domingo, 13 de diciembre de 2020

Pálidas sombras.

 

Hace tiempo terminé por convencerme de que, para recordarnos cuán parcial y aproximativo continúa siendo nuestro conocimiento de la realidad, lo sobrenatural gusta prodigar sus oportunas dosis de una manera impredecible, asimétrica, y por completo impermeable a cualquier pragmático utilitarismo.

Nada de milagreros efectos especiales para engrosar feligresías. Nada de candentes revelaciones cósmicas o metafísicas que nos ahorren el trabajo de preguntarnos todo aquello que nos corresponde interminablemente preguntar. Ninguna emisión de exclusivas certificadas para obsesos de los platos voladores, las profecías apocalípticas, la ouija, los horóscopos o el Monstruo del Lago Ness.

Apenas inquietantes y ambiguos guiños, sin predecible calendarización, inútiles a la hora de anticipar  un reintegro de lotería o la fecha idónea para canjear pesos por dólares durante un trance de devaluación. Guiños que insinúan que el tiempo, el espacio, el devenir y los propios seres humanos acaso no estén configurados de la forma en que, para poder transitar por el mundo, asumimos de antemano día a día que se hallan configurados; sin preocuparse por demostrarlo según los términos harto debatibles (pero cuán omnipotentemente inquisitoriales todavía) del peor positivismo.

Siempre me he considerado perteneciente a un perfil poco propicio para el repertorio estelar de los eventos sobrenaturales, como las apariciones fantasmagóricas y los presentimientos brujeriles: esas inexplicables anécdotas con que todos hemos deleitado alguna reunión, procurando llenarnos de pánico en amistoso y solidario contubernio. No obstante, mi vida acumula de continuo, desde que tengo memoria, pequeños y curiosos incidentes del tipo de aquellos a que he comenzado a referirme desde las primeras líneas. Incidentes que no dan pues para un cuento de Lovecraft, Quiroga o Poe; que, como motivo de inspiración, seguro habrían provocado una sonrisa de cortés indiferencia en los labios de Cortázar, Borges o Richard Matheson; cuya hipotética filiación narrativa habría que buscarla en todo caso quizá por los rumbos de Felisberto Hernández, si bien incluso en este caso atenuando al mínimo su perenne velo de eléctrica imantación subterránea.

Bajo ninguna circunstancia me atrevería a menospreciar o minimizar el nutrido álbum de guiños de esta índole que me acompaña, y que de acuerdo a plazos siempre reacios a las programaciones sé que continuará engrosándose con implacable parsimonia hasta el fin de mis días. Se trata de prendas preciadísimas, de las que no cabe sin embargo hacer ningún género de alarde. Menos imperativo énfasis que subjuntiva suspensión; menos esclarecedor relieve de certidumbre, que pálida sombra de inquietud y de duda. Y, en esa misma medida, indómito refrendo de los senderos de vida, búsqueda y oficio en que me he elegido y que me han elegido.

Quiero referirme no obstante esta vez a aquellas oportunidades donde lo ignoto, lo insondable, el misterio o como gusten llamarle, elige para manifestar su recordatorio una parafernalia peculiarmente ridícula.

Víctor Yturbe, apodado “El Pirulí”, fue un cantante romántico que inició su carrera hacia mediados de la década de los sesenta, pero cuya identidad sonora dominante resulta inconfundiblemente setentera. Se hizo famoso cantando boleros, justo durante la época donde el género experimentó su definitiva debacle y comenzó a interpretarse ya no en tiempo presente (como había sucedido entre los treinta y los cincuenta), sino como nostálgica evocación de un tiempo a partir de ahí irrecuperable. Algunos escasos comentaristas y glosadores biográficos se conceden la ocurrente licencia de referirse a él como uno de los mejores intérpretes masculinos de boleros en la historia de nuestro país, más por su perdurable relación profesional con el requintista Chamín Correa que por otra cosa; pero la verdad es que semejante calificativo aparece sólo en notas, apuntes y entradas de blog consagradas en específico a El Pirulí. El lector curioso que en cambio consulte materiales correspondientes a la historia del bolero en general, lo más probable es que no encuentre su nombre por ningún lado. Modesto remedo e imitador no por completo involuntario del talento y el estilo de Marco Antonio Muñiz, su voz meliflua, su blandengue presencia escénica, su carisma más bien discreto y su galanura más bien inexistente, acaso le auguraban ya el merecido olvido desde los tiempos de su gloria y su acceso al hit parade.

Si no me equivoco, el único par de temas medianamente perdurables que ha conseguido colar en las antologías mp3 de éxitos del ayer son Verónica (“extraño tu voz cuando no estás junto a mí”) y Felicidad (“hoy amanece, y el sol tiene un raro esplendor”). Cualquier día puedes descubrirte escuchándolos cuando viajes en un vehículo del transporte público cuyo chofer sobrepase los cuarenta, perdidos entre las por contraste abundantísimas canciones incluidas de Leo Dan, Leonardo Favio, Roberto Carlos o José Luis Perales. Víctor Yturbe era el eterno participante perdedor del Festival OTI. No triunfó en Viña del Mar ni se convirtió en el artista predilecto de Raúl Velasco durante alguna de las kilométricas temporadas de Siempre en domingo. Nada tuvo para competir en la memoria de mi generación y la de mis padres con la privilegiada voz de un José José, el inconfundible feeling de un Emmanuel, o hasta con el audaz desparpajo de cantautor naif de un José María Napoleón. El Pirulí, no obstante la rutilante bonanza de sus horas estelares, a la postre quedó ubicado en la segunda línea de aquel mercado ya mayoritariamente caduco: la línea de Sergio Esquivel, Gualberto Castro, Álvaro Dávila, Yoshio y un larguísimo etcétera.

Mucho más que sus discos alcanza a perdurar en el recuerdo su muerte, acaecida en turbias y jamás aclaradas circunstancias, y que en cierto sentido constituyó un adelantado botón de muestra para los estrechos vínculos entre farándula y delincuencia organizada tal y como ahora los entendemos. Al término de las cuentas, Víctor Yturbe quedó ajustado menos al perfil de cantante inolvidable que al de personaje secundario en una novela de Héctor Belascoarán Shayne.

Asumo posible, y no propicio a ningún género de suspicacias metafísicas, que un chofer de colectivo en Morelia pueda traer, al abordar yo su vehículo, sonando en el estéreo un mp3 integrado por puras canciones a cargo de El Pirulí. Porque todo en esta vida es posible. Nada hay de anómalo e inquietante en la opción. Que el porcentaje de probabilidad para anticipar semejante experiencia resulte sin duda reducido, de ninguna manera autoriza para descartarla en definitiva.

Así que cuando aquella mañana, sumidas todavía las calles de la ciudad en las postreras sombras de la madrugada, abordé el primer colectivo del día para acompañar a mi hijo a la escuela, y advertí que el chofer venía escuchando un mp3 de El Pirulí, me sorprendí pero no en exceso; se trataba de una rareza completamente posible, aun cuando altamente improbable. Y aunque he expresado con sobrada suficiencia mi total falta de devoción por el cantante, debo decir que viajé feliz oyéndolo; agradeciendo no sólo encontrarme por una vez a salvo del asedio dictatorial y medio terrorista de la narcobanda y el reguetón, sino también de iniciar el día ensoñándome con diversas atmósferas recuperadas de mi infancia, bajo tan imprevisto patrocinio.

Circunstancias que no vienen a cuento me hicieron pasar la mayor parte de ese mismo día en una de las salas de espera del ISSSTE de Atapaneo. Hacia las nueve de la noche, fatigados a partes iguales el ánimo, la mente y los huesos, abordé un taxi para regresar a casa. El estéreo reproducía un mp3 de El Pirulí.

Ya medité a propósito de lo improbable pero no significativamente anómalo que podía resultar encontrarte con que, corriendo el año 2018, un chofer del transporte público de Morelia viniera escuchando en su automóvil las obras completas de Víctor Yturbe. Sin embargo, ¿cómo mantenerse indiferente o ecuánime ante el hecho de que, el mismo día, dos transportes públicos hayan acompañado mi madrugadora salida de casa y mi nocturno regreso a casa con las obras completas de Víctor Yturbe?

Los convencidos de que la vida es una lineal suma de relaciones de causa-efecto, se aprestarán a postular hipótesis que según ellos expliquen con presunta racionalidad la absurda coincidencia. Algún líder transportista distribuyó masivamente entre los trabajadores del volante de Morelia miles de mp3 de El Pirulí, porque a él le gustaban mucho y le recordaban a su papá. Los choferes de mi colectivo matutino y mi taxi noctívago eran compadres o hermanos. El más reciente reality televisivo había resucitado masivamente a Víctor Yturbe durante algunas semanas, sin que yo me percatara, mediante la versión sinaloense de Felicidad o de Verónica. Alguien que no me quería había emprendido la paciente misión de desquiciarme mediante una sui generis variante de persecución subliminal.

Los afanes de la razón por cuadrar la inmensa vastedad de lo real a su propia limitada medida, terminan por resultar siempre la cosa más irracional del mundo. Bien dijo Goya que el sueño de la razón produce monstruos. Cuando a la razón le da por soñar, casi sin remedio hay que empezar a temer y pagar el saldo de sus pesadillas.

Y sin embargo, por otro lado, si hemos de considerar algún grado de ultraterrena influencia en todo este asunto, ¿qué iniciática enseñanza cabe suponer que estaba ofreciendo?, ¿a qué esencial revelación me estaba asomando? La verdad es que esmerarme en buscarle filones de esoterismo trascendente a mis encuentros cercanos del tercer tipo con Víctor Yturbe, me parecería un bochornoso despropósito. Lo cual no quita que el episodio sea raro. Lo cual no impide que, sin dejar un segundo de reír a carcajadas, me siga perturbando.

Asevera Oliveira en Rayuela que, para la época de su encuentro en París con La Maga, ya se había habituado a que le ocurrieran cosas modestamente prodigiosas, como que un silbato de tren se superpusiera con puntual exactitud armónica y rítmica al fragmento de una pieza de Beethoven que en ese mismo instante se encontraba escuchando. Pero en su caso, semejantes episodios parecen dotados siempre de una cierta dignidad cultural; un elegante lirismo que, en la anécdota personal que he relatado, por más que le dé vueltas, tiende a brillar por su ausencia, enfatizando antes bien el más patoso y vulgar contenido cómico. Tampoco será casual. Creo recordar que El Pirulí trabajaba como payaso en Acapulco antes de volverse intérprete de boleros, y que un feo accidente acabó por decidirle la vocación ante su manifiesta imposibilidad de continuar ejecutando maromas y acrobacias.

Acaso haya que desandar un trecho mucho más largo de camino, y volver a preguntarnos de nueva cuenta dónde empieza lo ridículo y dónde empieza lo serio. Qué es lo que en cualquier momento vuelve cómica a la tragedia. Qué es lo que, de súbito y sin aviso, vuelve trágica a la comedia. La vida es la farsa que todos debemos representar, decía Rimbaud. Y Juan de Dios Peza, en un poema que todavía gustaban declamar durante las reuniones de familia los hombres mayores del mundo de mi infancia, sentenciaba: “el carnaval del mundo engaña tanto que la vida son breves mascaradas, aquí podemos sonreír con llanto y también llorar a carcajadas”. Aprendí esos versos de niño, y ya nunca pude olvidarlos. El Pirulí tenía cara de payaso triste, y he comenzado a arrepentirme de cuanto en tono burlón me permití decir de él párrafos atrás. ¿Qué puede haber más trágico que un hombre que se dedicó a cantar boleros porque ya no pudo seguir siendo payaso? ¿Qué puede haber más cómico que un hombre que se dedicó a cantar boleros porque ya no pudo seguir siendo payaso? El carnaval del mundo engaña tanto…

A final de cuentas, todas y cada una de las pálidas sombras a que aludía de inicio, terminan por reivindicar para sí la misma inaprehensible elocuencia, sin importar cuán vergonzosas puedan antojársenos de entrada las prendas que la configuran. La misma inaprehensible elocuencia, y también la misma rotunda inutilidad práctica. Una sostenida, indómita vocación elusiva frente a todo aquello a lo que la ideología dominante, la retórica empresarial, la inteligencia emocional y el modelo educativo por competencias, les gusta identificar como sinónimo de “la vida real”.

Fuera de la lógica del lucro, y de todo pragmático sentido del provecho, esas pálidas sombras. Y sin embargo recordándonos con oportuno y sincopado acento las coordenadas de sentido indispensables para que la humana existencia continúe resultando digna de semejante nombre.

Conocí a mi esposa, Bárbara, en una coyuntura social e institucional bastante concurrida, que sólo nos posibilitó un par de breves charlas y la oportunidad de compartir nuestros respectivos correos electrónicos a la hora de las despedidas. Realmente nos hicimos amigos por vía epistolar y virtual en el transcurso de los meses posteriores. La primera oportunidad  para conversar, ir al café y acudir al cine, sobrevino todavía más tarde.

Desocupado de un obligatorio compromiso con que debía cumplir antes de verla, la llamé por teléfono y quedamos de encontrarnos en la glorieta del Metro Insurgentes. Se trataba de la época previa al Metrobús. Abordé un colectivo. Eran casi las cinco de la tarde, era Avenida Insurgentes. Y, sin embargo, el colectivo en un momento dado se quedó vacío. Sólo el chofer allá adelante, y yo en el último asiento, presa de una creciente inquietud en la boca del estómago. El estéreo comenzó a tocar A Whiter Shade of Pale de Procol Harum. Una pálida sombra, como gustaban presentarla las estaciones de radio mexicanas. La inquietud devino hueco devorador en el estómago, y consumí el resto del trayecto tratando de convencerme de que no había nada especial, anómalo o sobrenatural en el episodio. Concluyó A Whiter Shade of Pale, subieron otras personas al microbús. Comencé a burlarme de mi atávica propensión por el melodrama y el tremendismo.

Aquí es oportuno mencionar que, durante aquella época, iniciado recién el nuevo siglo, aún estaba bastante generalizada la costumbre de regalar a las personas de nuestra estima, amigos, parientes y amores potenciales (sobre todo cuando nos hallábamos en las primeras etapas de conocimiento mutuo), un casete grabado con las canciones que más nos gustaran.

Volví a Morelia con el sueño de la razón produciendo monstruos a todo lo que daba. Al tercer día de nuestro encuentro en la glorieta del Metro Insurgentes, Bárbara y yo habíamos ido al Museo José Luis Cuevas a mirar los grabados de Goya. Los desastres de la guerra. Los Caprichos. Los Disparates. Yo me preguntaba si realmente estaría enamorándome, o si se trataba sólo de un capricho, de un franco disparate. Recordaba o anticipaba los desastres de la guerra que ciertos corazones (por descontado el mío) tienen por costumbre provocar, haciendo gala de un entusiasmo medio suicida. Procuraba otorgarme todo género de ecuánimes desalientos y procurarme cuantas inapelables pruebas de arbitrario espejismo resultara posible. Procuraba sobre todo no pensar demasiado en el rato aquel durante el cual el chofer y yo nos quedamos a solas con Procol Harum y Una pálida sombra, en plena Avenida Insurgentes a las cinco de la tarde. Rato a propósito del cual, por supuesto, no había llegado a decirle media palabra a nadie.

Traía en la mochila el casete con las canciones favoritas de Bárbara. Yo, despistado, lento y siempre carente de todo sentido de oportunidad, no había llegado a grabar el mío. Se lo llevaría hasta la siguiente visita. Era pues ya la mañana del lunes, saqué el casete de la mochila, lo puse en el estéreo de la sala de mi casa. He mencionado más atrás que los guiños del misterio prefieren la asimetría, ese descolocamiento que los salva de toda perfección (así sea sólo la perfección lírica de una casualidad). Por el orden en que había sido grabado, el casete comenzaba por el lado B. Su primer tema era Who by Fire de Leonard Cohen, y me basta volver a escuchar sus primeros acordes para encontrar restituida íntegra la atmósfera de aquella mañana (“¿y quién por el fuego, quién por el agua? ¿quién en el brillo del sol, quién en el tiempo nocturno?”).

Terminó el lado B. Volteé el casete. El primer tema del lado A era, claro, A Whiter Shade of Pale de Procol Harum. Una pálida sombra. No más. Pero tampoco menos.