miércoles, 15 de julio de 2020

"El otro lado del dólar" de Ross Macdonald.


Suele insistirse en el hecho de que, tratándose de su emblemático detective Lew Archer, y apenas consolidar una identidad propia como escritor, capaz de ponerlo a salvo de su entusiasta admiración por Raymond Chandler, Ross Macdonald en realidad no escribió sino una única novela. O, mejor dicho, se consagró a reelaborar diversamente una única trama, donde varían los personajes, las circunstancias, las locaciones y las peripecias tanto investigativas como criminales, pero donde a final de cuentas lo que tenemos es siempre el mismo obsesivo esquema base: un héroe con más traza de psicoterapeuta que de investigador privado, sumergiéndose de modo colateral y progresivo en las miserias ocultas de un adinerado clan familiar, y un escabroso enigma cuyo origen hay que rastrear un par de generaciones atrás.
Quienes no aprecian a Ross Macdonald suelen sentirse estafados, considerando por demás tediosa esa recurrencia cíclica. Quienes amamos a Ross Macdonald, no cesaremos jamás de celebrar la inigualable capacidad del maestro para ahondar y renovar inagotablemente, durante más de dos décadas, su sistemático leitmotiv.
Si en 1949, con la primera entrega de la saga (El blanco móvil), Lew Archer salta a escena  como devota calca de Phillip Marlowe, para 1976, con El martillo azul (última de las dieciocho novelas que protagoniza), se despide poseedor de un carácter y un estilo tan singular como inconfundible. Más reflexivo, sosegado, melancólico e intimista. Sin esos deslices de ingenio y comicidad que su predecesor chandleriano convirtiera en sello distintivo.
En sus mejores ejemplos (entre los cuales siempre he sentido especial predilección por El otro lado del dólar de 1965) la producción de Ross Macdonald se me antoja tremendamente próxima al cine de Ingmar Bergman. La atormentada psique de la sociedad burguesa contemporánea, desbordándose por los quicios de las más respetables fachadas con una fuerza que a menudo pareciera prolongarse —adquiriendo proporciones catastróficas— hasta al propio paisaje, como en el incendio forestal de El hombre enterrado (1971) o en el derrame petrolero de La bella durmiente (1973).
Pero un factor decisivo en estas novelas, sobre el cual me parece no se ha insistido lo bastante, es la voluntad de comprensión inter-generacional a que el escritor y su detective se consagran. Dudo que Philip Marlowe hubiera podido lidiar con los años 60’s. Dudo que Philip Marlowe hubiera podido lidiar con las revueltas juveniles, la liberación sexual, la cultura del rock, los movimientos de estudiantes, la reivindicación razonada del uso de las drogas, el new age y los mass media de la tercera revolución industrial. Demasiado modelo antiguo, demasiado viejo, y ya demasiado cascarrabias para interesarse en tamaña catarata de novedades.
Se desilusionará quien ingrese a las novelas de Ross Macdonald buscando reivindicaciones contraculturales, entusiasmos psicodélicos o pronunciamientos pro-revolucionarios. Lew Archer es tan modelo antiguo como Marlowe. Pero, a diferencia suya, se encuentra en plena disposición y condiciones para manifestar en todo momento una honda solidaridad hacia esos jóvenes que no comprende, y para consagrar significativa parte de su tiempo, sus pensamientos y sus esfuerzos a tratar de entenderlos… aunque acaso termine por nunca conseguirlo. En medio de las telúricas patologías sociales y psicológicas que presiden los casos que investiga, suele haber siempre una muchacha, un muchacho o una juvenil pareja a la que hay que poner a salvo de las venenosas oleadas de su propio pasado familiar e histórico.
Esas muchachas y muchachos acaso puedan parecer a estas alturas lo menos sesentero del mundo. Pero expresan la honesta voluntad de Macdonald, así como de significativa parte de su generación, por sostener la lucidez y la generosidad no sólo ante sus propios hijos, sino sobre todo ante un mundo que se les escapaba de las manos.
Para que los vientos sesenteros propiamente dichos pasaran a apropiarse del enfoque narrativo, el sentido ético y los escenarios californianos correspondientes a Archer y Marlowe, haría falta la llegada de Roger L. Simon y su detective Moses Wine.