Hace tiempo terminé por
convencerme de que, para recordarnos cuán parcial y aproximativo continúa
siendo nuestro conocimiento de la realidad, lo sobrenatural gusta prodigar sus
oportunas dosis de una manera impredecible, asimétrica, y por completo
impermeable a cualquier pragmático utilitarismo.
Nada de milagreros efectos
especiales para engrosar feligresías. Nada de candentes revelaciones cósmicas o
metafísicas que nos ahorren el trabajo de preguntarnos todo aquello que nos
corresponde interminablemente preguntar. Ninguna emisión de exclusivas
certificadas para obsesos de los platos voladores, las profecías apocalípticas,
la ouija, los horóscopos o el Monstruo del Lago Ness.
Apenas inquietantes y ambiguos
guiños, sin predecible calendarización, inútiles a la hora de anticipar un reintegro de lotería o la fecha idónea
para canjear pesos por dólares durante un trance de devaluación. Guiños que
insinúan que el tiempo, el espacio, el devenir y los propios seres humanos
acaso no estén configurados de la forma en que, para poder transitar por el
mundo, asumimos de antemano día a día que se hallan configurados; sin
preocuparse por demostrarlo según los términos harto debatibles (pero cuán
omnipotentemente inquisitoriales todavía) del peor positivismo.
Siempre me he considerado
perteneciente a un perfil poco propicio para el repertorio estelar de los
eventos sobrenaturales, como las apariciones fantasmagóricas y los
presentimientos brujeriles: esas inexplicables anécdotas con que todos hemos
deleitado alguna reunión, procurando llenarnos de pánico en amistoso y
solidario contubernio. No obstante, mi vida acumula de continuo, desde que
tengo memoria, pequeños y curiosos incidentes del tipo de aquellos a que he
comenzado a referirme desde las primeras líneas. Incidentes que no dan pues
para un cuento de Lovecraft, Quiroga o Poe; que, como motivo de inspiración,
seguro habrían provocado una sonrisa de cortés indiferencia en los labios de
Cortázar, Borges o Richard Matheson; cuya hipotética filiación narrativa habría
que buscarla en todo caso quizá por los rumbos de Felisberto Hernández, si bien
incluso en este caso atenuando al mínimo su perenne velo de eléctrica
imantación subterránea.
Bajo ninguna circunstancia me
atrevería a menospreciar o minimizar el nutrido álbum de guiños de esta índole
que me acompaña, y que de acuerdo a plazos siempre reacios a las programaciones
sé que continuará engrosándose con implacable parsimonia hasta el fin de mis días.
Se trata de prendas preciadísimas, de las que no cabe sin embargo hacer ningún
género de alarde. Menos imperativo énfasis que subjuntiva suspensión; menos
esclarecedor relieve de certidumbre, que pálida sombra de inquietud y de duda.
Y, en esa misma medida, indómito refrendo de los senderos de vida, búsqueda y
oficio en que me he elegido y que me han elegido.
Quiero referirme no obstante
esta vez a aquellas oportunidades donde lo ignoto, lo insondable, el misterio o
como gusten llamarle, elige para manifestar su recordatorio una parafernalia
peculiarmente ridícula.
Víctor Yturbe, apodado “El
Pirulí”, fue un cantante romántico que inició su carrera hacia mediados de la
década de los sesenta, pero cuya identidad sonora dominante resulta
inconfundiblemente setentera. Se hizo famoso cantando boleros, justo durante la
época donde el género experimentó su definitiva debacle y comenzó a
interpretarse ya no en tiempo presente (como había sucedido entre los treinta y
los cincuenta), sino como nostálgica evocación de un tiempo a partir de ahí
irrecuperable. Algunos escasos comentaristas y glosadores biográficos se
conceden la ocurrente licencia de referirse a él como uno de los mejores
intérpretes masculinos de boleros en la historia de nuestro país, más por su
perdurable relación profesional con el requintista Chamín Correa que por otra
cosa; pero la verdad es que semejante calificativo aparece sólo en notas,
apuntes y entradas de blog consagradas en específico a El Pirulí. El lector
curioso que en cambio consulte materiales correspondientes a la historia del
bolero en general, lo más probable es que no encuentre su nombre por ningún
lado. Modesto remedo e imitador no por completo involuntario del talento y el
estilo de Marco Antonio Muñiz, su voz meliflua, su blandengue presencia
escénica, su carisma más bien discreto y su galanura más bien inexistente,
acaso le auguraban ya el merecido olvido desde los tiempos de su gloria y su
acceso al hit parade.
Si no me equivoco, el único par
de temas medianamente perdurables que ha conseguido colar en las antologías mp3
de éxitos del ayer son Verónica (“extraño
tu voz cuando no estás junto a mí”) y Felicidad
(“hoy amanece, y el sol tiene un raro esplendor”). Cualquier día puedes
descubrirte escuchándolos cuando viajes en un vehículo del transporte público
cuyo chofer sobrepase los cuarenta, perdidos entre las por contraste
abundantísimas canciones incluidas de Leo Dan, Leonardo Favio, Roberto Carlos o
José Luis Perales. Víctor Yturbe era el eterno participante perdedor del
Festival OTI. No triunfó en Viña del Mar ni se convirtió en el artista
predilecto de Raúl Velasco durante alguna de las kilométricas temporadas de Siempre en domingo. Nada tuvo para
competir en la memoria de mi generación y la de mis padres con la privilegiada voz de un José José, el
inconfundible feeling de un Emmanuel,
o hasta con el audaz desparpajo de cantautor naif de un José María Napoleón. El
Pirulí, no obstante la rutilante bonanza de sus horas estelares, a la postre
quedó ubicado en la segunda línea de aquel mercado ya mayoritariamente caduco:
la línea de Sergio Esquivel, Gualberto Castro, Álvaro Dávila, Yoshio y un
larguísimo etcétera.
Mucho más que sus discos
alcanza a perdurar en el recuerdo su muerte, acaecida en turbias y jamás aclaradas
circunstancias, y que en cierto sentido constituyó un adelantado botón de
muestra para los estrechos vínculos entre farándula y delincuencia organizada
tal y como ahora los entendemos. Al término de las cuentas, Víctor Yturbe
quedó ajustado menos al perfil de cantante inolvidable que al de
personaje secundario en una novela de Héctor Belascoarán Shayne.
Asumo posible, y no propicio a
ningún género de suspicacias metafísicas, que un chofer de colectivo en Morelia
pueda traer, al abordar yo su vehículo, sonando en el estéreo un mp3 integrado
por puras canciones a cargo de El Pirulí. Porque todo en esta vida es posible.
Nada hay de anómalo e inquietante en la opción. Que el porcentaje de
probabilidad para anticipar semejante experiencia resulte sin duda reducido, de
ninguna manera autoriza para descartarla en definitiva.
Así que cuando aquella mañana,
sumidas todavía las calles de la ciudad en las postreras sombras de la
madrugada, abordé el primer colectivo del día para acompañar a mi hijo a la
escuela, y advertí que el chofer venía escuchando un mp3 de El Pirulí, me
sorprendí pero no en exceso; se trataba de una rareza completamente posible,
aun cuando altamente improbable. Y aunque he expresado con sobrada suficiencia
mi total falta de devoción por el cantante, debo decir que viajé feliz
oyéndolo; agradeciendo no sólo encontrarme por una vez a salvo del asedio
dictatorial y medio terrorista de la narcobanda y el reguetón, sino también de
iniciar el día ensoñándome con diversas atmósferas recuperadas de mi infancia,
bajo tan imprevisto patrocinio.
Circunstancias que no vienen a
cuento me hicieron pasar la mayor parte de ese mismo día en una de las salas de
espera del ISSSTE de Atapaneo. Hacia las nueve de la noche, fatigados a partes
iguales el ánimo, la mente y los huesos, abordé un taxi para regresar a casa.
El estéreo reproducía un mp3 de El Pirulí.
Ya medité a propósito de lo
improbable pero no significativamente anómalo que podía resultar encontrarte
con que, corriendo el año 2018, un chofer del transporte público de Morelia viniera
escuchando en su automóvil las obras completas de Víctor Yturbe. Sin embargo,
¿cómo mantenerse indiferente o ecuánime ante el hecho de que, el mismo día, dos
transportes públicos hayan acompañado mi madrugadora salida de casa y mi
nocturno regreso a casa con las obras completas de Víctor Yturbe?
Los convencidos de que la vida
es una lineal suma de relaciones de causa-efecto, se aprestarán a postular
hipótesis que según ellos expliquen con presunta racionalidad la absurda
coincidencia. Algún líder transportista distribuyó masivamente entre los
trabajadores del volante de Morelia miles de mp3 de El Pirulí, porque a él le
gustaban mucho y le recordaban a su papá. Los choferes de mi colectivo matutino
y mi taxi noctívago eran compadres o hermanos. El más reciente reality
televisivo había resucitado masivamente a Víctor Yturbe durante algunas
semanas, sin que yo me percatara, mediante la versión sinaloense de Felicidad o de Verónica. Alguien que no me quería había emprendido la paciente
misión de desquiciarme mediante una sui generis variante de persecución
subliminal.
Los afanes de la razón por
cuadrar la inmensa vastedad de lo real a su propia limitada medida, terminan
por resultar siempre la cosa más irracional del mundo. Bien dijo Goya que el
sueño de la razón produce monstruos. Cuando a la razón le da por soñar, casi sin
remedio hay que empezar a temer y pagar el saldo de sus pesadillas.
Y sin embargo, por otro lado,
si hemos de considerar algún grado de ultraterrena influencia en todo este
asunto, ¿qué iniciática enseñanza cabe suponer que estaba ofreciendo?, ¿a qué
esencial revelación me estaba asomando? La verdad es que esmerarme en buscarle
filones de esoterismo trascendente a mis encuentros cercanos del tercer tipo
con Víctor Yturbe, me parecería un bochornoso despropósito. Lo cual no quita
que el episodio sea raro. Lo cual no impide que, sin dejar un segundo de reír a
carcajadas, me siga perturbando.
Asevera Oliveira en Rayuela que, para la época de su
encuentro en París con La Maga, ya se había habituado a que le ocurrieran cosas
modestamente prodigiosas, como que un silbato de tren se superpusiera con
puntual exactitud armónica y rítmica al fragmento de una pieza de Beethoven que
en ese mismo instante se encontraba escuchando. Pero en su caso, semejantes
episodios parecen dotados siempre de una cierta dignidad cultural; un elegante
lirismo que, en la anécdota personal que he relatado, por más que le dé
vueltas, tiende a brillar por su ausencia, enfatizando antes bien el más patoso
y vulgar contenido cómico. Tampoco será casual. Creo recordar que El Pirulí trabajaba
como payaso en Acapulco antes de volverse intérprete de boleros, y que un feo
accidente acabó por decidirle la vocación ante su manifiesta imposibilidad de
continuar ejecutando maromas y acrobacias.
Acaso haya que desandar un
trecho mucho más largo de camino, y volver a preguntarnos de nueva cuenta dónde
empieza lo ridículo y dónde empieza lo serio. Qué es lo que en cualquier
momento vuelve cómica a la tragedia. Qué es lo que, de súbito y sin aviso,
vuelve trágica a la comedia. La vida es la farsa que todos debemos representar,
decía Rimbaud. Y Juan de Dios Peza, en un poema que todavía gustaban declamar durante
las reuniones de familia los hombres mayores del mundo de mi infancia,
sentenciaba: “el carnaval del mundo engaña tanto que la vida son breves
mascaradas, aquí podemos sonreír con llanto y también llorar a carcajadas”.
Aprendí esos versos de niño, y ya nunca pude olvidarlos. El Pirulí tenía cara
de payaso triste, y he comenzado a arrepentirme de cuanto en tono burlón me
permití decir de él párrafos atrás. ¿Qué puede haber más trágico que un hombre
que se dedicó a cantar boleros porque ya no pudo seguir siendo payaso? ¿Qué
puede haber más cómico que un hombre que se dedicó a cantar boleros porque ya
no pudo seguir siendo payaso? El carnaval del mundo engaña tanto…
A final de cuentas, todas y cada
una de las pálidas sombras a que aludía de inicio, terminan por reivindicar
para sí la misma inaprehensible elocuencia, sin importar cuán vergonzosas
puedan antojársenos de entrada las prendas que la configuran. La misma
inaprehensible elocuencia, y también la misma rotunda inutilidad práctica. Una
sostenida, indómita vocación elusiva frente a todo aquello a lo que la ideología
dominante, la retórica empresarial, la inteligencia emocional y el modelo
educativo por competencias, les gusta identificar como sinónimo de “la vida
real”.
Fuera de la lógica del lucro, y
de todo pragmático sentido del provecho, esas pálidas sombras. Y sin embargo
recordándonos con oportuno y sincopado acento las coordenadas de sentido
indispensables para que la humana existencia continúe resultando digna de
semejante nombre.
Conocí a mi esposa, Bárbara, en
una coyuntura social e institucional bastante concurrida, que sólo nos
posibilitó un par de breves charlas y la oportunidad de compartir nuestros
respectivos correos electrónicos a la hora de las despedidas. Realmente nos
hicimos amigos por vía epistolar y virtual en el transcurso de los meses
posteriores. La primera oportunidad para
conversar, ir al café y acudir al cine, sobrevino todavía más tarde.
Desocupado de un obligatorio
compromiso con que debía cumplir antes de verla, la llamé por teléfono y
quedamos de encontrarnos en la glorieta del Metro Insurgentes. Se trataba de la
época previa al Metrobús. Abordé un colectivo. Eran casi las cinco de la tarde,
era Avenida Insurgentes. Y, sin embargo, el colectivo en un momento dado se
quedó vacío. Sólo el chofer allá adelante, y yo en el último asiento, presa de
una creciente inquietud en la boca del estómago. El estéreo comenzó a tocar A Whiter Shade of Pale de Procol Harum. Una pálida sombra, como gustaban
presentarla las estaciones de radio mexicanas. La inquietud devino hueco
devorador en el estómago, y consumí el resto del trayecto tratando de
convencerme de que no había nada especial, anómalo o sobrenatural en el episodio.
Concluyó A Whiter Shade of Pale,
subieron otras personas al microbús. Comencé a burlarme de mi atávica
propensión por el melodrama y el tremendismo.
Aquí es oportuno mencionar que,
durante aquella época, iniciado recién el nuevo siglo, aún estaba bastante
generalizada la costumbre de regalar a las personas de nuestra estima, amigos,
parientes y amores potenciales (sobre todo cuando nos hallábamos en las
primeras etapas de conocimiento mutuo), un casete grabado con las canciones que
más nos gustaran.
Volví a Morelia con el sueño de
la razón produciendo monstruos a todo lo que daba. Al tercer día de nuestro
encuentro en la glorieta del Metro Insurgentes, Bárbara y yo habíamos ido al
Museo José Luis Cuevas a mirar los grabados de Goya. Los desastres de la
guerra. Los Caprichos. Los Disparates. Yo me preguntaba si realmente estaría enamorándome,
o si se trataba sólo de un capricho, de un franco disparate. Recordaba o
anticipaba los desastres de la guerra que ciertos corazones (por descontado el
mío) tienen por costumbre provocar, haciendo gala de un entusiasmo medio
suicida. Procuraba otorgarme todo género de ecuánimes desalientos y procurarme
cuantas inapelables pruebas de arbitrario espejismo resultara posible.
Procuraba sobre todo no pensar demasiado en el rato aquel durante el cual el
chofer y yo nos quedamos a solas con Procol Harum y Una pálida sombra, en plena Avenida Insurgentes a las cinco de la
tarde. Rato a propósito del cual, por supuesto, no había llegado a decirle
media palabra a nadie.
Traía en la mochila el casete
con las canciones favoritas de Bárbara. Yo, despistado, lento y siempre carente
de todo sentido de oportunidad, no había llegado a grabar el mío. Se lo
llevaría hasta la siguiente visita. Era pues ya la mañana del lunes, saqué el
casete de la mochila, lo puse en el estéreo de la sala de mi casa. He
mencionado más atrás que los guiños del misterio prefieren la asimetría, ese
descolocamiento que los salva de toda perfección (así sea sólo la perfección
lírica de una casualidad). Por el orden en que había sido grabado, el casete
comenzaba por el lado B. Su primer tema era Who
by Fire de Leonard Cohen, y me basta volver a escuchar sus primeros acordes
para encontrar restituida íntegra la atmósfera de aquella mañana (“¿y quién por
el fuego, quién por el agua? ¿quién en el brillo del sol, quién en el tiempo
nocturno?”).
Terminó el lado B. Volteé el
casete. El primer tema del lado A era, claro, A Whiter Shade of Pale de Procol Harum. Una pálida sombra. No más.
Pero tampoco menos.