sábado, 22 de enero de 2022

Vindicación de la metafísica.

 

Debió ser hace cosa de cien años, justo tras la primera guerra mundial, cuando la humanidad se apercibió de que todas sus añejas certidumbres habían sido puestas en vilo. Es entonces que dicho apercibimiento no abarca ya sólo a ciertas élites ilustradas de la filosofía y el arte, sensibles al cisma desde el Romanticismo, sino que incluye sin ambages a cada ciudadano de a pie en todos los rincones del orbe alcanzados por la impronta de la llamada Cultura Occidental. Es entonces cuando la ciencia, capacitada para desacreditar con validez las respuestas del pensamiento religioso, debe resignarse a admitir su impotencia para ofrecer en su lugar respuestas nuevas.

Tal impotencia obedeció en buena medida al radical vilipendio de la metafísica. La metafísica, que según la perspectiva del racionalismo y la sociedad burguesa pareciera carecer de sitio en el espacio de la “vida real”, brinda no obstante indispensable soporte a cuanto podamos consentirnos denominar como real. Y ello, contra lo que suele inercialmente suponerse, no es asunto exclusivo de teólogos, filósofos, intelectuales y artistas, sino preocupación consustancial a cualquier existencia humana.

La persona más apartada de especulaciones reflexivas, sin remedio ha de preguntarse en algún momento quién es, de dónde viene, adónde va. Y al hacerlo, se percate o no de ello, estará preguntándose por la naturaleza y el sentido mismo de todo lo existente. Confiar la respuesta para tamañas preguntas al encogimiento de hombros, la materialidad del día a día, la llana supervivencia o la convicción del caos, constituyen ya de suyo peculiares disposiciones metafísicas, generadoras de consecuencias tan conflictivas, derivaciones tan complejas y callejones sin salida tan claustrofóbicos como cuantos aguardan a quien se aferra a un dios o a una ideología.

No basta convencernos de que los problemas metafísicos no existen para que estos desaparezcan. Y nos pasen costosas facturas. Y procedan a reírse de nosotros con todos sus inmateriales dientes a la menor ocasión.

Durante decenas de siglos, la noción de divinidad fue capaz de acompañar con lucidez y hondura cada una de nuestras metafísicas cuitas. Fruto de tales alcances son las prodigiosas arquitecturas espirituales del Judaísmo, el Islam, el Budismo, el Indostán o el Cristianismo.  Fruto de tales alcances es también la masiva devoción que la mayor parte de tales religiones continúa inspirando en pleno siglo XXI.

Semejante lucidez y profundidad no desdice ni mucho menos excusa los horrores que al amparo de su institucionalización hayan sido cometidos. A estas alturas acaso no haya ninguna religión mayor bajo cuyo patrocinio no se perpetrara un nutrido catálogo de ignominias. No obstante, en esa misma medida, ninguno de los horrores cometidos en su nombre inhabilita la capacidad de tales cosmovisiones religiosas para continuar enunciando con pertinencia las grandes preguntas de la humanidad.

Si algo aterra de las religiones de diseño, así como del saturadísimo supermercado de sectas engrosado por la sociedad de consumo postindustrial, es justo su absoluta inanidad metafísica, su vulgar circunscripción utilitaria, el vacuo barniz de trascendencia con que mal disimulan su llano estatus de superchería. Proclamándose respuestas para preguntas que ni siquiera son capaces de intuir, menos aún de acompañar.

Por supuesto, no resulta menor la alternativa brindada por la Filosofía y el Arte para acompañar la inquietud metafísica del ser humano más allá del dogma y de la fe. Pero, del Romanticismo hasta la fecha, filósofos y artistas no cesan de volverse cada tanto con humilde reconocimiento o con irritada sublevación hacia épocas y latitudes donde distinguen una reflexión y una creación plenamente integradas a determinada ortodoxia religiosa, sin menoscabo alguno de su pertinencia y su grandeza respectivas. Quien repute incontrovertibles las bondades metafísicas del pensamiento laico, no debiera obviar los saldos que en todos los órdenes, y dentro de un plazo de tiempo infinitamente más breve, acabaron por arrojar las virulentas buenas nuevas del estalinismo o del neoliberalismo.

La obra de autores como Franz Kafka, Fernando Pessoa o Luigi Pirandello surge en instantes de una esencial inestabilidad ontológica, acicateada desde los más diversos ángulos. Toda certidumbre pasaba a quedar en vilo apenas enunciada. Nada de aquello que durante siglos pudiera haber sido aseverado como verdad resultaba incuestionable, hasta el extremo de insinuar como única norma verosímil la imposibilidad de toda verdad. Desde el tiempo y el espacio relativizados por la física, hasta la noción de identidad y de alma relativizadas por la psicología. Es cierto que, amparada en Einstein, Freud, Marx o Darwin, la ciencia podría seguirse postulando como la misma panacea incontrovertible de la Ilustración, como la vigente respuesta total, autorizada para dirimir sin apelaciones lo que es arriba y lo que es abajo. Pero dicha confianza estaba ya socavada desde su propio fundamento. Hoy solamente los más obcecados devotos del neopositivismo pueden continuar aferrados a ella.

Para cuando Pirandello, Pessoa y Kafka aparecen en escena, la ciencia se encuentra en el callejón sin salida de arrostrar ya no las insuficiencias del pensamiento religioso, sino las suyas propias. Entre las cuales no resulta la menor su incapacidad para situarse con equivalente autoridad metafísica frente al absoluto.

Antaño, al absoluto podía contemplarlo a los ojos esta o aquella deidad, esta o aquella insondable magnitud espiritual. Hoy al absoluto no lo contempla nadie. Y ello, en lugar de confortar a los seres humanos como el aligeramiento de una pesada carga, los tiene sumidos en una profunda desolación, pues de facto termina entronizando trágicamente la supremacía del más fuerte, la ley del sálvese quien pueda.

¿Que siempre ha sido así? ¿Que en el pasado cuanto hicieron las aspiraciones metafísicas fue terminar urdiendo el mismo género de añagazas para disimular y usufructuar perversamente la realidad de las cosas? ¿Que hoy por lo menos ejercemos la franqueza de asumir que la existencia carece de toda dimensión trascendente? Esa grosera celebración de nuestro tiempo en razón de un cinismo leído como honestidad caducó ya. El frívolo carnaval posmodernista, apadrinado por el presunto Fin de la  Historia, profeta de su propia supuesta eternidad, nació con la caída del Muro de Berlín y murió con la caída de las Torres Gemelas. El dogma del caos dejó de ser una fiesta en un lapso de tiempo que superó con creces al más efímero de los anteriores dogmas.

Esto último quizás explique, siquiera en parte, la acendrada pulsión dogmática que ha venido a enseñorearse del panorama mundial, de manera cada vez más extrema a medida que avanza el siglo XXI.

La dictadura ideológica de lo políticamente correcto entroniza el espejismo de feudos cada vez más emancipados, más justos, más conscientes y más libres, como analgésico social frente a una realidad histórica cada vez más despiadada, una centralización del poder cada vez más vertical, una acción ciudadana cada vez más inhabilitada para incidir soberanamente en la configuración del espacio público. La radicalización dogmática con perspectivas presuntamente progresistas no parece dispuesta a advertir su papel como aderezo de periferia dentro de una norma global de radicalización dogmática a secas. Al final de las cuentas, como siempre que de dogmas institucionalizados o institucionalizables se trata, no acabará imponiéndose el dogmatismo presuntamente más justo, presuntamente más bien intencionado, presuntamente más consciente, presuntamente más blindado en sus agravios, presuntamente más condolido por la eterna contradicción entre fines grandiosos y medios deleznables.

Al final de las cuentas, como ha sucedido siempre, acabará imponiéndose el dogma más inescrupuloso a la hora de administrar la añeja superchería de que el fin justifica los medios.


Imagen: Le mois des vendanges (1959), de René Magritte.