domingo, 22 de marzo de 2020

Las regiones de la transparencia.



Ante lo transparente hay que mostrarse precavidos, pues resulta altamente propicio para equívocos (y en modo alguno inocentes) automatismos, prestos a remitir toda transparencia a los términos de una diafanidad, una pureza y una candidez tan inofensivas como banales.
Por poner sólo un ejemplo, entre nosotros el título de la más célebre novela de Carlos Fuentes, La región más transparente, con las décadas ha dado en asumirse casi por acto reflejo como una suerte de chascarrillo, aderezado a partes iguales por la más confortable impotencia y la más anodina nostalgia; a través suyo estaría aludiéndose a una época en que la polución ambiental apenas amagaba en la Ciudad de México preliminares estragos, y su efecto hilarante entre lectores y comentaristas habría que adjudicárselo menos al novelista que a los años acumulados: convertida la capital mexicana en una de las urbes más contaminadas del planeta, recordar que alguna vez pudo llamársele “la región más transparente del aire” (entendida como “la región del aire más limpio”, “la región donde los volcanes alcanzaban a verse desde lejos”) deviene fácil ironía, obviedad satisfecha por su sola enunciación y su sencilla, elemental irrebatibilidad. La pregunta indispensable a plantear es qué tiene que ver eso con el sentido y planteamiento generales de la novela. ¿Es el título un accesorio independiente, que admite asumirse y dictaminarse al margen de lo que la obra como totalidad enuncie? ¿O hay que despachar íntegra a La región más transparente como evocación sosegadamente patriotera y resignadamente apocalíptica de un pasado idílico? ¿Cuanto Carlos Fuentes-Ixca Cienfuegos despliegan a través de su ambiciosa indagación narrativa, cabe y debe enmarcarse en la dominante tendencia de situarnos con disposición turística ante nuestra propia memoria?
¿No será más bien que la idea de transparencia que dicha novela propone y desarrolla hay que buscarla en muy diversas tesituras respecto de aquella que, por obvia, tiende a atribuírsele? La región más transparente no alude a un idealizado territorio de prístina respirabilidad. La región más transparente del aire es aquella donde el aire exhibe con idéntica nitidez los ámbitos luminosos y los ámbitos umbríos; si el balance final afecta una marcada propensión hacia estos últimos, obedece a que es la dolorosa cifra de su material omnipotencia (“ésta es la tierra que nos han dado” apostrofó a su turno Juan Rulfo) lo que página tras página va a debatirse.
Carlos Fuentes es el último exponente químicamente puro de la Novela de la Revolución, porque aun cuando lo hagan ya desde una realidad urbana materialmente consumada, sus dos travesías novelísticas fundamentales (La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz) siguen consagrándose a escrutar y esclarecer el mismo trance histórico que ocupara a Azuela, Luis Guzmán, Urquizo, Muñoz, Yáñez y Rulfo: la muerte del feudalismo porfirista, y el nacimiento de la burguesía mexicana al amparo del orden institucional posrevolucionario. Aunque Aura viniera enseguida a señalarle la indispensable tarea de afrontar la región más transparente del aire ya no como el lugar donde “nos tocó” vivir, sino como el lugar donde —en ejercicio de trágica libertad y amorosa lucidez— elegimos o acatamos vivir, el conjunto de su narrativa posterior fue rebasado por dicha tarea. Autorizado para narrar con implacable transparencia cómo había nacido aquel país, de qué fangos provenía, Fuentes no atinó jamás la misma perspectiva totalizadora a la hora de narrarlo como realidad plenamente consolidada, devoradora simultánea de todos los pretéritos extraviados y todos los aplazamientos de futuro. Capaz de escribir la novela de cómo se institucionalizaba la revolución, no fue en cambio capaz de contar la monolítica y laberíntica depuración de sus medios, el corrosivo deterioro de sus intuiciones y objetivos. La decisiva novela del priísmo (del corporativismo estatal y su compleja maquinaria de usurpaciones y sobreentendidos, de su entronización como dictadura perfecta) que acaso a ninguno como a él correspondía escribir, tuvo que remitírnosla de modo indirecto, desde el Perú, Mario Vargas Llosa con su Conversación en La Catedral. 
En la novela mexicana sólo la travesía de José Revueltas parece adelantar con alguna certidumbre dicha ruta; Los días terrenales y Los errores llevarán la transparencia a magnitudes raramente igualadas en nuestra narrativa. Ellas anticipan la despiadada elegía del cosmos que la muerte de Pedro Páramo y el nacimiento de Artemio Cruz habían inaugurado. Quizá no dejen de ver la ciudad como exilio, pero asumen ya a cabalidad ese exilio como patria. Y hay todavía otro rasgo esencial: para Revueltas, el universo urbano no se restringe a la Ciudad de México (mucho menos a uno de sus barrios o capas sociales específicas), sino refiere a la totalidad de la nación, incluidas significativamente aquellas porciones que parecieran conservar más intocadas y más puras la materias primordiales de la mitología rural.
En 1939, un año después de la Expropiación Petrolera y dos décadas antes de que Carlos Fuentes debutara como novelista con su magistral fresco polifónico, había aparecido la primera edición de Muerte sin fin de José Gorostiza. ¿Qué significa aquel estribillo final del poema, repetido hasta el abuso? “¡Anda, putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo![1]”. Coloquial dimensionamiento de las magnitudes que el poeta acaba de asediar, la sentencia admite entenderse por una parte como equivalente casi literal de ese “vámonos a la chingada” con que el decir popular mexicano acostumbra zanjar la certificación de lo irremediable. Pero a la vez resulta necesario dirimir ese par de versos a la luz de la propia transmutación alquímica y el propio debate teológico que ha tenido lugar ante nuestros ojos, verso tras verso, palabra tras palabra. Podemos distinguirnos abismados por la minuciosa observación del modo en que todo lo existente da en diluirse y abrasarse para no perdurar; podemos reconocernos sedientos de metafísica y espiritual nostalgia por ver restituida la unidad originaria de la que por sí solo el hecho de existir nos arrebata. La pregunta continúa siendo en todo momento: “¿y ahora qué?”. ¿Adónde nos vamos con ese atroz entendimiento? ¿Adónde nos vamos con esa implacable sed?
La célebre invitación de Gorostiza, remate último del poema, es en términos más específicamente estructurales el “Baile” que cierra su canción final. La canción a su vez se articula sobre tres llamadas del  Diablo, tentándonos a la caída. No obstante, hay que precaverse para no tomar dicha caída según los términos convencionalmente blasfemos de la ortodoxia religiosa, para la cual toda fundamentación teológica queda reducida a mera añagaza discursiva con objeto de legitimar el alcance nada ultraterreno de sus potestades institucionales. Muerte sin fin sostiene su debate en términos metafísicos estrictos, desde zonas donde toda distinción entre voluntad, pensamiento y materia queda por principio abolida.
Sea que compartamos las conclusiones de un sector del linaje crítico a que ha dado lugar, en el sentido de que tras el último “ALELUYA” la unidad primordial se ha visto restaurada, y sobre las aguas indistintas la voz del poeta ha sido capaz de disponer otra vez a Dios en su potencia primera. Sea que, como postulan otros miembros de ese mismo linaje, concedamos que cuanto ha quedado esclarecido de últimas es más bien la imposibilidad radical de la restitución, es decir la disolución y derrota irreparable de Dios como consecuencia del impulso creador que se consintió acometer. Sea como sea, continúa en pie la cuestión de lo que ha de venir para nosotros, excepción y discontinuidad sostenida aún “en la imagen atónita del agua[2]”.
Luego de asomarnos a las primordiales magnitudes cósmicas y metafísicas donde el universo dirime su sentido de unidad, y donde participar en esa vida eterna exige la obligada renuncia y la absoluta disolución de nuestra fugaz singularidad. Luego de dimensionar que no puede haber, en términos espirituales propiamente dichos, gozo mayor que la restitución del alma individual a la divina corriente donde todo vuelve a ser Uno. Luego, en fin, de dirigir los ojos con enternecida mofa a la informe, incolora e insípida transparencia que somos (“Pobrecilla del agua, ay, / que no tiene nada”[3]), nos vemos devueltos desde tamaño entendimiento al espacio y al tiempo humanos. Y si Dios, a través de sus potestades y atributos, queda identificado con la totalidad eterna, el margen de la particularidad efímera —en su reverso radical o en el peldaño más bajo de su descendente escala— no puede corresponder sino al Diablo.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa…

Son las ganas de vivir. Pero no de vivir el inescrutable plazo cuyo perfil la divinidad ha consentido delinearnos, sino el minuto irrepetible del alma singular ante su prójimo. Porque las señas del instante material remiten de inmediato a la opción, o mejor dicho a la vocación, de disponernos frente y al lado del otro, para correr (sin fatal garantía de cumplimiento) el riesgo de tocarlo y ser tocados por él:

…ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.[4]

“Anda, putilla del rubor helado” requiere el poeta a la muerte. A la suya, a la nuestra: la infinitesimal, personal e intransferible de cada uno. Una muerte con fecha específica, para inscribirse, lamentarse y desmoronarse en una lápida; una muerte con nombre propio, para anotar en la frente de una calavera de azúcar antes de a mordiscos comerla.
¿Adónde hemos de dirigirnos con la humana sabiduría conquistada? Adonde nos tocó, aquí, en la región más transparente. Adonde el aire no condesciende disimulos ni para la luz, ni para la sombra, ni para las infinitas patrias de la penumbra intermedia. En el sitio donde la habitabilidad posible ha aprendido a inventarse desde la más impiadosa de las advertencias, desde el más clarividente de los dolores, desde los más flamígeros augurios de imposible.
La región más transparente de Carlos Fuentes bien puede tomarse como continuación narrativa del hermético poema de Gorostiza. Vámonos al diablo, sentencia el poeta, para que el novelista pase a desmenuzar a su turno la puntual y variopinta especie escondida en tal invitación:

Ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad…[5]

Irse al diablo es irse a las calles atestadas o desiertas, al bordillo del camión, a la compartida plaza o al íntimo quicio de la puerta ante la cual todos pasan pero nadie se detiene. Irse al diablo exige la delimitación incesante del paisaje cotidiano, templado a partes iguales por las historias (en singular y con mayúscula) y la Historia (en plural y con minúscula). Es a él donde concurre y es de él de donde emana cada presencia individual, cada singularizada pasión.




[1] En Cantú, Arturo. En la red de cristal, Edición y estudio de Muerte sin fin de José Gorostiza. UAM. México, 1999. 
[2] Ídem.
[3] Ídem.
[4] Ídem.
[5] Fuentes, Carlos. La región más transparente. FCE. México, 1993. Duodécima reimpresión a la cuarta edición aumentada, de 1972.

 Imagen: Fotografía de Héctor García.