Entre los juguetes predilectos
de mi infancia estuvo un visor de imágenes tridimensionales. Enfocado desde la
época actual, con sus ensueños holográficos y sus realidades aumentadas, se
antojará sin duda un cachivache de lo más modesto, de lo más pueril y de lo más
arcaico. “Una de esas cosas que asombraban a los de antes”, para decirlo con la
frase tópica y petulante entre todos los reos habidos y por haber de su propia
efímera novedad.
Su nombre comercial era View
Master, y su modelo original databa de varias décadas atrás. Al llegar mi
niñez, el modelo actualizado era de plástico rojo, con una palanca color
naranja para ir cambiando las vistas, pero la mecánica de su funcionamiento
seguía manteniéndose intacta: insertabas por su ranura superior un pequeño
disco de cartón con siete diapositivas estereográficas integradas, pegabas tus
ojos a su par de lentes, y mirabas. Una minúscula y a la vez infinita cámara
oscura se abría entonces ante ti. Allá al fondo, se ofrecía una imagen fija en
cuyos detalles te extraviabas sin término, hipnotizado por el prodigio no sólo
de su tridimensionalidad, sino por la inequívoca sugerencia de una sala
cinematográfica con todas las de la ley a la medida de tus manos, sin importar
para nada que las figuras ante ti no se movieran.
El aparato venía acompañado de
un disco promocional de muestra, pero los paquetes propiamente dichos, con las
dimensiones digamos de un cuarto de hoja de papel tamaño carta, e integrados
por tres discos y un cuadernillo monográfico complementario, se vendían aparte.
El día que mis papás me
regalaron de cumpleaños el visor, incorporaron uno de aquellos paquetes. El
poderoso Thor según Marvel enfrentando a la Gárgola Gris, con dibujos del
mítico Jack Kirby. Odín, irritado por el hecho de que su hijo predilecto se halle
prendado de la mortal Jane Foster, le prohíbe hacer uso de sus poderes; de modo
que el héroe, preso en el cuerpo flacucho y medio baldado del doctor Donald
Blake, se las ve negras para escapar de los ataques del villano. Hasta que la
autoridad paterna se conduele de él, permitiéndole hacer uso de su apariencia
divina y su martillo.
Durante largo tiempo, ese fue
el único juego de discos de que dispuse. Como era importado, y el cuadernillo
monográfico venía en inglés, la verdad es que ciertas partes de la historia
—como el motivo del enojo de Odín, o quién era el heraldo que enviaba para
notificarle el transitorio levantamiento de su castigo—resultaban un total
misterio para mí, y hube de reconstruirlas a posteriori.
Claro que me hubiera gustado
tener no sólo ese juego de discos, sino muchos más. Pero su costo quedaba fuera
de nuestro presupuesto familiar ordinario, siempre de suyo reducido, y
condicionado en materia de excepcionalidades y lujos no sólo por mis
apetencias, sino por las de mis tres hermanas. Así que tuve que conformarme con
contemplar ilusionado cada vitrina donde los paquetes View Master eran
ofertados, conjeturando cuál elegiría para mi siguiente cumpleaños o el próximo
Día de Reyes.
Los visores y sus juegos de
discos eran ofertados por supuesto en centros comerciales y jugueterías. Pero
sobre todo los recuerdo expuestos en los anaqueles de los establecimientos de
revelado fotográfico, entonces abundantísimos, al lado de la habitual oferta de
cámaras, rollos, flashes, angulares, álbumes y portarretratos. A la vuelta de
la escuela y a la vuelta de mi casa, equidistante de ambas, había uno de
aquellos establecimientos; día tras día, al regresar de la primaria, me
acostumbré al inexcusable ritual de detenerme para mirar en el aparador los
paquetes de View Master.
Supongo que un día, comprando
la despensa en algún centro comercial o paseando por el centro histórico, nos
topamos con una oferta. El caso es que al cabo, sin que hubiese efeméride
alguna de por medio, vi duplicado mi acervo por una nueva trilogía de discos y
un nuevo cuadernillo monográfico, esta vez en español. Las siete maravillas del
mundo. En el primero de los discos se incluía una reconstrucción conjetural en
maqueta de cada una de las maravillas clásicas, tradicionales: las llamadas
Maravillas del Mundo Antiguo; mis favoritas eran (de hecho lo habían sido desde
mucho antes, desde que sólo constituían una fantasía narrativa evocada por mi
mamá) el Coloso de Rodas y el Faro de Alejandría. El segundo disco, si mal no
recuerdo, correspondía a maravillas de la naturaleza, como los venerables
secuoyas estadunidenses o la catarata Iguazú en Sudamérica. El último ampliaba
a catorce el repertorio de maravillas culturales, incorporando monumentos como
el Taj-Mahal o la Muralla China.
Desde el primer día que me
asomé a la tienda fotográfica equidistante entre mi casa y mi escuela, un juego
de discos en específico se me había convertido en obsesión: un paquete
correspondiente a El Zorro, con el
espadachín enmascarado empuñando el florete en una mano, y tirando de las
riendas con la otra para sostener en dos patas a su caballo azabache.
El Zorro había tenido su primer
espectacular reinado cinematográfico, sepultado sin remedio por las sucesivas,
fatales, corrosivas y parsimoniosas oleadas de la amnesia, allá hacia los años
veinte, durante la época de las primeras grandes producciones del Hollywood
silente, encarnado por su más célebre estrella de acción: Douglas Fairbanks. Para
los años setenta, quien continuaba dictando en el imaginario global la
fisonomía del oscuro justiciero con antifaz (padre de Batman) era Tyrone Power,
protagonista en 1940 del primero en una interminable saga de remakes. Incluso
las vernáculas adaptaciones en modalidad de western ranchero, donde Luis
Aguilar pasaba a cubrirse el rostro con enormes paliacates bajo advocaciones
como “el látigo negro” o “el zorro escarlata”, seguían obedientes el repertorio
de atavíos, escenografías, amaneramientos y gesticulaciones establecidos por
Power y por el director Rouben Mamoulian. El paquete de View Master que se me
convirtió en obsesión, correspondía a una serie televisiva producida por Walt
Disney durante los años sesenta, y que procuraba prolongar episódicamente, del
modo más puntual posible, la estética de esa misma cinta.
Tal vez valga la pena explicar
que por entonces ciertos plazos culturales tendían a resultar mucho más
perdurables. Los espacios nocturnos y matutinos hoy copados en la televisión
abierta por el telemercadeo y los predicadores, solían ocuparlos interminables
tandas de películas hollywoodenses correspondientes a veinte o treinta años
atrás. De tal suerte que para el ejemplar mexicano promedio con acceso regular
a la pantalla chica, resultaba más bien difícil arribar a la pubertad sin
acumular en su haber, aunque fuera por accidente y sin especial inclinación
hacia ellas, respetables dosis de Bela Lugosi y Boris Karloff haciendo de
monstruos, John Wayne y Yul Brynner matando apaches, James Cagney y Edgar G.
Robinson homenajeando los tiempos de Al Capone, Kirk Douglas y Charlton Heston
luciendo sus pectorales a la menor provocación con coartadas de romano o de vikingo,
Judy Garland y Shirley Temple eternizándose niña con crinolina en la pantalla,
Ginger Rogers y Fred Astaire bailando al infinito y más allá en toda suerte de
glamorosos decorados.
Cuán mayor no resultaría la fascinación por aquel universo fílmico, cuando además de recibirla en calidad de público cautivo habías visto alimentado por tus padres un manifiesto alborozo cómplice hacia varias de sus prendas.
En casa se conocía de sobra mi
cotidiana parada ante las vitrinas de la tienda fotográfica. Los días que
faltaban para mi siguiente cumpleaños o para el próximo Día de Reyes eran
muchos aún. Y hasta creo recordar que su respectivo arribo me vio decantarme
por otros regalos de pronto más codiciables que los discos de El Zorro. Así que el lapso durante el
cual, entre el suspiro añorante y la constatación sonriente, me conformé con ir
a pegar la nariz a la vitrina, se me dilata en el recuerdo hasta proporciones
mayúsculas. Llegaban nuevas existencias, se vendían otros paquetes; me tocaba
llevarme algún susto por un reacomodo en las estanterías, que había mudado el
objeto de mi codicia hasta otro aparador. Llegó incluso el día en que mi
atención y mi avidez cambiaron transitoriamente de destinatario, con la
aparición de un juego de discos del Hombre Araña, vendido no obstante con
rapidez, dada la disparidad de fervores que uno y otro personaje despertaban
para entonces. Podía respirar tranquilo: niños entusiasmados con el Zorro —por
más que casi todos lo conociéramos, y aun cuando para buena parte de mi
generación el primer superhéroe hubiera alcanzado a ser todavía El Llanero
Solitario— había ya más bien pocos.
Supongo que mi cariño y mi avidez
por aquel oscuro objeto del deseo, a la vez tan mío, tan al alcance de la mano,
como idealmente inaccesible y herméticamente inalcanzable, estaba en buena
medida predestinado a alinearse dentro del mismo idéntico orden de todas
aquellas relaciones cuya cifra y sentido se hallan antes bien en la espera que
en la cita cumplida. Pero quisieron el hado o las hadas que resultara de otra
suerte.
Uno de tantos mediodías, al
hacer mi religiosa parada en la tienda de revelado y artículos fotográficos,
sucedió que el paquete de El Zorro ya
no estaba ahí. Preso de la desolada
negación con que nos acostumbramos desde pequeños a afrontar la evidencia de lo
irremediable, y a pesar de que el resto de los juegos de discos en exhibición
ocupaban el mismo sitio exacto del día anterior (volviendo más evidente aún el
hueco de la ausencia cumplida), me lancé a revisar con febril minucia cada una
de las repisas de cada una del resto de las vitrinas. Vano afán. Las pesquisas
que en medio de mi zozobra acometí, no hicieron sino ratificarme lo desde el
principio obvio: alguien más había comprado mi paquete de El Zorro.
Lacerado por la tristeza, la
auto-conmiseración y el sentimiento de culpa, me maldije. Si en vez de aquellos
otros regalos elegidos en coyunturas propicias hubiera optado por El Zorro. Si
el hecho de hallarme el juego de discos en el anaquel día tras día, semana tras
semana a lo largo de tantos meses, no me hubiera convertido en reo del estúpido
espejismo de que iba a estar esperándome ahí para siempre. Si hubiera
empecinado algún chantajista ahínco de presión con mi abuela, sin temor a
amonestaciones y represalias por parte de mis padres. Si hubiera. Si hubiera.
Si hubiera.
Para dimensionar a cabalidad la
magnitud de mi tragedia, supongo será preciso establecer que, durante todo
aquel largo período de enamoramiento y espera, no habíamos llegado a toparnos ese
juego de discos en ningún mostrador de ningún centro comercial, ni de ninguna
otra tienda fotográfica. De modo que, sin sombra de exageración ni de retórica,
aquel ejemplar resultaba literalmente único para el alcance de mi entendimiento
y mis posibles.
Cierto poema de Efrén Hernández
refiere su puntual sensación de que, tras el padecimiento de un terminal
abandono amoroso, las estrellas se han venido abajo, y que él camina pisándolas
de regreso a su aposento, lo mismo que a hojas secas. “Estrellas secas” se
llama el poema. Así volví yo también a mi casa, aquel mediodía de mis nueve o
mis diez años: pisando estrellas secas.
No me quedaba corazón más que
para aguardar el momento de compartirle a mi mamá la carga de mi desamparo; un
deseo no tan virtuosamente desvalido como podría de entrada pensarse. Tal suele
suceder siempre en este tipo de casos, acusaba también el malsano impulso de
endilgarle en aumentada proporción mis resentimientos y mis culpabilidades. Que
advirtiera y asumiera la catástrofe que había provocado su nula voluntad de
convidarme con un extemporáneo obsequio, pese a mis sobradas y conmovedoras
muestras de devoción, mansedumbre y paciencia.
Al abrirse la puerta del
departamento de planta baja donde entonces vivíamos (el mismo departamento
donde moré la mayor parte de mi infancia) lo primero que advertí fue que el
juego de discos de El Zorro estaba
encima de la mesa, aun cuando faltara todavía mucho para el próximo Día de
Reyes y para mi siguiente cumpleaños.
Y así, durante el plazo de un
instante infinito, fui el niño más feliz sobre la faz de la tierra. Y vi
lavadas no sólo mis terminales pesadumbres, sino también cada uno de los
acochambrados bocetos de vergonzante mezquindad que mi alma había venido
acumulando durante la última cuadra de camino. Mirando la escena en
retrospectiva, es como si yo mismo, mi mamá congratulada por la alegría y la
sorpresa que acababa de regalarme, los maltrechos muebles del pequeño
departamento, mis hermanas como testigos de primera fila para la escena, el
paquete todavía envuelto en plástico sobre la mesa, nos hubiéramos vuelto
imagen fija en tercera dimensión, dentro de una imperecedera cámara negra
suspendida por encima de toda pérdida, todo desencuentro, todo olvido.
Sin importar que a la postre mi paquete favorito de View Master no fuera a ser ese, sino otro donde Jack Kirby ilustraba el origen de los Cuatro Fantásticos, con el cual quedaría completada en definitiva mi frugal colección, y que los Reyes Magos dejarían junto a mi zapato unos meses más tarde.