domingo, 26 de abril de 2020

La sensación copretérita.


¿Cuántas cosas, hechos, escenarios y personas que irreparablemente ya no están, continúan empero intactas a nuestro lado, enfrente y dentro de nosotros, tal si bastara afinar apenas la mirada para materializarlos de vuelta con todos sus atributos restituidos a plenitud?  
Uno de los dos conserjes de mi escuela primaria se llamaba Román, pero respondía antes bien al puede decirse institucional apelativo de “Don Romancito”. Como cada grupo tenía indicación de saludar a coro a cualquier autoridad, secretaria, docente o trabajador que se presentara a la puerta de salón trayendo algún aviso, y como el viejo Román fungía como principalísimo portador de recados para nuestra comunidad, los pasillos solían resonar a todas horas, por los cuatro puntos cardinales, con el mismo “bueeenos díaaas Don-Ro–man-ciii-to”. Don Romancito era un menudo viejecillo de cabellos blanquísimos, disposición bonachona  y traza general modelada a partir del Gepeto de Pinocho según Walt Disney. Tenía su vivienda en el interior de la propia escuela, al lado creo recordar de la bodega de la cooperativa, muy cerca de los baños y de los bebederos.
Estos datos los razono más que visualizarlos. En cambio, recuerdo con absoluta nitidez el erosionado trozo de madera con una armella apenas abierta en la punta, del que el viejo se valía para ir a tocar la campana al fondo del pasillo principal, lo mismo para anunciar el principio o el fin del recreo que la hora de la salida. La campana, situada a la altura necesaria para que la chamaquiza ladina no se la pasara repicándola a su capricho, podía ser alcanzada sin ningún género de dificultad alzando el brazo por el otro conserje, Don Gregorio; pero Don Romancito, dada su corta estatura, precisaba de dicha herramienta para la labor.
Entre primero y segundo grado (pues a partir de tercero mis aulas no volvieron a dar a ese pasillo), mirar que Don Romancito pasaba fuera del salón rumbo a la campana para anunciar la salida, conjugaba a la vez un infinito regocijo y una rara melancolía. Regocijo y melancolía que puedo aquí mismo restaurar intactos con sólo entrecerrar los ojos, preguntándome si se trata de prendas que perdí para siempre o que no se han marchado jamás. La sensación copretérita en una de sus para mí prendas de gala.
Hasta donde a recordar alcanzo, para la asimilación del pasado imperfecto o copretérito durante los años de enseñanza básica,  nos eran ofrecidas dos alternativas en el fondo indiscernibles y complementarias. La primera de ellas era estrictamente formal, y consignaba que para conjugar un verbo en dicho tiempo, bastaba ubicar el lexema correspondiente y complementarlo, según fuese el caso, con los gramemas "aba" o "ía", a escoger. Caminar: camin-aba; llover: llov-ía; empezar: empez-aba; comer: com-ía; llorar: llor-aba. La fórmula, infalible, sólo presentaba dificultades a las imaginaciones demasiado fecundas y a los temperamentos demasiado indecisos, capaces ambos de generar artesanías lingüísticas tan prodigiosas como caminía, llovaba, empecía, comaba, lloría. Mágicamente, del mismo modo que en ciertas ensaladas donde se depende apenas de la adecuada combinación de ingredientes, el copretérito podía consumarse sin mayor dificultad. A lo sumo, las dificultades quedaban reducidas, como siempre que de conjugaciones se trata, al irritante capricho de los verbos irregulares, reacios a todo corsé normativo. Así, por ejemplo, especial regocijo proporcionaba al maestro o la maestra en turno preguntarnos por el copretérito del verbo ser. En vano íbamos del "seía" al "seraba" y del "sía" al "seba", para finalmente, exhaustos, malhumorados y avergonzados, rendirnos ante la incontrovertible y simple evidencia del sentido común: el copretérito del verbo ser es "era".
 La otra alternativa imprescindible para una cabal comprensión del copretérito, desdeñada casi por unanimidad entre la clase debido a la tendencia que, ya desde ese nivel, va circunscribiendo el conocimiento a la llana resolución de problemas prácticos, quedaba como patrimonio exclusivo de aquellos pocos empeñados en entender para qué diablos queríamos un pretérito imperfecto si ya teníamos uno perfecto (¿para testimoniar las fallidas tentativas del pretérito antes de alcanzar la perfección?). Consignaba la menospreciada opción que mientras el pretérito hace referencia a una actividad ya concluida (caminé, lloví, empecé, comí, lloré), el copretérito alude a una actividad cuya consumación, aunque iniciada en el pasado, no se cierra, queda indefinida, potencial, abierta, proyectada en última instancia hasta el presente mismo. La inquietante sugerencia del pasado instilada en el presente; más aún, el pasado como vigencia potencial de lo presente. Hay un abismo entre preguntar "qué hiciste" o "qué pasó", y preguntar "qué hacías" o "qué pasaba" (de hecho ante la sensación copretérita no preguntamos nunca "qué pasaba", sino "qué pasa"). Lo que hiciste puedes, quizá, volver a hacerlo, pero en modo alguno seguir haciéndolo. Lo que pasó, puede volver a pasar, pero no sigue pasando. El pretérito refiere una cancelación definitiva. El copretérito, por el contrario, si bien no entraña garantía alguna de continuidad para la acción referida, proyecta en el ahora la sugerencia inminente de su posibilidad, y a la vez consigna inapelablemente su realización inconsumada.
 Moneda corriente en los estudios gramaticales de nuestra lengua es el tema de los verbos transitivos. Yo, en cambio, nada he escuchado al respecto de tiempos transitivos. El copretérito es un tiempo transitivo, puente franco tendido entre pasado y presente que, como corresponde a todo puente que se precie de serlo, se halla en ambas orillas aunque no está en ninguna de ambas, sino en el tránsito irresoluto que va y viene de una a otra. Tiempo transitivo como el pospretérito, tendido a su vez entre presente y futuro (caminaría, llovería, empezaría, comería, lloraría), sin llegar a la complejidad de los tiempos compuestos, donde entre análogas florituras, el futuro puede proyectarse como pasado (habré llovido), o la acción neutralizarse en la  más inquietante pasividad (haber llovido).
 De acuerdo, pues, con la conclusión que al sonar la campana de salida en el pasillo llevaban consignada nuestras libretas, el copretrérito alude a una acción iniciada pero no necesariamente concluida. Años después, ya sin campana en el pasillo, leí que tratándose de copretrérito lo indefinido corresponde no sólo al término de la acción, sino también a su inicio, lo cual ratificó en mí la certidumbre de su naturaleza transitiva.
 Si me he extendido hasta la minucia en esto de las apoyaturas técnicas de la sensación copretérita, es sobre todo con el afán de lograr aprehenderla de manera debida a la hora de tratar de ubicar su sitio justo en el ejercicio de la memoria. ¿Pero en qué consiste eso del ejercicio de la memoria? ¿Ejercitamos la memoria o es la memoria quien se ejercita a través de nosotros? ¿Recordamos o somos un pretexto para que el recuerdo pueda inventarse una y otra vez?
 No lo sé. Sólo sé que al recordar descubro en mí prendas pretéritas y prendas copretéritas. Prendas cuyo fascinante influjo proviene de su condición de cosa concluida, de verdad consumada; prendas que me contemplan desde la modesta dignidad de lo irrecuperable. Pero también prendas que al ser convocadas, no importa que provengan de un ayer en apariencia lejano, se manifiestan como huella viva, multiplicadas cuentas de un ajuste pendiente con algo más que el tiempo. Puede resultar pretérita una impresión de hace cinco minutos, y copretérita una de hace veinte años.
 Por supuesto, toda memoria es ya en sí misma copretérita: conciliación transitoria y móvil entre presente y pasado. Tan importante a la hora de recordar el que recuerda (ahora) como el que vivió (entonces), pero siempre en función el uno del otro, inútiles cada uno por su lado. Ahora bien, ya en el ejercicio propiamente dicho de la memoria, hay en específico imágenes y sensaciones pretéritas y copretéritas. La intención inicial de esta apunte consistía en procurar esclarecerlas, aunque llegado a estas alturas me encuentre igual de imposibilitado para hacerlo que cuando decidí tomar como punto de partida el cruce de mi infancia con una específica porción del universo gramatical del idioma castellano.
 No se trata de un espejismo. No se trata de un juego intelectual. He experimentado la sensación copretérita. He sentido que una corriente incontestable venía de lo perdido a dejarme un sedimento de inminencias. Entonces el recuerdo deja de ser recuerdo y se convierte en recordatorio. La vida se revela litúrgica invocación de un acuerdo inmemorial aún no cumplido. Tal vez todo radica, una vez más, en el sentido común. Las inminencias no pueden sino sugerirse. Yo no puedo llevar al lector al centro del misterio, sino apenas colocarlo en una de sus puertas.
 Miro a través de la ventana y descubro en un pasillo que ya no está a Don Romancito, el anciano conserje que se encamina desde mi niñez, madero en mano, para tocar la campana y anunciar la hora de la salida. Y yo no tengo voz para decirle que se detenga, que por favor aguarde. Que no he logrado entender nada todavía.

Imagen: Harold Lloyd en una escena de Safety Last! (1923), 
dirigida por Fred C. Newmeyer y Sam Taylor.