domingo, 5 de abril de 2020

El imperativo invisible.


¿Cuál es la frontera, a menudo por demás sutil, que distingue petición de exigencia? ¿Cuál la trenzada liga que vuelve inseparables a la sugerencia y la instrucción? ¿Cuál el variado y matizable contraste que separa a la invitación de la orden? ¿Cuál la consonancia capaz de asimilar al menor descuido mandamiento y súplica?
Empecinado estoy desde hace tiempo en acometer la abierta apología gramatical y moral del modo imperativo. Poner mi granito de arena para hurtárselo, desde la modesta medida de mis posibilidades, a esa cómoda y malintencionada inercia que se empeña en reducirlo a indisputable, monocorde y provechoso sinónimo de la imposición. Vamos acostumbrándonos a asumir, con burocrático escepticismo y automático sabor a hiel en la boca, que quien convida, propone, indica, sugiere o pide, en realidad está siempre ordenando; de forma tal que todo matiz atenuador en el tono de la enunciación quedaría reducido a simuladora cáscara, alevoso fingimiento, táctica argucia para medio disimular —y volver más eficaz en sus alcances— a la única voluntad objetivamente existente: la voluntad de imponernos al prójimo y obtener de él alguna ventajosa plusvalía. La comodina sentencia de la podredumbre como norma universal de existencia; el acogedor tedio de proclamar a ojos cerrados la omnipotencia de lo detrítico; el ansia perezosa de justificar sin excesivos trámites nuestras más incómodas y esenciales renuncias.
Yo, en efecto, he visto ordenar, mandar e imponer desde fraudulentas y abusivas afectaciones de suplicante candidez; he padecido —lo mismo que millones de seres humanos— diversas modalidades de violencia autoritaria enmascaradas de cordial y aun afectuosa civilidad, de desinteresada y piadosa mansedumbre. Y he empleado de forma recurrente y cotidiana, al igual que cualquiera —en equitativas, salomónicas porciones de inconsciencia y alevosía—, la piel de cordero de la solicitud para cubrir al lobo del mandato, la socarrona mojiganga de la demanda para mal disimular el santo con pies de barro de la súplica. Pero sé distinguir también los acentos ya desesperados, ya corteses, ya fraternos, que admite la propuesta; conozco la amplitud inagotable de guiños seductores que posee la invitación; he gustado a su turno cada una de las festivas gracias y cada uno de los incómodos privilegios que dejan tras de sí todas las sugerencias genuinamente respetuosas (genuinamente solidarias con tu derecho a decidir y equivocarte).
Hay una rara y decisiva generosidad implícita en el modo verbal imperativo, medio oculta por lo regular tras el bronco talante que nos hemos acostumbrado a atribuirle. Ya algo debía decirnos de por sí el hecho de que sólo admita al tiempo presente y a la segunda persona, sea del singular o del plural. Siempre aquí y ahora; siempre de cara al nosotros y al tú. Tal vez, para perfilar con toda amplitud sus vastas y multiformes potencias, eludiendo la ilusa pretensión de confinarlo entre las fronteras de un juicio definitivo, sea necesario regresar por vía de la memoria a los imperativos de la infancia; mientras más gratuitos, perentorios y absurdos, mejor; a menudo sin ninguna referencia visible que pareciera avalarlos, y sin embargo por eso mismo transparentes e inapelables en todas las multiformes modalidades de su demanda. No tanto los invisibles imperativos de la infancia, como los infantiles imperativos de lo invisible.
El imantado reclamo, por ejemplo, que ejercía en mi hermana la primera y en mí la coladera del baño de la casa, hacia mis primeros días en la escuela primaria. Convencidos estábamos de que la tubería del desagüe comunicaba con seres (ya no recuerdo si humanos o no humanos) que vivían allá abajo. Durábamos inclinados largo rato bajo la ducha abierta o cerrada, mirando la oscuridad a través de las ranuras de la pequeña plata metálica del piso, platicándoles a los inquilinos del mundo subterráneo ande a saber qué cosas, que ellos seguramente nos contestaban aunque nosotros no alcanzáramos a escucharlas. Nos provocaba entre entusiasmo y pánico la impresión de que en cualquier momento veríamos asomarse a alguien; quién sabe si minúsculo y por lo tanto capaz de deslizarse entre las apretadas rejas de su prisión hasta nuestro lado; quien sabe si condenado a conversarnos a través del metal en razón de su excesiva estatura para semejantes estrecheces; en cualquier caso, inconcebible. La casi física solicitud de aquellos fantásticos seres no tuvo consecuencias logísticas ni traumáticas de ninguna especie; ni alcanzaron el estable estatus de amigo imaginario, ni se convirtieron en obsesión pesadillesca de alguna mala noche. Pero el imperativo de su llamada, su solicitud, su invocación, continúa resultando para mí peculiarmente nítido, no obstante tanta vida transcurrida entre estos días y esos.
Si los seres aquellos resultaban invisibles por no llegar nunca a emerger, aunque pareciendo siempre a punto de hacerlo, mi hermana y yo, en perverso contubernio, confeccionamos un día para la entonces más pequeña —que a la sazón sobrepasaría apenas los tres años— otros personajes de invisibilidad literal. Y si a los ya referidos los creamos amables y cordiales, a estos los concebimos pendencieros y hostiles. Guerreros de otra dimensión u otro planeta, a quienes sólo los más grandes (cinco y seis años, respectivamente) podíamos percibir, y que resultaban por completo inaprehensibles para la menor. Le indicamos ponerse a buen resguardo mientras nosotros combatíamos, y ella obedeció presurosa, observando desde su escondite la fiera batalla que sus valientes hermanos le presentaban a los invasores invisibles; eran, no obstante, demasiados, y al final terminamos sucumbiendo con espectaculares despliegues de patetismo, hasta quedar desparramados por el piso, cerrados los ojos y expresión en el rostro de consumado nocaut. Permaneció algunos instantes escondida la pequeña, para luego reunir valor y salir a suplicar que nos levantáramos, para revisar nuestros supuestos estropicios, para ir acumulando in crescendo su desesperación y su alarma. Nosotros sostuvimos el papel hasta que el llanto era ya en ella manifiesto; entonces fingimos despertar aturdidos, con un atolondrado “qué pasó” dibujado en los labios.
Recuerdo, con la misma claridad de aquel otro invisible imperativo ya narrado, este que nos llevaba a permanecer en el piso hasta el último instante, asistiendo desde el regocijo y el estrujón en el pecho a la progresiva zozobra de la pequeña. Y me niego a enturbiarlo con la mojigatería, los falsos pudores y la inquisitorial exaltación que hoy se empecinan en volver sujetos de diván siquiátrico, histérica medicación y posmoderno sentimiento de culpa hasta a los recién nacidos. Nadie traumó en este caso a nadie. Nadie acumula en este caso soterrados rencores, ni indelebles lastimaduras, ni falocráticas puniciones mal enmascaradas contra el indefenso, ni oportunas coartadas para dejar de hacerse cargo de sí mismo a nombre del remoto pasado. Con el transcurso de las décadas, la anécdota quedó fijada para a los tres involucrados en ella dentro de muy diferentes tesituras: divertida, ambigua, misteriosa, inquietante; y por todo ello también, desde su entrañable y doméstica sencillez, sagrada.
Fue por aquellos mismos días que el imperativo de lo invisible eligió tentarme con otro de sus convites, en perspectiva por completo inverosímil, pero tan urgente como abstrusamente razonable durante el plazo de vigencia de su hechizo. Guardada toda proporción, me sentiría autorizado a homologarlo al que experimenta Macbeth desde el momento en que las brujas le aseguran que su destino es convertirse en rey de Escocia, hasta que sobreviene lo que parecía imposible y el bosque comienza a caminar hacia el castillo de Dunsinane. Y es que quizá el verdadero eje de gravitación del modo imperativo, capaz de ramificarse hasta los más insospechados extremos de la exigencia y de la sugerencia, se halle menos en el mandato que en la tentación. La tentación de tentar; la tentación de ser tentado.
Esta vez, la invisibilidad no quedó remitida a terceros, fueran pacíficos u hostiles, sino que me reclamó como su agente, depositario y ejecutor directo, convenciéndome de que la mente lo puede todo y de que, por tanto, si yo decidía hacerme invisible con absoluta e inquebrantable convicción, lo conseguiría. Largo rato estuve solo en el patio del edificio de departamentos donde vivíamos; concentrándome, reuniendo toda la certidumbre necesaria para la proeza, exigiéndome no cuestionar ni por un segundo la veracidad de la transformación, dado que eso de inmediato me volvería visible para los otros. No me causaba problema alguno el hecho de que yo siguiera viéndome; "claro que yo voy a seguir viéndome" me decía, "pero los demás no podrán". El espejismo de una férrea coherencia lógica es la primera merced que toda profesión de fe le brinda a sus adeptos. Apenas me sentí seguro de mi plena invisibilidad, pasé a la segunda parte de la misión.
Vivíamos en el primer departamento de la planta baja. Esa tarde, estaba de visita, apoltronada en el único sillón individual de la minúscula sala, una vecina. Como cualquier niño de seis o siete años, yo la veía muy mayor dada su condición de ama de casa y jefa de familia. Lo más probable es que, como mi propia madre, no rebasara aún los veinticinco años. No logro reconstruir si lo que llevaba puesto era un vestido o una falda, pero recuerdo en cambio con plena transparencia que su postura en el sillón, con el torso apenas inclinado hacia adelante y la espalda separada del respaldo, provocaba que la prenda encargada de cubrir sus piernas se le izara hasta poco más arriba de la rodilla.
Sólo se encontraban en la sala ella y mi madre. Mis hermanas estarían supongo en la recámara, y mi papá por llegar aún del trabajo. Conversaban con esa placidez apresurada de todas las señoras a quienes la cotidiana vorágine doméstica ha consentido brindarles una breve tregua. Habían dejado la puerta principal abierta, y no acusaron recibo de mi entrada, confirmándome (por si hiciera falta) que no podían verme. Y entonces yo, invisible, me deslicé a gatas hasta los pies de la vecina: para mirarle las piernas lo más arriba que se pudiera.
No resultó sencillo. Favorecer una panorámica óptima hubiera exigido que insertara mi cabeza entre sus rodillas, y yo era consciente de que mi poder de invisibilidad no incluía, como suplemento, poderes de intactibilidad. Así que bajo ninguna circunstancia podía rozar ni a mi mamá ni a la vecina, so pena de quedar al descubierto. Y la dificultad fue aumentando cada vez más, puesto que la vecina —debido a alguna razón que se me escapaba— comenzó a cerrar furiosamente las piernas, a taparse con una mano, a acomodarse en ángulos que dificultaban mis tentativas de contemplación. No obstante, persuadido con total certidumbre de mis recursos, y desechando por inconcebible y despreciable la opción de dar marcha atrás luego de llegar hasta donde había llegado, no cejé en mi empeño. Estiré el cuello, ladeé la cabeza, entorné los ojos, apelé lo mismo al recurso de las cuclillas que al del arrodillamiento, y en un momento dado llegué incluso a tenderme de espaldas en el suelo para atisbar el amplísimo y lechoso dorso de esos muslos aéreos. Todo observando el más estricto silencio, pues me sabía también desprotegido de los cobijos de la inaudibilidad. Hasta que, presurosa, incómoda y bastante atribulada, la vecina dijo que lo mejor era que se fuera, se puso de pie, se despidió de mi madre, y se marchó.
¿Qué puede buscar a los seis o siete años, entre las piernas de una mujer, un niño todavía capaz de creer a pie juntillas que puede volverse invisible por el solo hecho de desearlo? No lo sé. Supongo que más o menos lo mismo que puede buscar cuarenta años después, al escribirlo, el hombre en que acabó por convertirse. Y a mi cabeza acuden, con cierto retintín burlón por las sin duda excesivas referencias, y en todo caso sin capacidad para explicar nada a partir suyo, aquella breve pero inolvidable secuencia-collage del Casanova de Fellini, donde aparecen varios perturbadores grabados consagrados a la entrepierna femenina; aquel pasaje central de Tópico de cáncer, donde Henry Miller se extravía y nos extravía durante párrafos de luminoso fuego entre los pliegues entreabiertos del sexo de una prostituta. El liguero de la institutriz asesinada, hacia el inicio de Ensayo de un crimen de Buñuel. Altazor y su caída inexorable: “Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abierta con todos sus imanes. Y esto te lo digo a ti, a ti que cuando sonríes haces pensar en el comienzo del mundo”.
Llegado el instante en que, todavía de hinojos sobre el piso, escuché a la voz de mi madre preguntar: “¿qué le estabas buscando a la vecina entre las piernas?", recién empecé a comprender, confirmar, reconocer, que jamás había llegado a volverme invisible. Y quizá fue precisamente entonces cuando en verdad deseé —con todas las ocultas fibras del alma, con todos los abiertos poros del cuerpo, como nunca antes lo había deseado  y nunca después lo desearía— alcanzar el prodigio. En verdad consumar el devorador y artero imperativo de lo invisible. 

Imagen: Fotograma de la película 
El regreso del Hombre Invisible 
(Joe May, 1940)