domingo, 8 de marzo de 2020

Inutilidades indispensables.



Guardo en la memoria, con singular nitidez, cierto fragmento de charla entre mi madre y algún conocido de la casa durante mi adolescencia. El tema de la conversación o del aparte (pues esta charla debió sobrevenir sin duda como prenda particular de una reunión más amplia) era 1968. Mi madre, como a menudo solía hacerlo, había hablado de la importancia de aquel año emblemático en general, y del movimiento estudiantil mexicano en particular. Con ese gesto de niño remilgoso que la moda posmodernista volvería tendencia en el rostro de tantos durante los siguientes años, su interlocutor le preguntó qué cosas concretas les había dado el 68 a ella o a sus hijos; y como mi madre comenzara a hablar de ética y de épica, de actitud y perspectiva, de memoria y dignidad, el tipo la cortó tajante, aseverando que eso era pura retórica: que semejantes abstracciones ni se tocaban ni se comían, y que el 68 no le había dejado nada a nadie.
No recuerdo cómo continuó, ni mucho menos cómo concluyó aquella plática. Y jamás me quedó claro si el individuo aquel cimentaba su nihilismo en el desencanto virtuoso de quienes comienzan a cansarse de ir a las batallas populares siempre con la misma certificada garantía de derrota, o antes bien en el avieso pragmatismo de Artemio Cruz, para quien la justicia que hacen las revoluciones y las revueltas sólo puede medirse en directa proporción al grado de prosperidad privada con que benefician a sus más avispados suscriptores.
En septiembre de 1985 tenía yo catorce años, y no vivía ya en la Ciudad de México; el día que sobrevino el sismo aquel que signó a mí generación, hacía poco más de un año que me había trasladado con mi familia hasta Morelia.
Fue una sensación extraña. La ciudad que había sido mía durante la hasta entonces mayoritaria parte de mi vida, se cimbró con un cataclismo cuya herida primero y cuya llaga después alcanzaron la médula misma del país, y transparentaron para todos el nivel real del derrumbe nacional en curso. El orden del México de la Revolución se venía abajo sin apelación posible, por más que a sus moradores nos gustara seguir diciendo que vivíamos “en el país de no pasa nada”; y era como si la tierra nos estuviera brindando el dolorosísimo y trágico servicio público de ponernos delante el más impiadoso de los espejos, a fin de advertirnos sobre el riesgo de quedar sepultados todos entre las ruinas el día que sobreviniera el derrumbe definitivo.
Los decesos se contabilizaron por miles. De hecho, la más ominosa mancha (entre las muchas a que el gobierno de Miguel de la Madrid se hizo acreedor) tuvo que ver justo con su perversa opacidad a la hora de otorgarle a la ciudadanía cifras veraces al respecto; hubo un grotesco regateo tanto para tratar de minimizar las proporciones de la catástrofe, como para inhabilitar el indispensable deslinde de las responsabilidades humanas (gubernamentales y privadas) que habían posibilitado buena parte de su alcance. Nadie supo, nadie sabrá nunca cuánta gente murió a causa del terremoto de mediados de los ochenta. Y acaso parecerá estúpido así dicho, pero lo cierto es que aquella indeterminación, aquel no tener una idea siquiera aproximativa de cuántos habían sido nuestros muertos, otorgó al luto cierta sensación de infinito, de difusa, omnipresente y monumental ausencia.
Para mí entonces, como decía, esa anómala sensación estuvo aderezada por añadidas dosis de extrañeza. Porque los paisajes capitalinos que colmaban las primeras planas de todo el mundo, que yo había conocido y transitado, y varios de los cuales había aprendido a amar con ese mineral, indeleble e irrepetible arraigo que sólo la infancia y la primera pubertad permiten, estaban lejos. Yo no me encontraba allá, y en cierto sentido no volvería a encontrarme allá jamás. Ya no recuerdo si en medio del azoro la emoción dominante en mí sería de alivio (habíamos escapado del desastre), o de culpa y hasta envidia (era nuestra ciudad, eran nuestras calles, era nuestra incipiente memoria, era  nuestro recientísimo pretérito, y no estábamos ahí). En cambio, ubico con plena claridad que, durante los años inmediatos siguientes, la emoción dominante en mi caso fue sin disputa esta última. Mi adolescencia, sin ser yo del todo consciente de ello, se dejaba seducir de modo tan sutil como definitivo por la ciudad acogedoramente provinciana que habitaba, pero al mismo tiempo oteaba en la distancia la manera en que parte de mi generación iba metabolizando allá, en la patria madre, cuanto el sismo de las 7:19 había de alguna suerte sintetizado. Del movimiento del CEU a la constitución del Frente Democrático Nacional que derrotó al PRI y a Carlos Salinas en las elecciones de 1988, yo pasé la mayor parte de aquellos años convencido de que terminaría regresando a la Ciudad de México. Pensaba que mi lugar estaba allá, deseaba que mi lugar estuviera allá.
Pero el tiempo es infinitamente sabio en su silenciosa parsimonia cotidiana.
Casi no se escucharon en medio del jolgorio las voces de quienes, a pocos meses del sismo, y con la capital del país entre escombros todavía, manifestaron aquí y allá su decepción y su amargura, al ver que esa oleada de pasión, solidaridad y efervescencia que habían vislumbrado como masivo y ya imparable motor para un cambio inmediato, se volcaba carnavalesca e inofensiva hacia la degustación de las incidencias del Mundial de futbol de 1986. Para lo único que dio la insurgencia popular durante aquellas jornadas deportivas, fue para hacerle pasar al presidente un mal rato de papelón en cadena internacional, con la silbatina y el abucheo que el respetable le dedicó desde las repletas gradas del Estadio Azteca durante la ceremonia previa al partido inaugural. Los decepcionados farfullaban allá por lo bajo, sin que se les prestara mayor atención: “si ni siquiera un terremoto nos hizo cambiar, ¿entonces qué?”.
Mi personal ciclo de exaltada nostalgia defeña y apremiante expectativa de vuelta comenzó a cerrarse en definitiva aquella tarde de noviembre de 1987, cuando dio inicio en Morelia la primera campaña presidencial cardenista. Paseaba con mis hermanas por la Avenida Madero, y advertimos que a través de la calle, inesperadamente cerrada, fluía un río de personas en dirección al poniente. Me adelanté por mi cuenta, siguiendo dicho flujo, que iba haciéndose más apretado y denso a medida que te aproximabas al monumento a Lázaro Cárdenas. Abriéndome paso entre la multitud, llegué a pocos metros del sitio donde el hijo del General, flanqueado de colaboradores, estrechaba manos, sonreía y —extraviando la mirada en dirección a la creciente muchedumbre— acaso conjeturaba en difusa perspectiva futura las arduas veredas y los intrincados callejones sin salida por venir, aguardando la hora de encabezar la caminata que durante esa oportunidad lo llevaría hasta la plaza principal.
Quedaría fuera de toda proporción otorgarle algún género de estatus militante, por más marginal que éste fuera, a la simpatía con que durante algún tiempo seguí al cardenismo, así como a la puntual fidelidad de mi voto a lo largo de por lo menos una década. Pero atesoro varias perdurables estampas como referentes cardinales para la idea de resistencia, así como para el vislumbre de alternativas de construcción y rebeldía a lo largo de dicho período, entre la caída del sistema patrocinada por Manuel Bartlett y la triste noche del triunfo de oropel de Vicente Fox. Estampas vividas en su mayor parte dentro del primer cuadro de lo que para entonces había asumido ya para siempre como mi  ciudad, y habitualmente arrulladas por el mismo coro ensordecedor, a la postre devenido espectral susurro de ánimas en pena (“Cuauh-té-moc, Cuauh-té-moc”).
Esa simpatía ideológica y emotiva, así como esa sostenida fidelidad electoral, para mí y para muchos otros jamás inhabilitaron la capacidad crítica, ni la temprana advertencia de las múltiples limitaciones, riesgos, vicios y extravíos de que adolecía el movimiento. Dolencias que el paso de los lustros remató con el ávido asedio que los diversos despojos del cardenismo gustaron consagrar a la mesa del poder (a través de las mismas corruptas vías y los mismos envilecidos usos que antaño tanto denostaran), indiferentes a que dicha mesa continuara presidida por los directos responsables de sus numerosos y al parecer ya olvidados muertos.
Restaría tal vez mencionar el alzamiento zapatista de 1994, que en cierto sentido completó y cerró el ciclo formativo básico en materia de ubicación histórica y abastecimiento mítico para la franja de mi generación de la que me asumo parte. Sólo que, frente a lo que en su momento fue denominado como “la primera guerrilla posmoderna”, y en particular frente al Subcomandante Marcos, yo manifesté desde el principio una escrupulosa distancia y una crítica reserva; incluso aunque el contexto inmediato donde  me desenvolvía durante sus horas culminantes se volcara hacia ambos —al menos en un primer momento— con abierto fervor. Así que mis personales anécdotas por referir al respecto, aun cuando no escasas, resultan más bien ajenas a toda carga épica o iniciática. Nada de lo cual inhabilita que sea capaz de reconocer los aportes del EZLN para la indispensable lucha de los pueblos indígenas, así como para el pertinente redimensionamiento de diversas problemáticas del ser y el hacer nacionales en las últimas décadas.
Hace muchos años que procuro advertir y precaverme respecto a los espejismos, las confusiones, la banalización, la inhabilitación reflexiva y la incapacidad autocrítica que derivan de la exaltación sentimental frente a los asuntos públicos, las movilizaciones sociales y el entendimiento de la historia. ¿Por qué entonces demorarme justo ahora, con tamaña insustancialidad analítica, con tamañas licencias confesionales y emotivas, en este autobiográfico repertorio?
Porque va a llegarse más temprano que tarde para muchas personas jóvenes —tan distintas y sin embargo también tan semejantes a aquellas que fuimos—  los días del cansancio, del desencanto, del baje de adrenalina, de entender que el país y el mundo no se transforman, ni a menudo siquiera matizan en lo inmediato, de acuerdo a las expectativas ascendentes de ninguna épica; suele ocurrir incluso que ni quienes con mayores aspavientos aseveran que su épica les cambió, lleguen a moverse medio centímetro de donde se encontraban antes. Porque me parece oportuno recordar la extrema cautela que hay que tener ante nuestro (por lo demás absolutamente  legítimo) derecho al arrebato. Porque sigue siendo igual de nutrida y de volátil que en pretéritos días la franja eternamente atrapada en la ensoñación de los espectaculares golpes de efecto (que para mañana se someta Estados Unidos a los protocolos ecológicos, que para la semana que entra se rebajen a la mitad los sueldos de todos los políticos, que el neoliberalismo se derrumbe para dentro de un mes). Porque resulta tremendamente tenue la frontera que separa al entusiasmo  circunstancial de la desilusión terminal. Porque tendrán que prepararse para ver a muchas de las mismas personas que en los días de climática intensidad vieron vehementes, esperanzadas, convencidas de que la solidaridad no tenía vuelta atrás, ahora deprimidas, nihilistas, amargadas, repitiendo una vez más: “si ni siquiera esto nos hizo cambiar, ¿entonces qué?”.
Yo pienso que lo único que nos puede hacer cambiar es responsabilizarnos con nuestras trincheras de largo plazo. Y resulta magnífico cuando una histórica contingencia, trágica o no, te permite hallar tu trinchera perdurable. Y resulta magnífico también cuando (sin elegir trincheras vinculadas directamente con ella) esa contingencia te clarifica y sustenta el tipo de organizaciones que debes formar, el tipo de proyectos que quieres construir, el tipo de obras que te corresponde imaginar y erigir, el tipo de sueños que elegirás alimentar, el tipo de ciudadanía que estás llamada a formar y ser.
Un día, alguien vendrá a preguntarte con expresión de infinito tedio qué cosas concretas te dieron tu juventud, tu aprendizaje histórico, tu incipiente militancia,  tu toma de conciencia respecto de cosas a propósito de las cuales quizá nunca antes te habías preocupado. Como a nosotros suelen preguntarnos qué nos dieron 1985, 1988 y 1994. Si el país y el mundo no hacen sino agudizarse a cada momento como un opresivo despojo en carne viva, regido por las leyes del sálvese quien pueda y el pisa tú primero para que no te pisen, ¿qué nos dieron?
Nos dieron puntos de encuentro, alternativas de comunión, maltrecha y a menudo descompuesta brújula en mitad de todo tipo de caos, desbandadas y debacles. Nos brindaron márgenes dentro de los cuales encausar los términos de la afinidad y de la discrepancia, el desencuentro y el hallazgo, la contradicción y el acuerdo, la intuición compartida y el indispensable debate. No nos hicieron mejores que a otros; de hecho, frente a generaciones previas seguimos alimentando la misma sostenida sensación de insuficiencia y pequeñez, de deuda no saldada. No nos conjuraron las dudas, ni los miedos, ni la ignorancia, ni la pifia, ni el franco desatino. No nos evitaron el garrafal error, ni la impotencia cíclica, ni la familiaridad con la derrota, ni el dogmático autoritarismo, ni el sectarismo endémico, ni la pereza irresponsable, ni la narcisista autocomplacencia, ni la engañifa grandilocuente, ni la tentación de confeccionarnos coartadas a medida, ni las fatigadas deserciones, ni las traiciones vulgares, ni el vergonzoso chaqueteo, ni dolorosos remates de dignidad y de vergüenza al mejor postor.
Da risa ver a quienes pretenden esgrimir como medallas ese poquito de aire, a menudo viciado, que en determinados momentos nos resguardó apenas por un rato la merced de respirar. Porque el país y el mundo están ahí nada más delante, en toda su impiadosa transparencia, preguntándonos a cada momento —desde ese implacable silencio suyo— cuál será nuestro grado de responsabilidad, por omisión o por comisión, en el perfil de escombro y pesadilla que vamos heredándoles a los recién llegados.
Esos grandes momentos colectivos de los que fuimos parte en mayor o menor medida, al calor de los cuales se modeló nuestro sentido de orientación ante las circunstancias del país, ante la situación global y ante la Historia, ante nuestros semejantes y ante nosotros mismos, no nos absuelven de nada, no nos otorgan ninguna varita mágica para explicar o hacer las cosas, ni nos certifican mucho menos ningún automático salvoconducto en materia de virtud. Desde sus fulgurantes atisbos de luz y sus inexcusables costras de sombra, siguen ayudándonos cotidianamente a trazar la medida de nuestras renovadas responsabilidades, nuestros saldos a favor y en contra, nuestra buena y mala conciencia  acumulada. Y sin faltar un día, en infinidad de rostros y de voces que desde entonces andaban por ahí (la mayor parte sin que alcanzáramos a singularizarlos ni a otorgarles nombre), rostros y voces que bien podrían ser y de hecho son también los nuestros, vienen a recordarnos cada vez que hace falta que no avanzamos a solas en medio de la espesa penumbra o la franca negrura; aun cuando tan a menudo así nos lo parezca.

Imagen:  fragmento de la historieta La vida en el limbo de Manuel Ahumada.