domingo, 1 de marzo de 2020

Reloj de pulsera.


Las potenciales, irrealizadas historias de todo lo que no fuiste, ¿viven por ventura en algún sitio? ¿Tienen escenario, progresión y drama en un país de memoria diluida, evaporado deseo, nostalgia equívoca?
Equívoca nostalgia de lo que nunca fue; que no alcanza siquiera para quitarte el sueño, limitándose a concurrir cada tanto como polizón al preludio de insomnios que jamás podrá reclamar como propios, o a las pausas más blandas y más tenues del primer café del día. Deseo resuelto ya fina estría de vapor, llevado al azar por el viento, sin promesa de retorno; perfume durante apenas unos segundos, que enseguida se devuelve al extravío, acaso y esta vez ya para siempre. Memoria diluida en el agua de tiempos mucho más llamativos y perentorios; evocación disuelta en medio de aquellos ademanes, gestos, historias y días cuya consistencia le impone su protagonismo a todos los recuentos —no importa cuán ociosos— de lo perdido; y que sin embargo prevalece ahí, en quién sabe cuál oscura zona, aguardando a hurtadillas la oportunidad o el accidente capaz de devolvernos a los labios, intacto, el gusto de su fugacísimo plazo, más nítido justo cuanto menos cumplido.
¿Cuántos que no soy, mas pude ser, andan por ahí combando el hueco de una ausencia en lechos que no me conocieron, en calles donde no fue apagándose el eco de mis pasos, en pieles que siguieron madurando caricia por su cuenta más allá del aroma con que alguna vez me consentí nombrarlas y jugar así apenas a medio nombrarme? ¿Y por qué son las amorosas tramas quienes parecieran siempre llevar mano a la hora de inaugurar este tipo de gratuitos devaneos, ni siquiera definibles en términos de ansiedad, lamento o rencor (devaneos cuya palidez y lejanía precave por vía del más elemental sentido del ridículo cualquier tentación de desliz hacia el melodrama)?
Desde la quietud del instante más ajeno a toda sospecha de clímax; desde la tesitura del segundo que nos hace suponer familiar un rostro visto el paso, en razón de un gesto que apenas esfumado anula por completo el espejismo; desde el inaprehensible intervalo entre el anterior pensamiento y el siguiente; desde una patria previa o posterior a cuanto acostumbramos llamar idea; desde el polvo de serrín que invisible eleva al aire la viruta sobrante de la madera con que construimos la banca del vivir; desde el perímetro que se quedó sin circunferencia a la cual delimitar. Desde ahí se confecciona la hipótesis de multitud de historias que llevan nuestros rasgos sin llevar nuestro rostro. Y esa individual urdimbre de biografías potenciales, al cabo no vividas, se mezcla en el cotidiano andar con el respectivo cúmulo que consigo viene acumulando (o imantando, o evaporando) nuestra biografía propiamente dicha.
Si aplicáramos a ello el más pequeño esmero, podríamos entrever la abismal infinidad de historias que acumulan quienes no fuimos; un espiral de caras en equitativa proporción distintas e idénticas a la nuestra. Y puede resultar acaso que, sin advertirlo, las entreveamos en efecto cada mañana dentro del espejo, y sean ellas las que nos hacen cabalmente despertar. Atisbamos durante un minúsculo instante ante nosotros algo que no debería estar ahí, algo que no identificamos como nuestro, y con tenue pelusilla de alarma en la nuca terminamos al fin por sustraernos a cabalidad del sueño. Pero lo que nos devuelve entonces el reflejo ya no es la difusa anomalía previa, sino nuestro propio azoro. Y encogiéndonos de hombros, sonriendo intrigados, forzando cierto rictus de desprecio, procedemos a instalarnos con temeraria confianza en cuanto, más allá de toda sombra de disputa y toda conjetura de riesgo, suponemos ser. Y así iniciamos el día, sin terminar nunca de preguntarnos si hemos sido nosotros quienes lo hemos elegido a él como cuesta, o ha sido él quien nos ha elegido a nosotros como caída.
De análoga manera, no siempre estamos capacitados para reconocer a primera vista lo que acabará dejando huella perdurable en nuestros inventarios. A menudo impostamos énfasis a posteriori en función del dibujo final, para significar determinados gestos y prendas, siendo que bien mirados (remitidos a la materialidad de cuando fueron fugaz presente) resultan igual de transitorios y de tenues que tantos otros esfumados sin el menor rastro.
Quizá para precavernos de toda socarrona esquematización y toda sentencia definitiva, hay gestos y prendas que, con la misma tenue sutileza, ya desde el momento en que son fugacidad presente refulgen e insinúan la dilatada estela del eco por venir que dejarán. En esos privilegiados episodios no sólo vivimos, sino que de una forma tan secreta e indefinible como incontestable, sabemos que esa vivencia va a quedarse para siempre (en los breves y multiformes modos que la palabra “siempre” adquiere cuando de humanos asuntos se trata, por supuesto).
No obstante, cabe aquí acordarnos de esas muchas veces, cuando un fulgurante guiño de presente nos mintió dilatados espejismos de futuro —sino es que incluso de eternidad— que al final de las cuentas no fue capaz de cumplir.
Recuerdo solitarias caminatas y extraviadas meditaciones de mi adolescencia. ¿No sería que acababa de cruzarme con una mujer que dentro de unos años se convertirá en el amor de mi vida? ¿Y no había dejado pasar la preciosa oportunidad de entreverle el corazón al misterio, al no prestarle la suficiente atención, al no demorarme suficientemente en ella, al andar distraído y no expectante? A veces el desvarío funcionaba como premio de consolación: adiós, hermosa; ni siquiera me has mirado, pero un día llegará en que tal vez no podrás sino mirarme. Y otras pueriles frases por el estilo.
Serán ese tipo de bobas zozobras metafísicas las que imponen que a determinada edad se vuelva indispensable usar reloj. Pero reloj de manecillas, cuyo segundero pulse gota a gota, con implacable parsimonia, haciéndola temblar, la delgada pared del paréntesis que mantiene del otro lado a la agonía.
Y no porque la agonía y su acechanza se vuelvan más enfáticas e intensas con el paso de los años. La agonía, ese pájaro sin prisa en las alas, prendido siempre de la misma rama, acecha con idéntica disposición al niño de cuatro años —solitario en la alcoba— cuando interrumpe a la mitad el ruido del carrito que arrastraba y se deja aterrar por el silencio, y al anciano enfrentada con cada nuevo amanecer al cielorraso. Lo que se modifica es nuestro trato y nuestra atención frente a esa acechanza perenne.
Cada cual a su tiempo descubre dicho cambio de disposición y de actitud. Resulta inexcusable. No puedes ni apremiarlo ni demorarlo. Llegará, estará en ti, estarás en él. Y al calmo desasosiego que a partir de entonces acompasará tu ir y venir, lo mejor es buscarle un énfasis irónico, un acompañamiento musical, un gesto de reconocimiento que es a la vez aceptación y reto, acatamiento y desafío. Tic tac. Tic tac. Prendido a la muñeca, el tic tac del reloj no es que confunda sangre y tiempo: es que desnuda ambos términos de la ecuación; es que nos recuerda que la exacta medida del tiempo está dada siempre por nuestra propia sangre. Se evidencia así un compás de espera que no podemos negociar, que habrá que transitar con la estoica parsimonia del convidado a una fiesta a la cual probablemente no deseaba asistir.
Pero tal vez exagero. O tal vez frivolizo. Es tarde ya. En el extremo opuesto de la mesa miro agrupados los enseres del día, las prendas que las idas y vueltas fueron acumulando para rematar deshabitada utilería la puesta en escena de la jornada ya por concluir.
Los objetos cuentan nuestra historia. Las pertenencias que al llegar la noche se acumulan en torno nuestro con facha de accidente son nuestras ruinas cotidianas. Valdría la pena inmiscuirnos con voluntad arqueológica en las casas ajenas cuando se aproxima la hora de dormir; revisar los títulos de los libros apilados en una silla, elucubrar coordenadas de sentido la camisa arrugada bajo el lavabo y el recibo de luz prendido del borde de la ventana.
El último vestigio del día: este bonito  reloj, regalo de mi mujer y de mi hijo, que me desprendo de la muñeca y me aproximo al oído, para escuchar el tableteo de alfiler de sus manecillas como puntos suspensivos hacia el final del último párrafo: rítmico compás de tregua entre el día que termina y el sueño que, en una de esas, se apresta a comenzar.

Imagen: Escena de la película Strangers on a Train (1951), de Alfred Hitchcock.