jueves, 30 de julio de 2020
"Morir en el Golfo" de Héctor Aguilar Camín.
Héctor Aguilar Camín no es una
figura pública que me agrade. Su servil cercanía de décadas con el poder
político neoliberal, vuelve por completo legítimas todas las desconfianzas de
que se ha hecho merecedor junto a la franja de comentaristas e intelectuales a
que pertenece.
Nada de lo cual desdice el
hecho de que sea autor de una de las más magistrales piezas literarias de temática
criminal que se han escrito en este país. Morir
en el Golfo (1986) constituye, por derecho propio, una de nuestras mejores
novelas históricas, una de nuestras mejores novelas políticas, una de nuestras
mejores novelas a secas. Y para mí, por encima de todo, una de nuestras mejores
novelas policiacas.
Estos
días, donde la virtual quiebra de PEMEX —así como el mediático proceso judicial
emprendido contra su ominoso ex director Emilio Lozoya— acapara significativo
interés dentro de la agenda pública nacional, resultan ideales para darse una
vuelta por sus páginas, conocer a sus magistrales y emblemáticos personajes; y seguir
paso por paso, en sostenido crescendo, su logradísima trama, plena de intrigas,
crímenes, pasiones y pertinentes frescos históricos..
Claro que desde el México y la
industria petrolera que la novela retrata, hasta el escenario de grotesca
devastación a que hoy nos asomamos, median ya muchas décadas; así como las
sucesivas etapas de un poder político primero tecnócrata, y al cabo francamente
empresarial. Pero Aguilar Camín nos ofrece, desde una privilegiada perspectiva,
justo el contexto originario donde tales etapas hubieron de asentar sus raíces.
Estamos entre los últimos meses
del sexenio de Luis Echeverría y los primeros años del sexenio de José López
Portillo. Es decir, cuando el Estado de la Revolución Mexicana, ya asumida la
fecha de caducidad que el movimiento estudiantil de 1968 le hubiera oportunamente
revelado, se apresta para experimentar un giro radical con el arribo de la
tecnocracia a los sitios claves de la administración pública.
Dentro de ese contexto, la
lucha de quienes siguen aferrándose al antiguo modelo (los viejos usos y
costumbres de lo que en su momento Mario Vargas Llosa atinó lúcidamente a
denominar como “la dictadura perfecta”) queda emblematizada por el
enfrentamiento entre dos personajes específicos: un ambicioso político local
veracruzano, y un omnipotente cacique petrolero. El eje narrativo y la médula pasional
que gobiernan la novela, están dados a su vez por el columnista estrella de un
importante diario de la capital, y por su amor imposible: una hermosa mujer de
armas tomar, que fue su compañera en los idealistas años universitarios y que
terminó casada con el político ambicioso.
A partir de tales coordenadas,
Aguilar Camín nos asoma con implacable vértigo a los íntimos mecanismos de
funcionamiento del poder, pero sobre todo a los complejos equilibrios establecidos
por la Revolución institucionalizada entre cálculo político, servicios de
inteligencia interior, ejercicio periodístico y administración gubernamental
del monopolio de la violencia.
Al momento de su publicación,
parecía importante (parecía lo más importante)
apresurarse a puntualizar nombres: explicando que el cacique petrolero era La Quina, que el columnista estrella era
Manuel Buendía, y que la mano que mueve los hilos tras bambalinas era el
Secretario de Gobernación Fernando Gutiérrez Barrios. Hoy, cuando el mexicano
promedio ha olvidado ya por completo dichos nombres, cuando la
circunstancialidad inmediata y la memoria ciudadana de corto plazo los han visto
sucesivamente reemplazados tantas veces en los titulares, Morir en el Golfo sigue gozando de tan buena salud como el primer
día. A diferencia de lo que sucedió con La
guerra de Galio (la siguiente novela de Aguilar Camín, publicada en 1991),
no ha envejecido en lo más mínimo. Y es que sus méritos esenciales no
correspondieron nunca al oportunismo con que procediera a ventilar determinados
sensacionalismos coyunturalmente candentes, sino antes bien a aquella potestad
que Carlos Fuentes gustó siempre reivindicar prioritaria para el género
novelístico: imaginar el pasado, recordar el futuro.
sábado, 25 de julio de 2020
miércoles, 15 de julio de 2020
"El otro lado del dólar" de Ross Macdonald.
Suele insistirse en el hecho de
que, tratándose de su emblemático detective Lew Archer, y apenas consolidar una
identidad propia como escritor, capaz de ponerlo a salvo de su entusiasta
admiración por Raymond Chandler, Ross Macdonald en realidad no escribió sino
una única novela. O, mejor dicho, se consagró a reelaborar diversamente una única
trama, donde varían los personajes, las circunstancias, las locaciones y las
peripecias tanto investigativas como criminales, pero donde a final de cuentas
lo que tenemos es siempre el mismo obsesivo esquema base: un héroe con más
traza de psicoterapeuta que de investigador privado, sumergiéndose de modo colateral
y progresivo en las miserias ocultas de un adinerado clan familiar, y un
escabroso enigma cuyo origen hay que rastrear un par de generaciones atrás.
Quienes no aprecian a Ross
Macdonald suelen sentirse estafados, considerando por demás tediosa esa
recurrencia cíclica. Quienes amamos a Ross Macdonald, no cesaremos jamás de
celebrar la inigualable capacidad del maestro para ahondar y renovar
inagotablemente, durante más de dos décadas, su sistemático leitmotiv.
Si en 1949, con la primera
entrega de la saga (El blanco móvil),
Lew Archer salta a escena como devota
calca de Phillip Marlowe, para 1976, con El
martillo azul (última de las dieciocho novelas que protagoniza), se despide
poseedor de un carácter y un estilo tan singular como inconfundible. Más
reflexivo, sosegado, melancólico e intimista. Sin esos deslices de ingenio y
comicidad que su predecesor chandleriano convirtiera en sello distintivo.
En sus mejores ejemplos (entre
los cuales siempre he sentido especial predilección por El otro lado del dólar de 1965) la producción de Ross Macdonald se
me antoja tremendamente próxima al cine de Ingmar Bergman. La atormentada
psique de la sociedad burguesa contemporánea, desbordándose por los quicios de
las más respetables fachadas con una fuerza que a menudo pareciera prolongarse
—adquiriendo proporciones catastróficas— hasta al propio paisaje, como en el
incendio forestal de El hombre enterrado (1971)
o en el derrame petrolero de La bella
durmiente (1973).
Pero un factor decisivo en
estas novelas, sobre el cual me parece no se ha insistido lo bastante, es la
voluntad de comprensión inter-generacional a que el escritor y su detective se
consagran. Dudo que Philip Marlowe hubiera podido lidiar con los años 60’s.
Dudo que Philip Marlowe hubiera podido lidiar con las revueltas juveniles, la
liberación sexual, la cultura del rock, los movimientos de estudiantes, la
reivindicación razonada del uso de las drogas, el new age y los mass media
de la tercera revolución industrial. Demasiado modelo antiguo, demasiado viejo,
y ya demasiado cascarrabias para interesarse en tamaña catarata de novedades.
Se desilusionará quien ingrese
a las novelas de Ross Macdonald buscando reivindicaciones contraculturales,
entusiasmos psicodélicos o pronunciamientos pro-revolucionarios. Lew Archer es
tan modelo antiguo como Marlowe. Pero, a diferencia suya, se encuentra en plena
disposición y condiciones para manifestar en todo momento una honda solidaridad
hacia esos jóvenes que no comprende, y para consagrar significativa parte de su
tiempo, sus pensamientos y sus esfuerzos a tratar de entenderlos… aunque acaso
termine por nunca conseguirlo. En medio de las telúricas patologías sociales y
psicológicas que presiden los casos que investiga, suele haber siempre una
muchacha, un muchacho o una juvenil pareja a la que hay que poner a salvo de
las venenosas oleadas de su propio pasado familiar e histórico.
Esas muchachas y muchachos
acaso puedan parecer a estas alturas lo menos sesentero del mundo. Pero
expresan la honesta voluntad de Macdonald, así como de significativa parte de
su generación, por sostener la lucidez y la generosidad no sólo ante sus
propios hijos, sino sobre todo ante un mundo que se les escapaba de las manos.
Para que los vientos sesenteros
propiamente dichos pasaran a apropiarse del enfoque narrativo, el sentido ético
y los escenarios californianos correspondientes a Archer y Marlowe, haría falta
la llegada de Roger L. Simon y su detective Moses Wine.
"Un ciego con una pistola" de Chester Himes.
Dentro del género policiaco,
Chester Himes ocupa un sitial indiscutible —que al paso de las décadas nadie
amaga poder disputarle— como el gran novelista americano de la negritud. Las
múltiples aristas del problema racial para la sociedad estadunidense, hallan en
sus páginas un lúcido, implacable y doliente
escrutinio, tan vigente hoy como hace cinco o seis décadas, cuando fueron escritas.
La saga de novelas
protagonizadas por la durísima pareja de detectives Grave Digger Sepulturero Jones y Coffin Ed Ataúd Johnson, constituye por derecho
propio uno de los capítulos de lujo en la historia de la serie negra;
doblemente negra en sus manos, como suele señalarse a menudo. Sepulturero Jones y Ataúd Johnson son dos policías de color, adscritos a la comisaría
del barrio de Harlem, emblemático gueto para la comunidad afroamericana de
Nueva York desde el primer tercio del siglo pasado.
Acaso uno de los secretos de la
buena salud que este conjunto de obras siguen conservando, tenga que ver con
que Himes, sobre un sustrato de honda comprensión y militante solidaridad hacia
su raza, jamás la idealiza ni la victimiza. La retrata con un énfasis
hiperrealista donde aparecen en compleja urdimbre todas sus luces y todas sus
sombras, todo su jubiloso margen de virtud y todo su asimilado patrimonio de
oprobio.
La ambigüedad moral, que suele
reconocerse como rasgo esencial de la novela policial dura, en sus manos tiende
a cobrar tintes de contradicción estridente y sostenida, sin que ello desdibuje
en momento alguno su carácter solidario y comprometido. Sepulturero Jones y Ataúd Johnson son personajes heroicos;
poseen una aguda conciencia crítica del atávico odio racial donde se enraízan
los crímenes que cotidianamente les toca esclarecer y combatir; y sin embargo,
los procedimientos con que llevan a cabo esa tarea —siempre en su barrio y
entre su propia gente—, resultan por norma y por necesidad brutales, sin
concesión a los hipócritas disimulos de la justicia blanca.
Un
ciego con una pistola es, sin lugar a dudas para mí, el mejor de sus
libros. Una de las cimas culminantes para la novela negra de todos los tiempos.
Fresco mural armado a partir de diversas viñetas narrativas, capaz de sugerir
al mismo tiempo una sólida unidad estructural de fondo, que de descoyuntarse
con independencia en multitud de cabos sueltos sin amarre final. Su desenlace
intencionadamente abierto es no sólo una de las apuestas estilísticas más
arriesgadas en la historia del género, sino el más inspirado recurso expresivo
del que Himes consiguió echar mano para plasmar la enloquecida polifonía de
Harlem y de sus habitantes.
Publicada en 1969, su trama se ubica dentro de un contexto de
efervescencia social, política e histórica especialmente álgido. Entre Black Panthers, Musulmanes Negros, profetas de pacotilla, insólitas modalidades de
secta religiosa, y con una fugaz pero elocuente aparición de Malcolm X, el
marco general que de alguna suerte contiene sus diversas subtramas está dado
por una atmósfera cada vez más densa de revuelta racial; atmósfera culminada en
uno de esos disturbios que cíclicamente convulsionan a las grandes urbes
norteamericanas tras episodios de abuso policiaco.
Se trata de la última pieza
estelarizada por su pareja de emblemáticos detectives, que Chester Himes pudo
concluir a cabal satisfacción. Plan B,
devastadora, dolorosa e imprescindible culminación de la saga, y en la cual
trabajaba al morir en 1984, sería publicada póstumamente; sin permitirle ese
impecable trabajo de pulimentado final que convierte a Un ciego con una pistola (como
a Empieza el calor, Todos muertos, El gran sueño de oro o Algodón
en Harlem) en la obra maestra que
es.
domingo, 12 de julio de 2020
Paréntesis.
Si
aceptamos nuestra personal autobiografía como una narración con trama central
dominante, personajes co-protagónicos (sucesivos o estables) claramente
identificables, y un sostenido hilo conductor principal; y si por ese camino
llevamos la analogía al extremo de ya no considerarla obligatoriamente una
narración (novela, cuento, crónica, relato) sino un texto cualquiera; entonces
hemos de aceptar la existencia toda como un discurrir acotado de continuo por
un incesante, omnipresente abrir y cerrar de paréntesis.
Tramas
alternativas acompañándonos siempre, lo mismo que humildes portales cósmicos de
historieta de superhéroes, abiertos a dimensiones paralelas que no llegamos
nunca a habitar y que sin embargo, durante su breve plazo, acostumbran
convidarnos con el si condicional de hipótesis no siempre indoloras. Hilos
narrativos complementarios, de desarrollo ora trunco, ora geométricamente
cumplido, solazándose para su específica catadura en la gama completa de los
géneros dramáticos. Paréntesis tragedia. Paréntesis comedia. Paréntesis pieza.
Paréntesis absurda farsa. Paréntesis trepidante melodrama.
Paréntesis
que, ya sea por sí mismos de manera individual, ya sea en su multitudinario a
inabarcable tumulto total, ya sea agrupados de acuerdo a las más disímiles
opciones de clasificación, suelen transparentar con privilegiada nitidez el
sentido o sinsentido profundo de cuanto somos en tanto trama dominante y
narración central.
Nos
equivocamos de medio a medio cuando incurrimos en la frívola descortesía de
aseverar sin más que el paréntesis interrumpe, corta o suspende. El paréntesis
jamás interrumpe: antes bien deriva. El paréntesis jamás corta: antes bien
ahonda. Y si vamos a endilgarle el verbo suspender, habrá que hacerlo en
cualquier caso abrazando íntegras todas sus significaciones; es decir, no sólo
aquellas vinculadas con la detención, sino también (y acaso sobre todo) las que
corresponden a la idea de sostener en lo alto. Dentro de los paréntesis
quedamos suspendidos, a veces colgando en vilo de tránsfugas zozobras; a veces
flotando felices como por obra de un transitorio encantamiento; a veces
sustraídos de la cotidiana tierra por la demanda, tan perentoria como efímera,
de una determinada tarea, sea esta física, metafísica o patafísica.
¿Quién
no ha experimentado la dulce y volátil tentación de quedarse a vivir en un
paréntesis? Hacer del comentario al margen voz cantante. Elegir perdurable
morada la excepción minimalista dentro del bloque textual propiamente dicho. Ese
infantil ensueño de que el paseo dominical se perpetúa por encima del inminente
inicio de semana, sepultando debajo de sí todas sus obligaciones y sus
fatalidades. Esa mirada de muchacha que, dentro de un vagón del metro, se
cruzaba con la tuya entre una estación y otra a la salida de la secundaria, en
medio de la multitud, y que durante aquella eternidad de apenas un par de
minutos te hacía sentir dispuesto a pie juntillas para el bíblico “déjalo todo
y sígueme”. Ese tú que encarnabas solamente de modo excepcional, por contexto o
coyuntura, pero en el que por un instante consentías conjeturarte rostro
duradero.
Tendría
yo seis o siete años. Mi abuela paterna se había coordinado para, acompañada de
mi bisabuela, encontrarse en Acapulco con uno de mis tíos; y sucedía que ese
tío era papá de mis primos predilectos. En uno de esos arranques de seca,
pragmática y algo ruda ternura habituales en mi abuela, determinó que yo me
sumara a la expedición acapulqueña, complementando la delegación que ella y mi
abuela integrarían. La perspectiva de usufructuar aquella inesperada merced
vacacional en compañía de las dos mujeres, venerables sin duda, pero a mis ojos
de niño también nada divertidas, me arredraba un poco; sin embargo, pesó por
supuesto más la perspectiva de imaginarme dos o tres días en situación
balnearia con mis primos. A la distancia, no puedo sino lamentar que mi memoria
no retenga prácticamente ningún detalle relativo a mi tiempo de convivencia
durante la efeméride con aquel par de matriarcales pilares de mi vida.
Pero
no pretendo referirme aquí al conjunto por otra parte abundante de episodios
que recuerdo de dicho viaje. Aunque excepcional en tanto tal, la estancia en
Acapulco no se me agrupa dentro de la autobiografía bajo la columna de los
paréntesis, sino bajo la de los bloques textuales dominantes, como visitar a mi
abuela cuatro o cinco semanas, o vivir en perenne expectativa de volver a encontrarme
con mis primos. Lo que quiero evocar es un paréntesis propiamente dicho, con
todas las de la ley tanto por cuanto hace a trama suplementaria sin ulterior
desarrollo, cumplimentada en sí misma, como en lo que se refiere a resumen
ejemplar de un carácter, una disposición, una vida.
Mi
abuela, mi bisabuela y yo volvíamos a la Ciudad de México en autobús; mi tío y
mis primos habían emprendido la vuelta un poco más temprano, en su automóvil
familiar (un Gremlin, si no me equivoco). Saliendo hacia el final de la tarde,
llegaríamos a nuestro destino de madrugada, luego de siete u ocho horas de
travesía. Yo fui dispuesto del lado del pasillo, en el asiento inmediato
anterior a los que ocupaban mis patrocinadoras de viaje. Y quiso la fortuna que
el asiento de junto, el de la ventana, viniese a ocuparlo una niña de mi misma
edad: extrovertida, vivaz y parlanchina; todo lo contrario pues a mi natural
temperamento, timorato y torpe siempre que de socializaciones de trata.
No
me explico cómo es posible que luego de tantísimos años no haya llegado nunca a
extraviar su nombre: se llamaba Carmina. Me gustó su nombre. Me gustó su piel
blanca. Me gustaron sus mejillas, su nariz, sus ojos y su boca. No me gustó que
trajera el cabello cortísimo; de acuerdo con mis rígidas convicciones del
momento, las mujeres sólo podían verse cabalmente bellas si traían el pelo
largo. Platicamos sobre las cosas que nos gustaban y las escuelas a que
asistíamos. Del repertorio de canciones que cantamos a coro, sólo retengo Tomás, según la versión entonces en boga
del payaso Cepillín. Compartimos un sándwich que nos pasó mi abuela. Por
cuestión de los lugares disponibles a la hora de la compra, los papás de
Carmina viajaban juntos varios asientos más atrás, hacia el fondo del autobús; mi
abuela había hecho migas con ellos, asegurándoles que se encargaría de cuidar a
la niña y avisarles si necesitaba algo.
Era
ya noche cerrada cuando se nos terminaron las canciones. Faltaban muchos años
todavía para que el autotransporte foráneo de pasajeros incorporara como
elemento irrebatible de su equipamiento pantallas, sanitarios y luces guía en
el pasillo, de modo que nuestra única fuente lumínica era la proporcionada de
refilón, a irregulares intervalos, por los fanales de los vehículos que transitaban
la carretera en sentido contrario. Carmina se me quedó mirando, y adelantó
reptando su mano derecha hasta unos milímetros del borde divisorio entre
nuestros asientos; yo imité su gesto con simétrica puntualidad; ella me animó
en silencio para que siguiera más allá y tomara su mano; yo negué con la
cabeza. Por absurdo que parezca, tenía pánico de que, en medio de la penumbra,
mi abuela alcanzara a percatarse del desliz a través de la estrecha ranura que
mediaba entre nuestros respectivos respaldos, para al punto erguirse por encima
de mi cabeza y reconvenirme con flamígeras indignaciones de arcángel
justiciero, en nombre de la moral, dios, la honra, el apellido.
Debimos
consumir largo trecho en semejante trance, perpetrándole puntual parodia a En un bosque de la China, otro de los exitosos
covers de Cepillín, cuyos versos no cesaban de reiterarse con machacón vértigo dentro
de mi cabeza: “y ella a que sí y yo a que no, y ella a que sí y yo a que no”.
Hasta que al cabo de ande usted a saber cuánto tiempo, Carmina consiguió por
fin que nos encontráramos tomados de la mano.
Ignoro
también la duración que habrá podido tener la nueva circunstancia, y si en
algún momento la confianza conquistada admitió suplementarias modalidades,
tales como que Carmina recargara su cabeza en mí, o que entrelazáramos su brazo
derecho y mi brazo izquierdo a fin de que nuestros dedos pudieran estrecharse
con mayor comodidad. Queda descartada por completo la opción de que le pasara
ese brazo por encima de los hombros, que en un momento dado la estrechara
contra mi esmirriado pecho infantil, y más aún esas fantasías de osadía erótica
clandestina que hacen las delicias de los insomnios púberes.
A
semejante edad, por enamoradizos que seamos, la mayoría de los varones solemos
experimentar a ráfagas cierta incontenible dosis de vergüenza, cierta
insoportable convicción de ridículo cuando nos encontramos remitidos a
sentimentales cuitas, a cualquier hipotética situación que insinúe romances y
noviazgos. (Algunos incluso continúan perpetuando tan peculiares síntomas
muchos años después, y hasta durante el resto de sus vidas). En algún momento,
cerrados los ojos, mi mano en la de Carmina, comencé a experimentar la
incontenible impresión de que todo aquello era francamente bochornoso,
patético, humillante. ¿Qué hacía yo tomado de la mano de una niña, que para
colmo tenía los cabellos tan, tan cortos? Pensé que me había equivocado, me
había confundido, me había precipitado: no era en absoluto bonita, sino
francamente fea, y boba, estridente, melosa, insoportable. Me pasó por la
cabeza la idea de que si, por obra de algún perverso prodigio, llegaban justo
entonces a encenderse las luces, los adultos dormidos a mi alrededor no despertarían
para desgarrarse las vestiduras,
acusándome de pecador y de mal nieto, sino que se soltarían riendo a
carcajadas, lo mismo que si fuera yo el más cómico de los payasos. Ni mandado a
hacer que hubiera cantado un rato antes una canción de Cepillín, y que ahora
mismo no pudiera sacarme de la cabeza otra de ellas. Payasito de la tele.
Mi
mayor urgencia se volvió encontrar el modo de soltar de inmediato la mano de
Carmina, girarme, darle la espalda; apretar bien los párpados con la esperanza
de que, al volver a encarar más tarde su asiento, se hubiera desvanecido en el
aire. De nueva cuenta fue ella quien me resolvió la encrucijada. Soltó mi mano,
y se arrodilló en su asiento para disponer su boca muy cerca de mi oído. Y para
hablarme. Sergio… Sergio… Sergio… Yo aproveché para apretar férreamente en puño
mi mano liberada, y mantenerme con los ojos
bien cerrados. Carmina continuaba hablándome. Sergio… Sergio… Mi amor…
¿Estás dormido…?
Juro
que jamás, hasta ahora que acabo de escribirlo, había reparado en el hecho de
que se trató de la primera mujer ajena a mi familia que me llamó “amor” o algo semejante.
Supongo que un desasosegado pudor, analogable al de Carlos en Las batallas en el desierto de José
Emilio Pacheco, me mantuvo en tinieblas el detalle durante la dilatada
eternidad abierta entre aquella extraviada noche de verano, y esta noche de
otoño en que me encuentro poblando de letras la página.
Cuando
descubrió infructuosos sus esfuerzos por hacerme reaccionar, Carmina hizo el
intento de volver a asir mi mano. Yo, resoplando lo mismo que si me encontrara
sumido en el más profundo de los sueños, me giré hacia la derecha y le di la
espalda. Duré todavía un rato despierto, tratando de discernir a partir de lo
que alcanzaba a escuchar qué estaba haciendo ella, y amargándome de hiel la
garganta con el sostenido deseo de que desapareciera. Al final, la hiel y el
arrullo del motor del autobús consiguieron que en efecto me quedara dormido.
Cuando
desperté, el enojo, la rabia, la exasperación y el sentimiento de ridículo se
habían extinguido por completo. Me enderecé en el asiento, rogando porque mi
insensato deseo de que Carmina se desvaneciera en el aire no hubiera llegado a
consumarse, y suspiré aliviado. Carmina dormía arrebujada en posición fetal,
vuelta la cabeza hacia mí. Se había echado encima su suéter, a manera de
cobertor, pero a esas alturas se le había deslizado hacia abajo y resultaba
evidente que tenía frío en los brazos. La arropé, le besé la frente. Mi cabeza
ya no repetía En un bosque de la China,
sino el tono exacto de voz con que había pronunciado mi nombre, y la manera en
que me había llamado. Me sentía enamorado y feliz. Entendí que despertarla
habría constituido una grosería añadida a la que hacía rato había estado en
trance de hacer naufragar lo nuestro, y acomodé mi cara muy cerca de la
suya, contemplándola, dispuesto a
aguardar cuanto fuese necesario para que ella abriera los ojos, y sucediera
entonces qué se yo: sucediera lo que tuviera que suceder. Nos besaríamos,
idearíamos juntos la manera de darle continuidad a nuestro encuentro. En esa
certidumbre, esa promesa, esa contemplación y esa alegría, el sueño volvió a
vencerme.
Cuando
volví a despertar, Carmina se había esfumado. Su asiento estaba vacío, no
quedaba en él ni el suéter. Entre la alucinada modorra y la desbordante
zozobra, no me descubría capaz para ninguna iniciativa coherente, sino apenas
para auto-recriminaciones y lamentos. Me maldecía una y otra vez. Baboso,
baboso, baboso (el insulto supremo de mi infancia). No debí tardar tanto en
tomarla de la mano, no debí hacerme el dormido cuando me llamó mi amor, no debí
respetar su sueño, no debí volver a dormirme. No debí, no debí, no debí.
Resultaba obvio que se había trasladado al asiento de sus papás, ¿pero con qué
argumento podía alcanzarla, presentarme ante ellos, conseguir que volviera,
superar siquiera por el pasillo la barrera de mi abuela quién sabe si
despierta?
No
dispuse de excesivo margen para el desasosiego y la conjetura delirante. Las
luces interiores del autobús se encendieron, los pasajeros comenzaron a
agitarse, mi abuela me indicó que no me moviera de mi lugar, pues ella y mi
bisabuela preferían aguardar a que todos los demás hubiesen desalojado el
vehículo, a fin de poder bajar con plena precaución y plena calma. Comencé a
mirar el modo en que el resto de mis anónimos compañeros de viaje pasaban junto
a mí por el pasillo, en pos de la bajada, aguardando el fugacísimo parpadeo durante
el cual aparecería Carmina. El instante no resulto tan atropelladamente fugaz
como yo lo había conjeturado, pues sus papás ralentizaron apenas el paso para
agradecerle a mi abuela todas sus atenciones, pero así y todo se trató en
efecto de sólo un parpadeo: un parpadeo durante el cual Carmina, tomada de la
mano de su madre, me miró sonriendo con dulzura, y en un susurro cargado de
mutuos entendimientos me dijo adiós.
Mis
papás habían ido a recibirme a la central camionera. Estaban muy felices de
verme, querían que les relatara al pormenor mis impresiones del viaje. Ya en
casa me ofrecieron algo de cenar. Mis hermanas dormían. Supongo que la traza de
resaca que se asume natural en quienes acaban de volver de viaje, me sirvió de
excusa sin palabras. Porque la verdad es que me sentía a distancias siderales
de ellos, del escenario de mi cotidianidad reconquistada, de los propios días
pasados en Acapulco: de mi abuela, de mi bisabuela y de mis primos. Sólo tenía
cabeza y corazón para entender que nunca más volvería a ver a Carmina; y sólo
tenía ganas de meterme en mi cama, no con objeto de mal dormir, sino con objeto
de bien llorar.
Llorar
aquel completísimo adelanto de los claroscuros, las épicas, las comedias, las
tragedias y las farsas consustanciales a la convivencia conyugal, que a los
seis o siete años la vida había decidido regalarme. En forma de paréntesis.
Imagen:
Buster Keaton en "Three Ages" (1924),
dirigida
por él mismo y por Edward F. Cline
domingo, 5 de julio de 2020
"El Valle del miedo" de Arthur Conan Doyle.
Considero que de las cuatro
novelas largas protagonizadas por Sherlock Holmes y el Doctor Watson, la mejor
de todas es El sabueso de los Baskerville
(1902). Sin embargo, mi indisputable favorita ha sido siempre El valle del miedo (1915).
Dentro del universo holmesiano,
aun cuando exista cierto consenso en aceptar que lo mejor de lo mejor se halla
en los relatos breves, cada una de dichas novelas resulta entrañable y cardinal
por mérito propio. Estudio en escarlata (1887) sirve nada menos que como carta de
presentación general para esta insustituible pareja de la literatura universal
y de la ensoñación aventurera. El signo
de los cuatro (1890) atesoró para mí en la adolescencia antes que nada un
doloroso descubrimiento iniciático, análogo al que en la infancia me planteara
la muerte de El Principito: el de las
insanas propensiones cocainómanas de Sherlock, problematizando al héroe en
claroscuro más allá de todo virtuosismo lineal. Si El sabueso de los Baskerville me parece la novela más redonda del
cuarteto es en razón de su estructura, de su desarrollo narrativo, de sus
golpes de efecto, y de su sabia dosificación de una intriga que oscila desde el
principio hasta el fin entre lo detectivesco y el horror gótico.
Mi favor por El valle del miedo —también traducida a
menudo al castellano como El valle del
terror— obedece a dos razones fundamentales. Uno, que es la única novela
del ciclo donde el padre de los detectives enfrenta un caso donde está
involucrada de manera directa su némesis maligna: el inigualable Profesor
Moriarty. Dos, que tratándose de una obra sin duda correspondiente a aquello
que los clasificadores han dado en denominar “novela enigma” o “novela
problema”, privilegiadora del reto deductivo entre escritor y lector según lo
estableció la escuela inglesa, también admite leerse a plenitud como lo que
ahora llamamos novela negra. El genio de Arthur Conan Doyle le llevó a
anticipar intuitivamente la escuela dura norteamericana, una década antes de
que ésta hiciera su aparición propiamente dicha de la mano de Dashiell Hammett
y compañía.
Si el escritor inglés se las
arregló durante su debut con Estudio en
escarlata para incluir una historia de cowboys con todas las de la ley, El valle del miedo le permite trazar a
manera de esbozo significativa parte de las señas de identidad que en 1929
convertirían a Cosecha roja en cima
inaugural de la narrativa hard-boiled:
tal como lo pinta Conan Doyle, el valle minero de Vermissa, con su creciente
polución urbana, sus violentas pugnas entre patronos y obreros sindicalizados,
sus logias mafiosas y su justiciero solitario tratando de imponer orden a
contracorriente, constituyen un puntual anticipo de la célebre Poisonville hammettiana.
Nada hay más difícil
narrativamente hablando que construir personajes que se sostengan por sí
mismos. Borges dice en algún lado que él a Cervantes no le cree muchísimas
cosas, ni a nivel expresivo, ni a nivel estructural, ni a nivel erudito, ni a
nivel ideológico. Pero que cree todo el tiempo en Don Quijote y Sancho; y que
eso representa tanto un motivo de eterna gratitud hacia su creador, como prenda
suficiente para dimensionar su inmortal grandeza.
De las novelas detectivescas de
Arthur Conan Doyle se ha puesto en tela de juicio, desde hace mucho tiempo,
casi todo; dentro y fuera de la literatura policiaca. Pero Watson, Holmes y su
entrañable amistad permanecen incólumes. Tan vigentes y tan vivos como el
primer día. Renovando generación tras generación nuestra gratitud, nuestro
entusiasmo y nuestra eterna lealtad.
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