Los padres de James Ellroy
se separaron cuando él tenía seis años de edad. Luego del consabido proceso de
divorcio, quedó establecido que él viviría con su madre y pasaría los fines de
semana con su padre. Cuatro años más tarde, la madre de James Ellroy fue
asesinada. Era fin de semana, y él se hallaba por tanto en compañía de su
padre.
Ese fin de semana, James
Ellroy había asistido al cine. La película que él y su padre vieron se llamaba Los vikingos, y era protagonizada por
Kirk Douglas y Tony Curtis.
Recuerdo la película. Yo
también la vi un fin de semana. Yo también era un niño. Sólo que mis fines de
semana no se parecían a los suyos. Pertenecía a otro tipo de familia, de
generación y de país. Aunque los cines —inmensas salas con programas dobles de
permanencia voluntaria— aún podían consentirle al Hollywood de veinte años
atrás uno que otro desliz nostálgico, mi mayor dotación de Cinemascope la
obtuve por vía televisiva. Durante aquella temporada, el canal ocho programaba
por la tarde del domingo una ración de tres o cuatro películas de aventuras;
formaciones romanas, cargas de caballería, fortalezas medievales defendidas a
punta de calderos de aceite hirviendo. Si los ánimos o el dinero no daban para
salir a ningún lado, mis padres, mis hermanas y yo nos arropábamos en un montón
de cobijas frente al televisor, hasta que la noche o las deserciones debidas al
aburrimiento y al sueño daban por terminada la sesión.
No logro precisar con
nitidez el argumento de Los vikingos. Recuerdo
haber padecido como en carne propia los infortunios de Tony Curtis, y haberme
impresionado vivamente por el modo en que un halcón le arrancaba un ojo a Kirk
Douglas, cierta travesía en canoa cercada por la bruma, el clásico perfil de un
barco en la tormenta. Poco más.
Siempre me pareció
fraudulenta, impostada, aquella capacidad del estadunidense promedio, así en la realidad
periodística como en la ficción, así en las páginas de una novela como en la
pantalla del cine o en la breve cápsula de un noticiero televisivo, para rendir
puntuales enumeraciones de todos los pormenores de su pasado, incluso con
respecto a episodios cuya relevancia sólo se manifestaba o justificaba a
posteriori. La camarera de un bar que, al ser interpelada por la policía
respecto a cierta específica fecha del mes anterior, en la que sin saber le
habría servido café y huevos con jamón a un sospechoso de asesinato, es capaz
de reconstruir, detalle por detalle, todo lo sucedido, al punto de aventurar
cronologías precisas y marcos contextuales no menos minuciosos.
De acuerdo con mi
particular experiencia, la memoria funciona más bien como un impredecible
cúmulo de prendas, seleccionadas en virtud de méritos que sólo muy rara vez
llegan a resultar racionalmente satisfactorios. Recordar la infancia implicaría
para nosotros la redacción de un impersonal inventario, si no fuese por la
presencia de ciertos rasgos que se fijan obedeciendo a motivos rara vez
explicables, y a partir de los cuales, sin margen para infalibles precisiones
estadísticas, una cartografía más bien flexible consiente amagar articularse.
Obedeciendo a su errático, impredecible influjo, podemos derivar coherencias
que a menudo semejarán reconstruir el pasado con prodigiosa fidelidad, pero
nunca ocultarán del todo las costuras. Cualquiera que afine la vista estará en
condiciones de advertir que no importa mucho si el dibujo final está trucado,
como de hecho habrá de estarlo siempre cada referencia a cuanto somos capaces
de fijar recuerdo. No importa, si somos
capaces de volver perdurable —siquiera como un eco— lo que su aliento fue.
No dudo que, para algunos, Mis rincones oscuros (1996), de James
Ellroy, consienta leerse como efectista, morbosa y mercenaria añagaza
editorial, acometida sin ningún género de escrúpulos por un apenas mediano
autor de best sellers. La fórmula, como otras de Ellroy, pareciera partir de la
base de un éxito comercial asegurado: escritor de novela policiaca con una
filiación política más bien inclinada hacia la derecha, rastreando hasta sus
más mínimos y escabrosos detalles las circunstancias que envolvieron el
irresuelto caso de violación y asesinato de su propia madre.
Yo en cambio creo que, sin
abandonar del todo los terrenos de una estrategia comercial y editorial
alevosamente diseñada, Ellroy escribió una valiente autobiografía novelada cuyo
tema central es la memoria. Y que la valentía no reside tanto en que haya sido
capaz de plantar en un tablero de corcho, frente a su mesa de trabajo, las
fotos del cadáver de Jean Ellroy tomadas por la policía. Sino en asumir la
recuperación del pasado como un riguroso ejercicio de invención, donde la
posibilidad de la luz sólo resulta permisible a partir de un puntual
delineamiento de la sombra. Los rincones oscuros terminan al final siendo tan
suyos como nuestros.
James Ellroy dice que, en
la película Los vikingos, a Tony
Curtis le cortan una mano, y que la funda de cuero negro que desde ese instante
y hasta el fin de la película se encarga de cubrir el muñón le valió una
pesadilla el día que la vio. Mi memoria ha omitido por completo tales detalles.
Apurando un poco, creo poder reunir algunas prendas dispersas correspondientes
al episodio en turno, y armar a partir de ellas mi personal, incómodo,
perturbador descubrimiento de que los héroes no son invulnerables. Pero apenas
el fotograma añadido da la impresión de pegarse como necesaria parte recuperada
al resto de la cinta del recuerdo, me pregunto si no se tratará más bien de un
absoluto invento. Si no será pura voluntad narrativa lo que ordena a toro
pasado las cosas, otorgándoles una coherencia que jamás tuvieron, y que
impuesta arbitrariamente cuanto consigue es suplantarlas, desvirtuarlas,
mentirlas, corromperlas.
Me viene a la cabeza una
instantánea igual de apropiada que el enfundado muñón de Tony Curtis para
ilustrar el tema de la vulnerabilidad del héroe. Una historieta de La liga de la justicia adquirida a mis
cinco o seis años. Es probable que se trate de la primera ocasión, si no la
única, en que experimenté el analfabetismo como franco, impotente y corrosivo
desasosiego. Aunque advirtiera que aquella revista no constituía sino un
episodio intermedio dentro de una zaga, y que su fin no significaba fin, sino
una alevosa manera de decir “continuará”, sabía también que las preguntas
quedaban respondidas al menos en parte por el texto escrito que acompañaba los
dibujos.
Era un ejemplar Serie
Águila de 32 páginas de editorial Novaro. Los miembros de la pléyade básica de
DC Cómics, versión años 70, caían abatidos uno a uno, cuadro tras cuadro, a
manos de un enemigo que en la remembranza se me vuelve difuso. El hecho por sí
mismo resultaba inadmisible. Pero para mayor ambigüedad y zozobra, el último
trecho de la historieta recapitulaba a manera de close up ciertos detalles que
las panorámicas de la batalla no habían consentido revelar en su momento: los
héroes carecían de superpoderes; los habían simulado mediante artificios
tecnológicos. Puedo evocar con especial detalle las pequeñas turbinas en la
suela de las botas de Flash, así como las tenazas que al tomar a Aquamán por el
cuello y apartar sus rubios rizos, le delataban sobre los oídos los auriculares
de un imperceptible casco. Por supuesto, había algo anormal en todo aquello,
mas yo no estaba en condiciones de adivinar qué. ¿Se trataba de impostores
tratando de ocupar un sitio que no les correspondía? ¿O, al contrario, los
campeones del Bien habían perdido por alguna razón sus privilegiados dones,
viéndose obligados a sustituirlos para poder seguir cumpliendo el irrecusable
deber encomendado? ¿O, la más temida opción: todo había sido mentira desde el
primer momento?
Me provocaba un malestar
casi físico repasar con masoquista minucia aquel galimatías. Y sin embargo, el
episodio de la mano mutilada de Tony Curtis, pese a su potencial falsedad, pese
a su más que probable condición de recuerdo espurio, me parece mucho más
elocuente y más fiel a la hora de procurar transmitir la especial tensión de
aquel drama infantil. Aun inventado, o quizá precisamente por eso, posee mayor
verdad en tanto testimonio del ayer.
Ellroy sabe de eso. En
algún punto de Mis rincones oscuros,
con certera lucidez atina a formular pregunta lo que por mi parte apenas
alcanzo oscuramente a presentir respuesta:
¿Por qué sublimar el deseo cuando éste puede utilizarse
como instrumento de percepción?
Y por si no quedara claro,
añade todavía, más adelante:
Tenía la mente clara y precisa. Y una memoria sólida.
Podía contrarrestar los fallos sinápticos con las descargas de fantasía. Era
capaz de rememorar escenas alternativas.
Ningún empacho le causa
imaginar su propio pasado. Y es en la invención donde el violento ejercicio de
memoria que decidió emprender encuentra su más íntimo sentido de verdad. Sólo
que semejante derecho únicamente puede ganarse a fuego y sangre, en el extremo
opuesto del consuelo.
Quien hurgue en su pasado
buscando justificarse (encontrar una coartada para algo que ya no está
dispuesto a alterar), siempre terminará mintiendo. Por más libres vuelos que la
imaginación le conceda. Por más neuróticas comprobaciones que el recuento le
exija.