domingo, 29 de marzo de 2020
El ayer y su neblina.
Seré en
tu vida lo mejor / de la neblina del ayer / cuando me llegues a olvidar. / Como
es mejor el verso aquel / que no podemos recordar.
Vete
de mí, de
Homero y Virgilio Expósito.
Armar a retazos —a infieles
oleadas, a pedacería llevada y traída por los accidentes del acaso— el
testimonio de la memoria, el dudoso rastro presente de lo que se supone fue. A
la antigüita, a lo caduco, del mismo modo en que se estilaba durante aquella prehistoria
previa al dato instantáneo por vía virtual. Reconstruir el trazo de las calles,
la fachada de las casas, el sentido del tránsito y el color de que estaban
pintados los camiones, sin consentirnos el menor vistazo a la web. Perseguir
aquel perfume que perdimos, aquel sabor ya extraviado sin remedio,
manteniéndonos al margen de todo espejismo digital.
Porque de eso se trata
solamente: de espejismos. Todos alimentamos algún grado de gratitud hacia las
evocaciones y reencuentros, de otro modo improbables, que una fotografía o un
video nos han permitido a través de algún blog o alguna red social. Pero seamos
sinceros: más allá de la parafernalia tecnológica que hoy nos permite sentir
más a mano la reconstrucción documental, auditiva y visual de lo que ya no
somos, el pasado sigue quedando a la misma insalvable distancia a la que había
quedado siempre; la nostalgia continúa detenida en el mismo inapelable regusto
de imposible que acudió a la boca de la primera mujer y el primer hombre aquel
día, cuando miraron su rostro reflejado en el agua y advirtieron que habían
cambiado de modo irreparable, sin posible retorno.
Si me apuran un poco, tentado
me siento incluso a aseverar que estamos más lejos de nuestros recuerdos (pero
sobre todo de la física materialidad y el empañador aliento propios de los
mejores recuerdos) respecto de las generaciones previas, para las cuales la
palabra “memoria” nada tenía que ver con un hard
disk o con un smartphone. Porque
entonces el acceso a prendas específicas, capaces de detonarnos esta o aquella
evocación, resultaba infinitamente más arduo en sus tentativas, más austero en
su botín de reliquias restituidas, más exigente en el cuidado de los objetos,
las personas y las señas recuperadas del naufragio que significa transcurrir,
dejar atrás. Volver a tropezarte con aquella presencia a la que el olvido te
había resignado a no ver nunca más, sentir de vuelta sobre los dedos el tacto
de un objeto del que conservabas apenas pálidos contornos con algo de manchón
impresionista, bajar del estante uno por uno los álbumes de fotografías e ir
pasando las páginas con quién sabe qué religioso recato, recobrar del interior
de un libro o de una polvorienta cartera ya en desuso el rostro que alguna vez
tuvo el amor…
Reubicar el nombre de un
establecimiento que ocupara otrora determinada esquina, demandaba obligatorias
caminatas, charlas con el vecino o el casual conocido, fatigosos buceos en
bibliotecas y archivos hemerográficos.
Y, sin que ello significara
bajo ninguna circunstancia suplantarle, ahorrarle o conjurarle a la memoria
cuanto tiene de azarosa, de imprevisible y súbita, de gratuita y artera, de
tramposa y esquiva, siento que el esfuerzo invertido, la precariedad evidente
de las prendas recobradas, la reiterada afirmación en primer plano de que a la inmensa
mayoría de lo extraviado no podríamos volver a asomarnos jamás, daba mayor
consistencia a nuestras evocaciones; pero sobre todo nos volvía mucho más
responsables respecto de nuestros potenciales recursos de memoria y olvido.
Hoy comenzamos a dejarnos
dominar por la equívoca impresión de que todo se puede recuperar. Y ello vuelve
de suyo más raquíticos, reduciéndolos a la ley del mínimo esfuerzo, nuestros
afanes por recuperarlo, nuestro entendimiento de cuán frágil resulta aún (y
seguirá resultando siempre) lo efectivamente recuperable, así como el esmero
para atesorar nuestro modesto patrimonio de perfumes recuperados.
Quien, con festiva serenidad,
sonrisa entristecida, intrigado tanteo o franca obcecación, se demora en el
escrutinio de algún deslavado ayer, lo hace no con aspiración de que le sean
restituidas espectaculares porciones de tiempo-espacio o carísimos saldos de
utilería, sino en pos de un perfume siempre sutilísimo, singular e irrepetible.
Y no que propugne yo por
retomar, adaptadas a fines mucho más impalpables, aquellas viscerales,
desesperadas y a final de cuentas estériles tentativas de algunos artesanos
durante los albores de la Revolución Industrial, cuando se presentaban en las
primeras incipientes factorías para hacer pedazos las máquinas, sintiendo que éstas
anunciaban (tal en efecto, sin vuelta atrás lo hacían) el reemplazo de su mano
de obra como elemento clave del mercado laboral. Quizás cuanto pretenda sea
sólo reivindicarle a nuestras sofisticadas herramientas memorísticas de hoy la
misma ardua dignidad de nuestras herramientas memorísticas de antaño, y
recordar así que su valor último y esencial no lo obtiene la herramienta ni de
su fugaz sabor a futuro ni de su inevitable resaca de caducidad, sino del plazo
en tiempo presente que la erige digna mediación entre el ser humano y el mundo.
Y por eso, como una tentativa
más a propósito de la cual prefiero no razonar demasiado, a la que opto por mejor
respetarle el miope impulso —el regusto a ocurrencia indispensable, el absurdo mandato—
me impongo la tarea de recordar sin otra apoyatura que la del propio recuerdo,
respetándole todas las infidelidades, distorsiones, omisiones y añadidos en que
sé incurrirá, sin que por mi parte vaya a ser capaz de distinguirlas de cuanto
resulte evocación puntual o dato fidedigno. Y en el recuento, me juro procurarle
la más respetuosa de las cautelas a cada mínimo atisbo capaz de sugerir en las
venas la restitución de cierto reconocible pulso, de erizar medio palmo de piel
con la temperatura justa de otros días, de disponer apenas durante breve
segundos dentro y en torno mío las mismas coordenadas impalpables que antaño
singularizaran determinado instante.
Hay por ejemplo un último tramo
de mi infancia que jamás podré insinuar siquiera a través de las palabras, pero
que vive en mí de manera indeleble, sosteniendo su fragancia intacta a partir
de un peculiar entronque: por un lado, un disco de Willie Colón y Rubén Blades;
por otro, algunos específicos ejemplares de cómic de superhéroes.
La serie mexicana de Los Vengadores, publicada a partir de
los años setenta por Novedades Editores, transitaba aquellos episodios donde
Henry Pym regresa al equipo ya no como Hombre Hormiga, sino convertido en
Goliat, y entrando en casi automático conflicto con el —para mí— insuperable
Ojo de Halcón. Yo volvía una y otra vez sobre las mismas páginas, mientras de
las bocinas del estéreo solía brotar en plenipotenciario esplendor aquel
clásico de la Fania All Stars (una
suerte de Avengers de la Salsa), con Plástico,
Ojos, Siembra y, sobre todo, Pedro
Navaja.
Cierta serena claustrofobia
viene a envolverme cada vez que reparo en lo imposible que me será hasta el fin
de los tiempos transmitir la profunda y perfecta consonancia establecida entre
el amarillo y azul del traje de Goliat, y el borracho que desafinado se iba
cantando con los últimos acordes del lado A del disco: “la vida te da
sorpresas”; o entre la pendenciera socarronería de Ojo de Halcón y “el tumbao
que tienen los guapos al caminar”. Al conjuro de su divisa de batalla
(“Vengadores, unidos”), los paladines estelares del Universo Marvel marchaban
indistintamente hacia cualquier punto del planeta o el cosmos donde los ogros
comunistas acecharan, y desde el tocadiscos clamaba Rubén Blades: “¡Nicaragua
sin Somoza!”; y para que no existiera contradicción alguna de por medio,
bastaba con no tener ningún conocimiento de ella.
En aquellos ejemplares de
historieta, Goliat volvía al dream team
envuelto por la tragedia. Tras una batalla en la que se había visto obligado a
aumentar de tamaño, ya no podía volver a hacerse pequeño, ya no podía recobrar
su estatura normal; y había pasado así a convertirse ni siquiera en un gigante,
sino en un hombrón estorboso, patarato e irascible. Situación que hoy aquí me
hace meditar que a todos se nos llega más temprano que tarde la hora de
abandonar los levísimos júbilos del Hombre Hormiga para pasar a hallarnos
enclaustrados en el vergonzante embarnecimiento de Goliat. Pero, a diferencia
de Henry Pym, nosotros no disponemos de Stan Lee para que a la vuelta de la
esquina nos levante el castigo mediante alguna inesperada triquiñuela (sólo
para de inmediato someternos, claro está, a otro alevoso golpe de efecto
argumental); nosotros, aun cuando sobrellevemos el asunto procurando mantener
el tipo, quedamos obligados a vivir ya de fijo en el cuerpo y el alma de ese
gigantón incapaz de volver a ser pequeño. Y es justo al pensar eso que me acude
a los labios, espontáneo, quién sabe si como escéptico conjuro de última
instancia o sólo como estribillo de fuga para mirar en otra dirección, aquello
de: “María Lionza, hazme un milagrito y un ramo‘e flores te vo’a llevar”.
Esos inaugurales días de mi
pubertad, representaban no sólo la incómoda conciencia de reclusión del héroe
perdido en la celda de un cuerpo tan inmanejable y estorboso para el día a día,
como insuficiente a todas luces para cualquier excepcional combate en escala
monumental. Representaban también un intraducible sabor capaz de mixturar, en
idénticas dosis, regustos de solar plenitud y regustos de sideral tristeza.
Ojos prestos todo el rato a humedecerse, fuera por gratuito desasosiego o por
gratuito júbilo.
Hoy —a tantos años de distancia
ya, y para indignada ofuscación de alguno de mis amigos más esenciales y
queridos— la salsa se halla menos próxima a la repisa de mis filias que de mis
aversiones musicales. No obstante, podría aseverar que mi cabeza retiene
intacta cada nota y cada sílaba de aquel Siembra
de Blades y Colón, al que ahora estoy en condiciones de situar
documentalmente como clásico y disco fundacional para la historia del género,
sin que ello altere en lo más mínimo, ni a favor ni en contra, la íntima y ya
perenne familiaridad entre nosotros. Puesto que dicha familiaridad no me queda
circunscrita en exclusiva a título de privada prenda, sino que se trata de una
seña colectiva, sostenida en contubernio con mis tres hermanas, Siembra suele constituir obligatoria
escala en el repertorio musical base de nuestras reuniones; apenas poco más.
Por el contrario, hace ya más
de una década que Los Vengadores
pasaron a convertirse otra vez para mí en obligada referencia cotidiana.
Gracias al entusiasta, obsesivo, machacón asedio de mi hijo; o gracias a la
añeja fidelidad que en nostálgica y alevosa estafeta al nacer le pasé; o
gracias al repunte comercial y mediático de una industria que al terminar el milenio
pasado parecía en vísperas de extinción, pero a la vuelta del siglo devino otra
vez omnipresente suvenir global. Supongo que hay que atribuírselo en equitativa
proporción a los tres factores conjugados.
A veces vuelvo a mirar con mi
hijo los capítulos de la hasta ahora todavía penúltima serie animada de Los Vengadores; para mí reciente, pero
seguro ya vieja por ya no nueva para la inmensa mayoría de sus consumidores
presentes y pretéritos. Un producto ya superado y —por lo tanto— caduco, dirán
sus detractores; un clásico, dirán sus fans. Los héroes más poderosos del
planeta, clama el correspondiente slogan introductorio. Y llega a suceder
entonces que en la pantalla de la televisión aparece Kang, conquistador no de
planetas ni de galaxias sino de tiempos. Dada su potestad, sus atributos y sus
poderes, al desplazarse a través de múltiples líneas temporales: los ojos de
Kang podrían volver a contemplar de modo directo cada instante fugaz que ya
hubieran previamente contemplado, la piel de Kang podría volver a palpar
efímeras tonalidades y texturas que ya había palpado, la boca de Kang podría
volver a probar brevísimos sabores que creía perdidos. Sólo que los supervillanos
en general, y los conquistadores cósmicos en particular, son poco dados a
semejantes sutilezas minimalistas, consagrados como se hallan siempre a las
tentaciones y espejismos de la historia con mayúsculas.
Nada de lo cual me impide a mí
ver cómo Kang irrumpe ahora mismo en el departamento que habitaba a mis once
años, dispuesto a la batalla porque una de sus crono-computadoras se confundió
al detectar por ahí, en la portada de alguna revista olvidada sobre el sofá, el
perfil de Goliat y Ojo de Halcón. Ni imaginar con sacrílega licencia (los
villanos cósmicos tampoco bailan salsa) que, al compás de la música que emerge
de la bocina del tocadiscos, olvida de súbito las pendencias y se marca tres
pasos guapachosos (“con fe /siembra-siembra y tú va a ve”). Y luego, sin dejar
un solo instante de bailar, abre la puerta del departamento, baja la escalera,
atraviesa el patio, traspone la reja principal. Y se pierde por las eternas calles
de la Colonia Narvarte. Las manos siempre en los bolsillos de su gabán, pa que
no sepan en cuál de ellas lleva el puñal irredento de la nostalgia.