domingo, 5 de julio de 2020

"El Valle del miedo" de Arthur Conan Doyle.


Considero que de las cuatro novelas largas protagonizadas por Sherlock Holmes y el Doctor Watson, la mejor de todas es El sabueso de los Baskerville (1902). Sin embargo, mi indisputable favorita ha sido siempre El valle del miedo (1915).
Dentro del universo holmesiano, aun cuando exista cierto consenso en aceptar que lo mejor de lo mejor se halla en los relatos breves, cada una de dichas novelas resulta entrañable y cardinal por mérito propio. Estudio en escarlata  (1887) sirve nada menos que como carta de presentación general para esta insustituible pareja de la literatura universal y de la ensoñación aventurera. El signo de los cuatro (1890) atesoró para mí en la adolescencia antes que nada un doloroso descubrimiento iniciático, análogo al que en la infancia me planteara la muerte de El Principito: el de las insanas propensiones cocainómanas de Sherlock, problematizando al héroe en claroscuro más allá de todo virtuosismo lineal. Si El sabueso de los Baskerville me parece la novela más redonda del cuarteto es en razón de su estructura, de su desarrollo narrativo, de sus golpes de efecto, y de su sabia dosificación de una intriga que oscila desde el principio hasta el fin entre lo detectivesco y el horror gótico.
Mi favor por El valle del miedo —también traducida a menudo al castellano como El valle del terror— obedece a dos razones fundamentales. Uno, que es la única novela del ciclo donde el padre de los detectives enfrenta un caso donde está involucrada de manera directa su némesis maligna: el inigualable Profesor Moriarty. Dos, que tratándose de una obra sin duda correspondiente a aquello que los clasificadores han dado en denominar “novela enigma” o “novela problema”, privilegiadora del reto deductivo entre escritor y lector según lo estableció la escuela inglesa, también admite leerse a plenitud como lo que ahora llamamos novela negra. El genio de Arthur Conan Doyle le llevó a anticipar intuitivamente la escuela dura norteamericana, una década antes de que ésta hiciera su aparición propiamente dicha de la mano de Dashiell Hammett y compañía.
Si el escritor inglés se las arregló durante su debut con Estudio en escarlata para incluir una historia de cowboys con todas las de la ley, El valle del miedo le permite trazar a manera de esbozo significativa parte de las señas de identidad que en 1929 convertirían a Cosecha roja en cima inaugural de la narrativa hard-boiled: tal como lo pinta Conan Doyle, el valle minero de Vermissa, con su creciente polución urbana, sus violentas pugnas entre patronos y obreros sindicalizados, sus logias mafiosas y su justiciero solitario tratando de imponer orden a contracorriente, constituyen un puntual anticipo de la célebre Poisonville hammettiana.
Nada hay más difícil narrativamente hablando que construir personajes que se sostengan por sí mismos. Borges dice en algún lado que él a Cervantes no le cree muchísimas cosas, ni a nivel expresivo, ni a nivel estructural, ni a nivel erudito, ni a nivel ideológico. Pero que cree todo el tiempo en Don Quijote y Sancho; y que eso representa tanto un motivo de eterna gratitud hacia su creador, como prenda suficiente para dimensionar su inmortal grandeza.
De las novelas detectivescas de Arthur Conan Doyle se ha puesto en tela de juicio, desde hace mucho tiempo, casi todo; dentro y fuera de la literatura policiaca. Pero Watson, Holmes y su entrañable amistad permanecen incólumes. Tan vigentes y tan vivos como el primer día. Renovando generación tras generación nuestra gratitud, nuestro entusiasmo y nuestra eterna lealtad.