Rip Van Winkle o de Alicia, la de la duermevela con que inicia Proust su novela infinita, la que multiplica Borges ante el abismo del Aleph; y corresponde al tiempo mismo de la escritura.

 El tiempo de la escritura es un tiempo interior, íntimo, intransferible, irrepetible. Sólo a partir del cultivo de esa instancia incomunicable puede florecer la posibilidad de la comunicación poética: la única comunicación verdadera, el único puente propicio para transitar de un alma a otra.

Imagen: Fotografía aparecida en el anuario Wid's Year Book de 1920